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Authors: Eliyahu M. Goldratt

Tags: #Descripción empresarial

La meta (11 page)

BOOK: La meta
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—Espero que mi pregunta sea inteligente, Lou. Necesito saber si los robots han tenido algún impacto sobre las ventas. Y, concretamente, si ha habido un aumento de ellas desde que empezaron a funcionar.

—¿Aumento? Todas nuestras ventas han disminuido desde el año pasado.

Me siento irritado y le increpo con cierta aspereza.

—¿Te importaría comprobarlo? Levanta las manos.

—No, claro —dice con sorna—. Tengo todo el tiempo del mundo.

Abre el cajón de su mesa, revisa algunas carpetas y comienza a sacar puñados de informes, cuadros y gráficos. Los dos empezamos a hojearlos. Descubrimos que, en todos los casos en los que se instaló un robot, no se produjo ningún aumento en las ventas de los productos en los que el robot tiene alguna intervención, ni la más ligera tendencia a mejorar en la curva. Incluso vemos que tampoco ha aumentado el número de pedidos terminados y servidos al cliente. De hecho, el único incremento es el de los pedidos atrasados; han crecido rápidamente en los últimos nueve meses.

Lou deja de estudiar los gráficos y me mira.

—No sé lo que estás intentando probar, Al, pero si esperas dar con algo favorable o demostrar que los robots van a salvar la fábrica aumentando nuestras ventas, no vas a dar con ninguna prueba. Es más, los datos parecen decir exactamente lo contrario.

—Eso es precisamente lo que me temía.

—¿Qué quieres decir?

—Ahora te lo explico, pero primero vamos a ver los inventarios. Quiero saber qué ha pasado con el material en curso de piezas fabricadas por los robots.

Lou se rinde.

—No puedo ayudarte en eso. No tengo datos sobre los inventarios por piezas.

—Bueno, vamos a preguntarle a Stacey.

Stacey es una mujer de unos cuarenta y pocos años. Alta, delgada y enérgica. Tiene el pelo negro, con algunas canas y lleva grandes gafas redondas. Siempre usa trajes de chaqueta; todavía no he conseguido verla con ningún lazo ni adorno en ninguna de sus blusas. No sé nada de su vida personal. Lleva un anillo, pero nunca ha hablado de un marido. Sé que trabaja mucho.

Cuando entra, le pregunto sobre la situación de las piezas que se producen en las áreas robotizadas.

—¿Quieres cifras exactas?

—Me basta con la tendencia.

—Bueno, te puedo decir de memoria que los inventarios en esas áreas han aumentado.

—¿Últimamente?

—No, esto viene ocurriendo desde finales del pasado verano, sobre el término del tercer trimestre. Y no me puedes responsabilizar de ello, aunque todo el mundo lo hace. Yo me opuse desde el principio a lo que se estaba haciendo.

—¿Qué quieres decir?

—¿No te acuerdas? Quizá no estabas todavía aquí, pero cuando empezaron a llegar los datos, descubrimos que, en la sección de soldadura, los robots estaban actuando con rendimientos del orden del treinta por ciento. Con el resto de los robots tampoco el resultado era muy bueno. A nadie le hacía gracia eso.

Miro a Lou.

—Algo teníamos que hacer. De lo contrario habría perdido mi cabeza. Esas cosas eran nuevas y muy caras. Nunca hubieran resultado rentables en el plazo previsto, de mantenerlos al treinta por ciento…

—Bien, espera un minuto —le interrumpo y me dirijo a Stacey—. ¿Qué hicisteis entonces?

—¿Qué podíamos hacer? Tuvimos que suministrar más piezas para alimentar a los robots. Dándoles más trabajo, aumentamos su rendimiento. Desde entonces, hemos terminado cada mes con un exceso de inventario de esas piezas.

—Pero lo importante es que hemos conseguido aumentar su rendimiento —continúa Lou, intentando poner una nota favorable—. Nadie nos puede reprochar nada de eso.

—No estoy muy seguro de ello. Stacey, ¿por qué estamos teniendo ese exceso de material? ¿Cómo es que no podemos consumir ese material?

—Bien, en la mayoría de los casos no tenemos pedidos para absorber la producción. Y en los otros casos, en que sí hay demanda, nos faltan otras piezas para poder ir adelante con los pedidos.

—¿Y eso?

—Bueno, de esos temas se ocupa Bob Donovan.

—Lou, llama a Donovan.

Bob entra en la oficina con una mancha de grasa sobre su camisa blanca, justo por encima de su abultado estómago. No para de hablar sobre la avería de las máquinas automáticas de control de calidad.

—Olvídate de eso por ahora, Bob.

—¿Hay algo más que no marcha?

—Sí. Estamos hablando sobre nuestras estrellas locales, los robots. Mira de un lado a otro. Se debe estar preguntando qué será lo que hemos estado hablando unos momentos antes.

—¿Qué pasa con los robots? Ahora funcionan estupendamente.

—No está tan claro —digo—. Stacey me cuenta que tenemos sobreproducción de las piezas que fabrican. Además, resulta que, muy a menudo, nos faltan otras piezas necesarias para el montaje, con lo que no pueden servirse los pedidos.

—No es que no tengamos piezas suficientes, sino que no las tenemos cuando las necesitamos. A lo mejor hay una pila arrinconada de CD-50, por ejemplo, que están a la espera de los paneles de control durante meses. Cuando llegan los paneles, resulta que, además, falta otra cosa…, y así, hasta que por fin sale el pedido, después de mucho tiempo. Otras veces, buscas por todas partes un CD-50 y no lo encuentras. Tienes montones de CD-45 y 80, pero no 50. Esperas. Y cuando ya consigues tenerlos, no te quedan paneles de control. Y así una vez y otra —dice Stacey.

—Pero, Stacey, me acabas de decir que los robots están fabricando un montón de piezas para las que no hay pedidos. Eso significa que estamos produciendo piezas que no necesitamos.

—¡Pero todo el mundo asegura que acabaremos utilizándolas! Mira, todos juegan a lo mismo; siempre que los rendimientos bajan, todo el mundo apuesta por las previsiones de futuros pedidos. Entonces aumentan los stocks. Claro que, si las previsiones no se cumplen, nos cuestan un riñón. Y eso es lo que está ocurriendo actualmente: hemos acumulado stocks durante la mayor parte del año y al mercado no se le ha ocurrido echarnos una maldita mano.

—Ya lo sé, Stacey, ya lo sé. No te estoy responsabilizando a ti, ni a nadie. Solo intento enterarme.

Inquieto, me levanto y comienzo a pasear.

—Entonces, el fondo de la cuestión es ése, para dar trabajo a los robots estamos soltando más material en la planta…

—O sea, que aumentan nuestros inventarios —añade Stacey.

—Y también nuestros costes —continúo yo.

—Pero los costes por unidad han descendido —afirma Lou.

—¿De verdad? ¿Y los costos de inventario? Eso son también gastos de operación. Si éstos suben, ¿cómo pueden reducirse los costes por unidad?

—Mira, depende del volumen —afirma Lou.

—Exacto, depende del volumen… de
ventas
. Eso es lo que importa. Y cuando tenemos piezas que no podemos utilizar para montar un producto y venderlo, porque nos faltan los otros componentes.. . o porque nos faltan incluso los pedidos, entonces estamos aumentando nuestros costes.

—Al —dice Bob—, ¿estás intentando decirnos que los robots nos están haciendo la puñeta?

Me vuelvo a sentar.

—No hemos estado actuando de acuerdo con nuestra meta — digo categórico.

—¿Nuestra meta? —suelta Lou—. ¿Te refieres a nuestros objetivos mensuales?

Me quedo mirándoles.

—Creo que tengo que explicaros unas cuantas cosas.

10

Una hora y media después nos hemos metido a fondo en el tema. Estamos en la sala de conferencias. Hemos ido allí porque es el único lugar donde hay una pizarra. Sobre ella he dibujado un esquema de la meta y acabo de escribir las definiciones de los tres parámetros. Es Lou quien rompe el silencio para preguntar:

—Bueno, ¿y de dónde has sacado esas definiciones?

—Me las ha dado mi antiguo profesor de Física.

—¿Quién? —pregunta Bob.

—¿Tu antiguo profesor de Física? —insiste Lou.

—Sí, ¿qué pasa? —digo, defendiéndome.

—¿Y cómo se llama? —pregunta Bob.

—Se llama Jonah. Es israelita.

Hay un pequeño silencio que, esta vez, rompe Bob.

—Lo que me gustaría saber —afirma— es por qué habla de ingresos en lugar de producción. Somos fabricantes. No tenemos que ver con la sección de ventas. Eso es de márketing.

Me encojo de hombros. Yo hice la misma pregunta por teléfono. Jonah afirmó que las definiciones eran precisas, pero eso no responde a la pregunta de Bob. Voy hacia la ventana. Entonces, casualmente, veo la forma de explicárselo.

—Ven aquí.

Bob se acerca trabajosamente. Apoyo una mano en su hombro y señalo hacia la ventana.

—¿Qué es aquello? —le pregunto.

—Son los almacenes.

—¿Para qué?

—Pues, para almacenar productos terminados.

—¿Seguiría la compañía en el mercado si todo lo que hiciese fueran productos con los que llenar almacenes?

—Vale, vale —responde Bob, avergonzado y viendo ahora la explicación de manera evidente—, tenemos que vender todo eso para ganar dinero.

Lou sigue mirando la pizarra.

Es curioso. Cada definición de esas contiene la palabra
dinero
. Ingresos es el dinero que entra. Inventario es el dinero que está actualmente dentro del sistema. Y los gastos de operación es el dinero que hay que pagar para que se produzcan los ingresos. Un parámetro para el dinero ingresado, otro para el retenido dentro, y un tercero para el dinero que sale.

Stacey me dice:

—Bueno, si piensas en toda la inversión que representa lo que tenemos en la fábrica, puedes comprender que los inventarios son dinero. Pero lo que me preocupa es que no llego a entender dónde incluyes el valor añadido.

—Yo también me lo pregunto, y sólo te puedo contar lo que él me ha contado.

—¿Y qué es?

—Él afirma que es mejor no tener en cuenta el valor añadido. Asegura que con eso se acaba la confusión entre lo que es inversión y lo que son los gastos.

—Tal vez entienda Jonah —dice Stacey— que el trabajo no debe formar parte del inventario, porque no vendemos en realidad el tiempo de los empleados. Nosotros «compramos» ese tiempo, en cierto sentido, pero no revendemos ese tiempo al cliente, salvo en el caso de un servicio…

—Oye, un momento —interrumpe Bob—. Si vendemos el producto, ¿no estamos vendiendo igualmente el tiempo de mano de obra invertido en ese producto?

—Sí, pero ¿y los tiempos muertos? —pregunto. Lou interviene para intentar clarificar las cosas.

—Si entiendo bien, todo esto son diversas maneras de llevar las cuentas. Todo el tiempo empleado, directa o indirectamente, productivo o improductivo o lo que se quiera, son
gastos de operación
, según Jonah. Él también lo tiene en cuenta, lo que pasa es que su método es más sencillo y no hay que andar jugando con tantos números.

Bob resopla.

—¿Jugar? Los de fabricación trabajamos duro y no tenemos tiempo para juegos.

—Seguro, estáis ocupadísimos convirtiendo los tiempos muertos en tiempos de proceso de un plumazo —ironiza Lou.

—O los tiempos de proceso en toneladas de inventarios —afirma Stacey.

Siguen con bromas parecidas durante un minuto. Mientras tanto, pienso que ha de haber algo más detrás de esas definiciones. Jonah mencionó la
confusión
entre inversión y gastos. Y nosotros, ¿no estamos lo suficientemente confundidos como para hacer algo que no debemos?… Vuelvo a la conversación cuando habla Stacey.

—¿Y cómo conocemos el valor de los productos terminados?

—Es el mercado quien determina el valor de los productos —dice Lou—. Y para que la compañía gane dinero, el valor del producto ha de ser mayor que la combinación de la inversión en inventarios y los gastos totales de operación por unidad vendida.

En la cara de Bob veo un cierto escepticismo. Le pregunto qué es lo que le preocupa.

—Hombre, es de locos.

—¿Por qué? —pregunta Lou.

—Porque eso no vale, ¿cómo puedes evaluar todo el sistema con sólo tres parámetros?

—Bueno —dice Lou, mientras examina la pizarra—, dime algo que no encaje en uno de estos tres.

—Herramientas, máquinas… —cuenta Bob con los dedos—, el edificio, la fábrica entera…

—Están considerados.

—¿Dónde?

—Pues mira, si tienes una máquina, su amortización son gastos de operación. La parte de inversión que todavía queda en la máquina y que, por tanto, puede ser recuperada si se vende, es inventario.

—¿Inventario? Yo creí que el inventario eran las mercancías, las piezas
y..
. bueno, ya sabes, las cosas que se venden…

Lou sonríe.

—Bob, la fábrica entera es una inversión que puede ser vendida en su momento, y a su justo precio.

—Entonces, inversión es lo mismo que inventario —afirma Stacey.

—¿Y el lubricante de las máquinas? —insiste Bob.

—Gastos de operación; no vamos a vender el aceite al cliente.

—¿Y los rechazos?

—Gastos de operación, también.

—¿Sí? ¿Y los rechazos que vendemos?

—De acuerdo, eso es lo mismo que vender una máquina —responde Lou—. Todo el dinero que perdamos son gastos de operación; toda inversión que se pueda vender es inventario.

—Los costes del inventario son igualmente gastos de operación, ¿no? —pregunta Stacey.

Lou y yo asentimos.

Entonces recuerdo los «intangibles» de un negocio; cosas como el
know-how
, los asesores, la investigación. Se lo expongo, para ver cómo lo clasifican.

El dinero destinado a I + D nos tiene atascados por un tiempo. Luego decidimos que depende, sencillamente, del destino que se les dé a esos conocimientos; si los utilizamos, por ejemplo, para diseñar un nuevo proceso de fabricación, algo que nos facilite transformar el inventario en ingresos, entonces el I + D es un gasto de operación. Si pretendemos vender ese
know-how
, como en el caso de una patente o una licencia tecnológica, entonces será inventario. Pero si el
know-how
forma parte de un producto que la UniCo desea fabricar, entonces es como otra máquina: una inversión para hacer dinero cuyo valor se depreciará con el tiempo. Y, de nuevo, la inversión factible de venta es inventario; la depreciación, gastos de operación.

—Hay algo que no encaja en el esquema —dice Bob—: el chófer de Granby.

—Es un gasto de operación —afirma Lou.

—Sí, hombre, ¿me vais a decir que el chófer de Granby convierte el inventario en ingresos?

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