Read La meta Online

Authors: Eliyahu M. Goldratt

Tags: #Descripción empresarial

La meta (9 page)

BOOK: La meta
13.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Eddie se percata a media frase de que le estoy mirando con cara de guasa.

—¿Qué pasa, es que algo va mal? —me pregunta.

7

Cuando llego, la casa está casi a oscuras; sólo hay una luz encendida. Me dirijo a la cocina en busca de la cena que Julie me prometió dejar en el microondas. Mientras abro la puerta para otear el delicioso festín que me aguarda (parece algo de carne), oigo un ruido a mis espaldas. Es Sharon, mi hija pequeña, que acaba de entrar en la cocina.

—Bueno, bueno…, pero ¿a quién tenemos aquí?… ¿Cómo le van las cosas a esta señorita últimamente?

Me sonríe.

—Bien…

—Oye, ¿y qué haces levantada a estas horas?

Se acerca con un sobre impreso en la mano. Me lo entrega para que lo abra.

—Son mis notas.

—¿Sí?

—Las tienes que ver. Abro el sobre con cuidado.

—Sharon, ¡tienes un diez en todo!

La aprieto contra mí y le doy un beso enorme.

—Es estupendo, Sharon. ¡Todo dieces! Estoy orgullosísimo de tí. Seguro que, además, eres la única de la clase que ha sacado estas notas.

Dice que sí. Luego me lo cuenta todo con detalle. Tiene carita de sueño. Cuando, media hora más tarde, se le cierran los ojos, la llevo en brazos hasta la cama.

Aunque estoy bastante cansado, no puedo dormir. Mi hija saca dieces en el colegio y yo estoy a punto de suspender en los negocios. Es más de medianoche, picoteo distraídamente la cena, mientras pienso que, quizá, lo mejor sería que me rindiese, igual que los demás. Todos están buscando otro trabajo en el tiempo que les queda. ¿Por qué
voy
a ser yo diferente de ellos?

Intento convencerme de lo bueno que sería buscar otra cosa y olvidarme de esto, pero al final, no puedo hacerme a la idea. Y no es que piense que me debo a mi fábrica, ni cosas por el estilo; es que no soporto la idea de verme a mí mismo huyendo. Siento una cierta responsabilidad y, además, creo que he invertido una buena parte de mi vida en la UniCo, así que quiero sacarle el jugo. Tengo tres meses para intentarlo otra vez, la última. Lo que no sé es por dónde empezar, ni siquiera qué hacer. Si tuviera tiempo para volver a la universidad y empollarme mejor la teoría… Las publicaciones, las revistas…, todo se me acumula encima de la mesa, sin poder echarle ni siquiera una ojeada. Tampoco tengo tiempo, ni dinero, para rodearme de asesores… y aunque lo tuviera, no creo que rae aportaran lo que yo necesito ahora.

Me da la impresión de que estoy pasando por alto algo muy importante. Creo que, si tengo alguna posibilidad de que salgamos de este atolladero, no puedo dar nada por supuesto, no debo dar nada por sentado, por indiscutible que parezca. Tengo que pensar detenidamente sobre todas y cada una de las cosas. La mejor herramienta que tengo soy yo mismo, y me debo emplear a fondo.

Cuando por fin me meto en la cama, Julie es un montoncito debajo de las sábanas. Está exactamente igual a como la dejé hace veintiuna horas. Duerme. Me sitúo a su lado, sin poder dormir. Entonces es cuando decido que tengo que hablar con Jonah.

8

Cuando me levanto, por la mañana, apenas soy capaz de moverme. Me dirijo mecánicamente a la ducha. El agua me despeja lo suficiente como para que el recuerdo de mis dificultades resurjan de nuevo. Con tres meses de plazo no puedo permitirme el lujo de estar cansado. Salgo rápidamente de casa, sin atender a Julie, que, por otra parte, tampoco está muy comunicativa, ni a los niños.

De camino a la fábrica voy pensando en la manera de dar con Jonah. Al llegar a la oficina, lo primero que hago es decirle a Fran que atrinchere la puerta contra las hordas que se amontonan fuera, a la espera del ataque en masa. En cuanto llego a mi sitio, Fran me pasa una llamada ineludible. Es Peach.

—Grandioso —murmuro. Descuelgo de mala gana.

—Sí, Bill, dime.

—Bien, debido a tu inoportuna ausencia de ayer, tenemos algunas cosas que discutir.

—Sí, Bill.

—No vuelvas a escurrirte nunca de mis reuniones —retumba la voz de Peach—. ¿Me has entendido?

—Sí, Bill.

Pocos minutos después, he arrastrado a Lou hasta la oficina para que me ayude con las respuestas. Luego, Peach hace lo propio con Ethan Frost y tenemos una conferencia a cuatro.

Esa es la última ocasión que tengo en todo el día de pensar en Jonah. Después de mi conversación con Peach, recibo a media docena de personas con las que tendría que haberme reunido la semana pasada.

Lo siguiente que recuerdo es haber mirado por la ventana y ver que había oscurecido. El sol se ha puesto y estoy en la mitad de la sexta reunión del día. Cuando por fin todos han salido, me dedico un poco a aligerar papeles de mi mesa. Son las siete pasadas en el momento en que subo al coche.

Mientras espero a que un lentísimo semáforo se ponga verde, tengo por fin la oportunidad de recordar cómo empecé el día. Vuelvo a pensar en Jonah. Dos manzanas después recuerdo que tengo una agenda antigua en algún sitio. Voy hasta una gasolinera y utilizo el teléfono público para llamar a Julie.

—Diga.

—Soy yo, Julie. Escucha, tengo que pasar por casa de mi madre para resolver un asunto. No sé cuánto tardaré, ¿por qué no te adelantas y cenas sin mí?

—La próxima vez que quieras cenar…

—Mira, no añadas problemas a los que ya tengo. Se trata de algo muy importante.

Hay unos segundos de silencio antes de que se oiga el clic.

Siempre resulta raro volver a los antiguos barrios, porque allí donde fijas la vista, aparece el recuerdo. Paso al lado de la esquina donde me peleé contra Bruno Krebsky. Por esta calle jugué a la pelota un verano tras otro. Veo la avenida en la que salí con Angelina, mi primera cita con una chica. Paso por el poste contra el que doblé el parachoques del Chevy de mi padre. Recuerdo que tuve que trabajar dos meses gratis en la tienda para pagar la reparación. Cuanto más me acerco a casa, más se amontonan los recuerdos. Siento algo cálido y tenso a la vez.

Julie odia este lugar. Cuando nos trasladamos aquí solíamos venir cada domingo a visitar a mamá y a Dany, mi hermano, y su mujer, Nicole. Hasta que hubo demasiadas peleas y ya no volvimos más.

Aparco el Buick ante el cubo de basura, delante de las escaleras de la casa de mi madre. Es pequeña, de ladrillo visto, como cualquier otra en esta calle. Más abajo, en la esquina, está la tienda de mi padre, que ahora lleva mi hermano. Tiene las luces apagadas; Dany cierra a las seis. Me siento un tanto incómodo cuando salgo del coche con traje y corbata.

Mi madre abre la puerta.

—¡Dios mío! —dice cruzando las manos sobre el corazón—. ¿Quién se ha muerto?

—Nadie, mamá.

—Entonces, es Julie, ¿verdad? ¿Te ha abandonado?

—Todavía no.

—Bueno, entonces ¿qué pasa?…, tampoco es el Día de la Madre.

—Mamá sólo he venido a buscar algo.

—¿A buscar algo? ¿El qué? —Se echa a un lado para dejarme pasar—. Vamos, entra. Hace frío… Hijo, me has asustado. Vives aquí, pero nunca vienes a verme. ¿Por qué? ¿Es que eres demasiado importante para tu anciana madre?

—No, claro que no, mamá; es que estoy demasiado ocupado en la fábrica.

—Ocupado, ocupado… —dice mientras nos dirigimos a la cocina.

—Tienes hambre?

—No, escucha, no quiero causarte molestias.

—No me causas molestias. Tengo algo de comida ya preparada. Te puedo preparar una ensalada también.

—No. Mira, lo único que me apetece es una taza de café. Necesito encontrar mi vieja agenda. La que tenía cuando estaba en la universidad. ¿Sabes dónde puede estar?

Entramos en la cocina.

—Tu vieja agenda… —murmura mientras me sirve café de la cafetera—. ¿Quieres un pastel? Dany me trajo anoche un trozo de pastel de la tienda.

—No, gracias, mamá. Estoy bien. Seguramente estará con los libros y cuadernos de mi época de estudiante.

—Los cuadernos… —me entrega la taza.

—Sí. ¿Sabes dónde pueden estar? Le brillan los ojos. Está pensando.

—Bueno, no, pero puse todo eso en el desván.

—Muy bien, voy a mirar.

Con el café en la mano, me dirijo hacia las escaleras que llevan al segundo piso y al desván.

Tres horas más tarde, la agenda sigue perdida. He desempolvado los dibujos que hice en preescolar, mis ejemplares de aeromodelismo, una selección de instrumentos musicales con los que mi hermano intentó, en su día, convertirse en estrella del rock, mis anuarios, tres ollas a presión repletas de recetas, viejas cartas de amor, fotografías, periódicos, recuerdos… Por fin abandonamos la búsqueda. Mi madre acaba convenciéndome de que me tome algo de comida. Luego, bajamos al sótano.

—¡Eh, mira!

—¿Lo encontraste, mamá?

—No, pero he encontrado una foto de tu tío Paul, antes de que le arrestasen por desfalco. ¿Te conté alguna vez lo que pasó?

Una hora más tarde me encuentro desesperado, después de haber mirado en todos los rincones y de recibir, de paso, un cursillo rápido de recuperación sobre todo lo que debía saber sobre tío Paul.

¿Dónde podrá estar la maldita agenda?

—No sé —dice mi madre— dónde buscar…, a no ser que esté en tu habitación.

Subimos hasta el cuarto que compartí con Dany. En el rincón sigue la mesa donde solía estudiar cuando era pequeño. Abro el cajón, ¡ahí está! ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?

—Mamá, necesito usar tu teléfono.

El teléfono de mi madre está instalado en el descansillo de las escaleras. Es el mismo aparato que pusieron en 1936, cuando mi padre consiguió ganar lo suficiente en la tienda como para permitírselo. Me siento en los escalones, con una cuartilla en la mano y el portafolios a mis pies. Levanto el auricular. Es tan pesado que podría usarse para golpear a un ladrón. Marco el número.

Es la una de la madrugada, pero como llamo a Israel, que está al otro lado de la Tierra, no hay problema con la hora; allí será la una de la tarde. Al cabo de un rato consigo localizar a un amigo de universidad que sabe cómo encontrar a Jonah. Me da un número de teléfono. Cuando son las dos tengo el papel lleno de teléfonos y garabatos y estoy intentando convencer a una persona que trabaja con Jonah para que me diga de qué manera puedo dar con él en estos momentos. A las tres, por fin, consigo dar con él. Se encuentra en Londres. Después de muchas conversaciones con unos y otros me aseguran que él llamará a mi número cuando llegue. No les creo, pero el cansancio hace que me adormile frente al teléfono. Cuarenta y cinco minutos después, suena.

—¿Alex? Es su voz.

—Sí, Jonah.

—Me dijeron que llamó aquí.

—Sí, es cierto. ¿Se acuerda de nuestro encuentro en el aeropuerto O'Haré?

—Sí, cómo no. Y supongo que quiere decirme algo.

Me quedo callado por unos instantes, hasta que caigo en que se refiere a su pregunta sobre cuál era la meta.

—Exacto. Ha acertado —le contesto.

—¿Y qué es lo que tiene que decirme?

Dudo. Mi respuesta parece tan ridiculamente simple que empiezo a temer haberme equivocado y que se eche a reír. Por fin, lo suelto.

—La meta de una compañía industrial es ganar dinero —le digo—. Y todo lo demás son sólo medios para alcanzar esa meta.

Jonah no se ríe, sino que me felicita:

—Muy bien, Alex, muy bien.

—Gracias. Pero le he llamado para una preguntarle una cuestión relacionada con la conversación que tuvimos en O'Hare.

—¿Cuál es el problema?

—Bueno, si tengo que saber si mi compañía gana dinero o no, he de contar con ciertos parámetros, ¿no?

—Sí.

—Yo sé que en las oficinas centrales de la dirección de la compañía tienen parámetros como el beneficio neto, el rendimiento de las inversiones y la liquidez, que se utilizan para evaluar cómo se avanza hacia la meta.

—Eso es. Continúe.

—Pero donde yo trabajo, al nivel de fábrica en el que me muevo, esos parámetros no tienen mucho sentido. Incluso los que utilizo en la propia fábrica… bueno, no estoy seguro, pero creo que no me valen…, no sé si me entiende.

—Perfectamente.

—Bueno, pues, el problema es que no sé cómo puedo comprobar si lo que hago en mi fábrica es productivo o no.

Durante un segundo se produce un silencio al otro lado de la línea. Le oigo decir a alguien allí: «Dígale que estaré tan pronto como acabe con esta llamada».

Luego se dirige a mí.

—Alex, ha dado usted con algo muy importante. Sólo tengo unos minutos para hablar, pero quizá le pueda sugerir un par de cosas que le ayuden. Mire, existe más de una forma de expresar la meta. Esta sigue siendo la misma, pero podemos formularla de distintas maneras que, en definitiva, significan lo mismo: «Ganar dinero».

—Entonces puedo decir que la meta es un aumento del beneficio neto, mientras crecen simultáneamente tanto el ROÍ como la liquidez… y eso equivale a decir que la meta es ganar dinero.

—Exacto. Una expresión es la equivalente de la otra. Pero, como muy bien ha descubierto ya, los parámetros convencionales que se utilizan para expresar la meta no llevan, por sí mismos, a evaluar las operaciones que se realizan cada día en una industria. De hecho, ésa ha sido la razón por la que he elaborado un conjunto aparte de parámetros.

—¿Qué tipo de parámetros son ésos?

—Unos que expresan la meta de ganar dinero perfectamente y que, al mismo tiempo, le permiten establecer una serie de procedimientos operativos para dirigir su fábrica. Hay tres. Se llaman ingresos,* inventarios y gastos de operación.

—Me resultan familiares.

—Sí, seguro, pero no le será familiar su significado. Apúnteselo, si quiere.

Con el bolígrafo en la mano, me hago con una hoja nueva y le pido que continúe.

—Ingresos es la tasa de generación de dinero a través de las ventas.

Le sigo palabra a palabra. Le pregunto:

—¿Y qué pasa con la producción? ¿No sería más correcto utilizar…?

—No, no, olvídese de la producción; lo que importan son las
ventas
. Si usted produce algo y no lo vende, no ingresa, no se genera dinero para la compañía. ¿De acuerdo?

Throughput
es igual a las ventas, medidas en dinero, menos el dinero pagado por las entradas al sistema productivo («materia prima»). Viene a ser equivalente al «valor añadido» con la salvedad de que este valor se «añade» en el acto de la venta, no de la producción. Para evitar confusiones, se ha preferido «ingresos» aunque éstos deben ser entendidos como ingresos del sistema, es decir, descontando los pagos por las materias primas.

BOOK: La meta
13.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

By the Numbers by Jen Lancaster
Twisted Pieces by London Casey, Karolyn James
What's a Ghoul to Do? by Victoria Laurie
Ruby by Ruth Langan
Battle Earth IX by Thomas, Nick S.
Victoria Holt by The Time of the Hunter's Moon
The Day the Falls Stood Still by Cathy Marie Buchanan