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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Azabache (6 page)

BOOK: Azabache
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Un riachuelo ancho, tranquilo y poco profundo, desembocaba, perezoso, en el amplio y dormido golfo que formaba, la costa norte de Tierra Firme con la sur de la península, y tras saciar su sed, pasar más de una hora inmersa en sus cálidas aguas y devorar dos docenas de las innumerables papayas y guayabos, el gomero llenó hasta reventar los ya resecos odres que había requisado en el
São Bento
, y se dispuso a iniciar el regreso.

—¡No seas loco! —protestó
Azabache
—. Estás agotado. Espera a mañana.

—Mañana puede ser demasiado tarde —fue la decidida respuesta—. Esa pobre gente está atrapada ahí dentro por mi culpa, y jamás volvería a dormir tranquilo si no acudo en su ayuda.

—La mayoría de «esa pobre gente» no son más que una partida de desgraciados que no dudarían en cortarte en rodajas si se les presentara una oportunidad —sentenció la africana—. Piénsatelo, porque si no estás en perfectas condiciones, al menor descuido te degüellan.

—Correré el riesgo.

—En ese caso voy contigo.

—¡No! —La decisión no admitía réplica—. Esta vez sí que no. Me esperarás aquí, porque yendo solo me moveré más aprisa y más seguro.

Azabache
hizo intención de protestar, pero no tardó en cambiar de opinión puesto que se encontraba demasiado agotada, ya que sin duda había tenido que caminar más durante aquella interminable semana que a lo largo de los cuatro últimos años de su vida. Pareció llegar a la conclusión de que, efectivamente, su presencia no acarrearía más que problemas, y concluyó por tumbarse a la sombra de un hermoso «araguaney» cuyas ramas se inclinaban sobre la corriente, para cerrar de inmediato los ojos y quedarse dormida.

El canario la observó con innegable envidia, a punto estuvo de dejarse vencer por la tentación de imitarla, pero recordó el sufrimiento que debía significar la sed para quienes llevaban tanto tiempo perdidos entre las dunas, y echándose al hombro los pesados pellejos rezumantes, se alejó playa adelante en busca del largo istmo arenoso.

Atravesarlo en pleno mediodía, se le antojó tan agobiante como atravesar las mismísimas puertas del infierno.

Ningún lugar del mundo llegaría a conocer el sufrido cabrero tan tórridamente asfixiante como aquella estrecha franja de tierra en que ahora se encontraba, y es que pocos lugares tan agresivos y calurosos existen sobre la superficie del planeta, dejando a un lado, quizá, las más profundas depresiones del temible desierto sahariano.

Fueron seis horas de marcha durante las que a punto estuvo mil veces de arrojarse al suelo para siempre o dar media vuelta y regresar a tumbarse junto a la negra
Azabache
, y tan sólo su probada fuerza de voluntad y su ansia de salvarle la vida a un puñado de hediondos portugueses que tal vez no dudarían en cortarle el pescuezo, le permitieron mantenerse en pie y avanzar a trompicones advirtiendo cómo a cada paso se hundía en la blanda arena bajo el insoportable peso de los odres de agua.

Una vez más se maldijo por lo bajo.

Y es que una vez más se veía sacrificándose estúpidamente por quienes a todas luces no merecían semejantes sacrificios, lo que le obligó a preguntarse de nuevo hasta cuándo continuaría pensando en los demás sin pensar en sí mismo.

Le había tocado vivir tiempos terribles en un mundo duro y difícil, y en lugar de tratar de simplificar las cosas eludiendo problemas, parecía complacerse en acentuarlos, ejerciendo de salvador hasta de sus propios enemigos.

—«Pronto aprenderé…» —murmuró, como si eso pudiera servirle de consuelo, pese a que tenía la absoluta seguridad de que la conciencia es algo que nunca aprende, puesto que nace y muere con los seres humanos sin cambiar un ápice su esencia.

Luego, a media tarde, rodó desde la cima de un alto médano y perdió el sentido, pero en el fondo lo agradeció, puesto que la reconfortante y dulce figura de Ingrid Grass acudió a su mente con tanta claridad como si acabara de despedirse de ella unas horas antes, pese a que hacía ya años que la poseyera por última vez, y a menudo su rostro parecía querer diluírsele en la memoria.

Hicieron el amor sobre la ardiente arena, abrazó una vez más su estrecha cintura, besó sus pechos, penetró hasta lo más profundo de su húmedo sexo, palpó hasta saciarse la textura inimitable de su piel, se embriagó de su olor, escuchó su voz apasionada y tierna, disfrutó sus caricias, y lloró aun estando dormido, porque ni el sueño fue capaz de hacer que olvidara por completo que su sueño era sueño, y que el doloroso despertar traería aparejada la tremenda amargura de su espantosa separación.

Abrió los ojos con la llegada de las primeras sombras de la noche, y ni su fuerza de voluntad fue capaz de vencer en esta ocasión la necesidad de permanecer largo rato tumbado cara al cielo, evocando aquel hermoso tiempo tan lejano en que se tumbaba de igual modo sobre la verde hierba de las montañas de La Gomera a recordar el maravilloso día que habían pasado juntos, ansiando que llegara a toda prisa el momento de abrazarla de nuevo.

La felicidad no debería existir cuando se corre el peligro de perderla, y como
Cienfuegos
sabía por experiencia que ése era un riesgo inevitable, había llegado a la conclusión de que ser tan inmensamente feliz como lo fuera durante un corto período de su vida, constituía a decir verdad la más infame trampa que el destino pudiera tenderle a un ser humano.

Tanto mejor hubiera sido no acudir aquella tibia mañana a bañarse en la laguna, no descubrir que una diosa desnuda le observaba, no acariciar su piel, besar sus labios, enredarse en su rubio cabello, abrasarse con el ardiente néctar que rezumaba su intimidad, y concluir perdiendo la voluntad y el alma con la plena conciencia de que jamás conseguiría recuperarlas.

—«A veces te odio por quererte tanto…» —masculló, aun a sabiendas de que odiar a quien se ama resulta más difícil que odiarse a sí mismo, pero como si el simple hecho de dar rienda suelta de tan pintoresca forma a sus angustias hubiera contribuido a liberarle de una pesada carga, se puso en pie y encaró decidido los últimos kilómetros que le separaban de la desértica península.

Llegó de noche y avanzó desconfiado por entre los altos médanos, llamando a gritos a Tristán Madeira y a aquellos miembros de la tripulación del
São Bento
cuyos nombres recordaba, pero no obtuvo más respuesta que el lúgubre ulular de una lechuza en celo, y el sollozar del viento muy cerca ya del alba.

A lo largo de la mañana descubrió los cadáveres de dos marinos a los que el escorbuto, la disentería o los malos tratos habían dejado tan sumamente debilitados, que no habían sido capaces de soportar la sed y la fatiga de tan larga caminata.

Luego, ya con el sol cayendo a plomo, distinguió bajo unos arbustos leñosos entre cuyas ramas habían colocado sus ropas en un absurdo intento de conseguir un poco de sombra, a poco más de una docena de sobrevivientes del
São Bento
, y cuando avanzó hacia ellos gritando que traía agua y los vio erguirse casi como cadáveres incrédulos, le alegró descubrir la altísima figura de Tristán Madeira, cuya extrema delgadez le hacía semejar ahora un alto cactus con la punta quebrada.

Constituían un triste espectáculo arrastrándose, gimiendo y alzando los brazos suplicantes, y tuvo que imponer toda su autoridad de hombre armado y el único que se encontraba en aceptables condiciones físicas, para evitar que se destrozaran en su afán por apoderarse de los pellejos de agua.

La repartió como mejor le permitieron las difíciles circunstancias, auxiliando a los más débiles cuya avidez por beber hacía que fuera más el preciado líquido que derramaban que el que llegaban a ingerir, y cuando advirtió que ya no quedaba más que apenas una cuarta parte del total, dio unos pasos atrás y blandió amenazante la espada impidiendo que nadie se acercara.

—¡Basta! —dijo—. Con esto tenéis para llegar al río que está al sur, pasado el istmo.

—Sólo un poco más, por favor… —suplicó el grumete tuerto que había permanecido hasta el último instante frente al moribundo Capitán—. Un último trago.

—¡He dicho que no! —se impuso el cabrero autoritario—. Aún confío en encontrar compañeros que necesiten agua más que vosotros. Descansad el resto del día, porque con la caída de la noche iniciaremos la marcha y el que se quede atrás estará definitivamente perdido.

En total fueron dieciocho tripulantes de la nao de Don Juan II de Portugal los que consiguieron poner pie en las costas de Tierra Firme, aunque la mayor parte lo hicieron tan quebrantados de alma y cuerpo y tan sin ánimo para seguir luchando, que apenas resistieron un par de semanas, y los que al fin sobrevivieron tampoco corrieron mejor suerte, ya que acabaron perdiéndose en la inmensidad de aquel nuevo Continente sin que jamás volviera a encontrarse rastro de ellos.

El escorbuto, la temida avitaminosis que causara tan terribles estragos entre la marinería de la época, los había dejado tan sin defensas tras las prolongadísimas y antinaturales travesías a que les había sometido su tiránico capitán, que exceptuando a un puñado de los más jóvenes que lograron a duras penas reponerse, el resto no fue capaz de resistir el violento choque con aquella Naturaleza hostil y exageradamente tórrida.

El canario
Cienfuegos
pareció comprender bien pronto que en esta ocasión no debía dejarse atrapar de nuevo por un sentimentalismo que no le conduciría más que al desastre, y tomando clara conciencia de la pesada rémora que significaban unos hombres que jamás le habían mostrado simpatía, decidió abandonarlos a su suerte en cuanto abrigó la seguridad de que ya no podía hacer nada útil por ellos.

Tan sólo se despidió del gallego Madeira, que pareció aceptar su marcha sin reproches, y que admitió a su vez que prefería mantenerse junto a los que habían sido durante tanto tiempo sus compañeros de fatigas, a lanzarse a la aventura de seguir al infatigable canario tierra adentro.

—Tú eres joven —dijo—. Y muy fuerte. En mi estado sé que no resistiría tu ritmo más de un día. Es mejor que me quede con ellos confiando en lo que quiera depararnos la Providencia. —Sonrió con amarga tristeza al tiempo que le estrechaba con fuerza la mano en un amistoso ademán de despedida—. Si he de serte sincero —añadió—, hace ya más de un año que considero que estoy viviendo de prestado.

Caía ya la noche, largas sombras se extendían sobre el infinito mar de dunas, y el gomero señaló con firmeza hacia delante.

—Ya sabes el camino: al sur encontrarás el istmo, sigue luego al oeste, y a unas tres horas de marcha alcanzarás el río. ¡Suerte!

Se alejó sin volver ni siquiera una vez la cabeza, temeroso de que su buen corazón le impulsara a convertirse en adalid de una causa perdida de antemano, y marchó hasta el amanecer todo lo aprisa que le permitía la fatiga, esforzándose por no pensar en los que quedaban atrás, concentrándose únicamente en salvar la vida y la de la muchacha que le aguardaba a la orilla del río.

Llegó a éste mediada la mañana, y lo que vio le dejó estupefacto, pues tras atravesar el muro de espesa vegetación que enmarcaba sus márgenes, se enfrentó de improviso a una veintena de aborígenes armados que observaban como hipnotizados a una Azava-Ulué-Ché-Ganvié que aparecía acuclillada contemplando cabizbaja la gran calabaza que habían colocado entre sus piernas.

—¿Qué diablos pasa aquí? —exclamó sin acabar de dar crédito a sus ojos—. ¿Quién es esta gente?

La negra alzó el rostro y sus inmensos ojos negros parecían a punto de anegarse en lágrimas.

—Aparecieron al alba —musitó con voz ronca—. En un principio creí que iban a matarme, pero se pasaron medio día frotándome y metiéndome en el agua como si trataran de despintarme… —Los señaló con un leve ademán de la cabeza—. No acaban de creer que soy negra natural, y al fin me han colocado aquí esperando a que orine.

—¡Pues orina!

—¡No puedo…! —sollozó la infeliz muchacha—. Estoy que me cago, pero no orino.

Cienfuegos
observó con detenimiento los inescrutables rostros de los nativos que no parecían prestarle una especial atención, como si el hecho de determinar si los orines de la africana eran negros o amarillos concentrara por el momento todos sus pensamientos.

No vestían más que una delgada liana con la que se amarraban la punta del prepucio a la cintura, se pintaban el rostro con rayas de colores y se adornaban los lacios cabellos con plumas de papagayo, pero aunque exhibían largos arcos, su aspecto no resultaba en absoluto amenazador, sino que más bien parecían una pandilla de inocentes chiquillos fascinados por un desconcertante misterio que iba mucho más allá de su capacidad de raciocinio.

El gomero hizo intención de dirigirse al más emplumado de los guerreros, que era al parecer quien los comandaba, con la evidente intención de exigir la necesaria explicación a tan absurdo comportamiento, pero el «indio» se limitó a alzar el brazo ordenándole con ademán autoritario que tomara asiento aguardando acontecimientos.

Pasó casi una hora.

Como impasibles estatuas de sal los salvajes parecían no tener la más mínima prisa, y sus rostros de piedra apenas se inmutaban más que para parpadear de tarde en tarde o espantarse una mosca demasiado insistente.

Al fin, nervioso e incapaz de contenerse por más tiempo, el canario exclamó fuera de sí:

—¡Mea, coño!

La africana le dirigió una mirada de reconvención:

—No le riñas —replicó—. No te escucha. El miedo hace que lo tenga más cerrado que ostra en invierno.

—Pues como no lo hagas de una vez y se convenzan de que no orinas tinta, lo vamos a pasar mal.

—¿Crees que es eso lo que esperan?

—Probablemente. Jamás habían visto a una negra, han comprobado que no destiñes, y querrán averiguar si por dentro también eres negra… ¡Lógico!

—Empiezo a odiar tu sentido de la lógica.

Se trataba sin duda de una conversación absurda dadas las circunstancias, pero quizá su propia incongruencia contribuyó a que el nerviosismo que atenazaba a la aterrorizada dahomeyana cediera permitiéndole dar rienda suelta a una natural necesidad fisiológica demasiado tiempo retenida y llenar hasta rebosar generosamente la gran calabaza, lo que provocó una ola de murmullos entre la nutrida fila de atentos espectadores.

Aquel que parecía ser el jefe, se puso entonces en pie, tomó la calabaza, estudió su contenido, lo olió e incluso introdujo un dedo para convencerse de su textura y calor, y concluyó por derramar una parte para que sus compañeros pudieran cerciorarse de que se trataba de puro y simple maloliente pis humano.

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