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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Azabache (9 page)

BOOK: Azabache
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—De acuerdo entonces —aceptó Ingrid Grass dando por concluida la charla—. Mañana le pediré una audiencia a Don Bartolomé para exponerle vuestros deseos. —Se encogió de hombros con gesto fatalista—. Confío en que me reciba.

El otro tomó uno de los pedazos de oro y lo lanzó al aire atrapándolo luego con notable habilidad.

—Esta llave os abrirá las puertas —dijo—. Pero tened algo muy presente: La condición que impongo para entregar las minas, aparte, claro está, del indulto total, es que la Capital de la isla deberá trasladarse a orillas del Ozama para que ningún español vuelva a morirse de asco en esta cochiquera.

—Dudo que acepte —replicó ella con naturalidad—. Lo dudo mucho.

Pero
Doña Mariana Montenegro
demostró en esta ocasión que valoraba en muy poco la ambición y la sed de oro de los Colón, puesto que en cuanto le mostró al secretario privado de Don Bartolomé el contenido de la bolsa, éste le hizo pasar a un lujoso saloncito, dejándole a solas con un individuo de color cetrino, aire astuto y aspecto inquietante, que pareció transformarse en el paradigma de la amabilidad y la simpatía a partir del instante en que colocó sus largas y afiladas manos sobre el preciado metal.

—¡Al fin! —exclamó alborozado—. Estaba seguro de que algo así tenía que existir, pero empezaba a desesperar de encontrarlo. ¿De dónde lo habéis sacado?

Prudentemente, temiendo a cada instante asistir a un estallido de ira del temperamental Gobernador que tantas veces había dado claras muestras de su difícil carácter, la hermosa germana fue exponiendo con notable diplomacia la razón de su visita, y al concluir no pudo por menos que entreabrir la boca en una expresión auténticamente estúpida, al escuchar cómo su interlocutor replicaba en el acto:

—¡De acuerdo!

—¿De acuerdo con qué?

—Con todo.

—¿Con todo? —se asombró.

—Con todo —insistió el mayor de los Colón—. No se me escapa que ese oro es lo que necesitamos para consolidar nuestra estancia aquí y financiar nuevas expediciones en busca del Gran Kan. Y por otro lado, mi hermano, el Virrey, me pidió antes de emprender viaje a España que comenzara a buscar un nuevo emplazamiento para la Capital ya que éste resulta a todas luces ilógico e insalubre… ¿Cuál mejor que en las proximidades de esas fabulosas minas? —Sonrió ladinamente—. Hablaré con el murciano para que retire la denuncia a cambio de una buena suma. —Se puso en pie casi de un salto—. Volved mañana y tendréis firmado el indulto y un documento que acreditará un dos por ciento de todo cuanto se obtenga para Miguel Díaz, y un medio por ciento para vos… —Le besó la mano gentilmente al tiempo que la acompañaba hasta la puerta—. Si ese bendito aragonés no exagera, a partir de este momento podéis consideraros una dama muy rica… —concluyó—. ¡Muy, muy rica!

A partir de media mañana el calor se volvía absolutamente insoportable.

Incluso los resistentes «cuprigueri» habituados desde el día en que nacieron a tan tórridas temperaturas, se sentían al parecer incapaces de soportar el agobiante bochorno, por lo que se dedicaban a buscar un escondido refugio a la sombra, desapareciendo de la vista a plena luz con casi tanta rapidez y habilidad como solían hacerlo con la llegada de las sombras.

Azabache
y
Cienfuegos
tomaban entonces asiento bajo una acacia jugando a descubrir el camuflaje que había adoptado cada uno de ellos, sin que por lo general consiguieran localizar a más de cuatro pese a que tuvieran plena conciencia de que se ocultaban en un radio de no más de quinientos metros de distancia.

—¿Qué es lo que pretenden? —inquirió el tercer día la muchacha, aunque a decir verdad no se la advertía en absoluto inquieta por su incierto destino—. ¿Dónde nos llevan?

—A su poblado, imagino —fue la respuesta del canario—. Supongo que en toda su historia jamás habrán hecho un hallazgo semejante y querrán exhibirnos como a monos de feria… ¿Tienes miedo?

—¿Miedo…? —replicó la africana sorprendida—. No. En absoluto. —Hizo un significativo gesto a su alrededor y añadió sonriendo humorísticamente—: Me encuentro aquí, en el centro de un horno, negra entre blancos y en manos de unos salvajes desnudos y emplumados que tal vez nos conviertan en chuletas, pero aun así debo admitir que no siento el más mínimo miedo. ¿Lo tienes tú?

—Me han ocurrido tantas cosas en los últimos años, que esto casi se me antoja un paseo campestre —admitió el gomero en tono abiertamente fatalista—. Hace tiempo que decidí dejar de preocuparme y lo único que echo de menos es un buen tabaco y mi ajedrez.

—Nunca entenderé esa afición a echar humo o pasarse horas delante de un tablero. Yo sólo sé jugar a tres en raya.

Sabía en efecto, y su diabólica habilidad llegaba a tal punto que, pese a ser sin duda infinitamente más inteligente que ella, el infeliz isleño jamás consiguió ganarle una sola partida, lo cual acababa por sacarle de sus casillas poniéndolo a menudo de un humor de perros, lo que obligaba a estallar en sonoras carcajadas a la despreocupada dahomeyana.

Como no poseían nada en absoluto, la apuesta era siempre un sonoro coscorrón, y hubo días en que al pelirrojo cabrero acababa doliéndole la cabeza de tanto recibirlos, y el alma al advertir cómo los divertidos indígenas celebraban ruidosamente cada victoria de la negra.

—¡No es posible…! —mascullaba una y otra vez mordiendo las palabras—. ¡No es posible! Tienes que hacer trampas…

Pero la única trampa consistía en el hecho de que la africana había logrado inculcarle tal falta de confianza en sí mismo en todo cuanto se relacionaba con el estúpido juego, que el desgraciado canario concluía por atolondrarse y acabar siempre moviendo la piedra más inoportuna.

Por su parte, el largo viaje, sin rumbo fijo y sin meta aparente, constituía una especie de despreocupado vagabundeo por unas tierras en las que amplias zonas de vegetación xerófila alternaban con pequeñas manchas selváticas, tórridos desiertos salpicados de cactus, e infinidad de lagunas a menudo contaminadas por la sucia presencia de un «Mene» que destruía toda forma de vida, y en el transcurso de las dos semanas que patearon de ese modo la región sin más preocupación que encontrar agua clara, cazar loros y monos o atiborrarse hasta casi reventar de huevos de tortuga, apenas distinguieron más que media docena de escurridizas familias de indígenas de aspecto escuálido que se perdían de vista de inmediato entre la maleza, y cuyos poblados se reducían a un tosco enrejado de cañas de una sola vertiente recostado contra un tronco.

Muy al sur se vislumbraba una agreste cadena de montañas, pero los guerreros jamás hicieron intención de aproximarse a ellas, y cuando
Cienfuegos
indagó la razón por la que las evitaban, le hicieron comprender que la sierra pertenecía a una tribu enemiga de la que más valía mantenerse a distancia.

—¿«Caribes»? —quiso saber el gomero—. ¿«Caníbales»?

—No «caribes». No «caníbales». «Motilones».

Poco a poco, el isleño comenzaba a encontrar más y más puntos de contacto entre el dialecto de aquella partida de jóvenes guerreros, y las más rudimentarias formas de expresión del idioma arauco o «azawán» que hablaban los naturales de Cuba y Haití, por lo que llegó un momento en que estuvo en condiciones de entender, aunque con una cierta dificultad, cuanto intentaban explicarle.

Al propio tiempo la negra Azava-Ulué-Ché-Ganvié ponía igualmente de su parte un encomiable empeño en aprender la lengua de aquellas buenas gentes, y cabía suponer que la muchacha había aceptado, con desconcertante naturalidad, la posibilidad de que aquél constituyese su mundo y su futuro de allí en adelante.

—Al fin y al cabo… —señaló un atardecer en que se extasiaba junto a
Cienfuegos
ante la inimitable belleza de las puestas de sol en aquella perdida región del universo—, mi único hogar es aquel en el que duermo, y mi única tierra la que piso. Ya apenas recuerdo el lugar en que nací, y lo único que deseo es olvidar el barco en que me crié. Aquí estoy bien y sé que estaré aún mejor en cualquier parte.

—Yo añoro La Gomera.

—Tú lo que añoras es a la rubia —fue la burlona respuesta—. ¿Por qué no dejas que te prepare un filtro mágico que te permita olvidarla? Vivirías más tranquilo.

—¿Valdría la pena vivir sin recordarla? —Hizo un gesto con la mano mostrando cuanto le rodeaba—. No creo que exista para mí más futuro que este zascandilear estúpidamente de un lado a otro ingeniándomelas siempre para salvar a duras penas el pellejo. ¿Qué sentido tendría soportar tantas calamidades si la olvido? Confiar en que algún día volveré a encontrarme con Ingrid, es lo único que me impulsa a seguir adelante.

—¿Y si ella te ha olvidado?

—Yo vivo de mis recuerdos, no de los suyos —replicó el canario con un leve deje de tristeza en la voz—. No soy estúpido, y no puedo por tanto pretender que una vizcondesa que lo tiene todo se acuerde de los días que pasó junto a un mísero pastor analfabeto al que ni siquiera entendía. Hace ya cinco años que la vi por última vez, y he tenido tiempo de aceptar lo inevitable aunque eso no cambie mis sentimientos.

—Desearía que alguien me amase así algún día.

—Ama tú primero.

—No es fácil. Cuando todo lo que se ha conocido es a un cerdo como el
Capitán Eu
, o aquel pobre muchacho al que obligó a beber plomo derretido, no es nada fácil… —Sonrió divertida—. ¿Sabías que aún soy virgen?

—No. No lo sabía… —El gomero hizo una pequeña pausa y al fin añadió un tanto confuso—: ¿Tiene algún significado especial?

—Para las mujeres de mi pueblo, lo tenía.

—Pero ahora estás muy lejos de tu pueblo —le recordó
Cienfuegos
—. Ingrid no era virgen cuando la conocí, pero jamás existió nadie más perfecto y no creo que un detalle tan nimio pudiera mejorarla… —Giró lentamente la vista hacia el desolado chaparral recalentado por un sol de fuego que se abría ante ellos y añadió guiñando un ojo—: ¿No es una charla estúpida a estas horas y con este calor?

—Probablemente… —La negra hizo un gesto indeterminado a su alrededor como queriendo referirse a los ahora invisibles indígenas—. Ellos parecen estarse preguntando por qué no hacemos el amor.

—Ya me he dado cuenta.

—¿Y por qué no lo hacemos?

—Porque en estos momentos necesito más una amiga que una amante.

—Me gusta ser tu amiga.

—Y a mí que lo seas.

—Y no estoy del todo segura de si me gustaría ser tu amante…

—Ni yo de que lo fueras.

—Creo que este calor nos está reblandeciendo el cerebro…

No obtuvo respuesta, ya que el bochorno había conseguido que los ojos del canario se cerraran, y permanecieron por lo tanto muy quietos, sudando mansamente inmersos en la más gigantesca de las saunas imaginables, tan en silencio como si el universo entero hubiera cesado de improviso de moverse, puesto que las tórridas temperaturas del mediodía en aquella hostil región del noroeste venezolano tenían la virtud de reducirlo todo a una quietud de muerte, en la que ni tan siquiera los sonidos conseguían transmitirse a través de un aire pesado y demasiado denso que parecía no conocer la existencia del viento.

No cantaban las chicharras, no volaban las aves, y hasta las sempiternas moscas se aletargaban, conscientes de que exponerse a los rayos del sol significaría caer fulminadas por el fuego divino, como si el Creador hiciera un alto cada día con el fin de contemplar su obra a plena luz sin desear que nada ni nadie pudiera distraerle.

Luego, cuando la bola de fuego comenzaba a deslizarse perezosamente en su largo camino hacia la noche, las primeras moscas mordían con fuerza los bordes de las fosas nasales, los espíritus regresaban a regañadientes a los húmedos cuerpos sudorosos, se recuperaba muy despacio la conciencia de las cosas, y llegaba el momento de preguntarse por qué maldita razón el ser humano nunca conseguía ser dueño absoluto de sus sueños.

El hermoso rostro de Ingrid se perdía de nuevo en la tibia penumbra de un bosque de montaña, las voces amigas regresaban a sus tumbas, el esperanzador sonido de la campana de una pequeña iglesia se diluía para siempre en la distancia, y una vez más un camino sin veredas ni destino se abría ante ellos para conducirles de parte alguna a ninguna parte.

Pero todo comenzó a cambiar la misma tarde en que desafiando al sol y al asfixiante calor que espesaba la sangre, una figura humana hizo su temblorosa aparición sobre las horizontales bandas de calima que convertían en agua la arena más lejana.

Cienfuegos
entreabrió los ojos y no acertó a admitir que fuera un hombre —un loco más bien que se arriesgaba a morir deshidratado— hasta que no le cupo duda de que avanzaba erguido y sereno, desnudo por completo y sin más adorno que una roja cinta sobre la frente, ni más arma que una especie de larga pértiga que sostenía indolente sobre el hombro.

—¡YAKARÉ!

La exclamación había partido de uno de los diminutos indígenas que había surgido como una aparición de su ignorado escondrijo, y que de inmediato empezó a gritar agitando los brazos, tanto para llamar la atención del lejano caminante, como para despertar de su sueño al resto de los nativos.

—¡Yakaré! —repetía una y otra vez con inusitada alegría y entusiasmo—. ¡«Na uta Yakaré»!

Como si fuera aquél un nombre mágico, de cada arbusto o matojo nació un nuevo guerrero que comenzó a dar saltos y emitir alaridos de igual modo, hasta el punto de que obligaban a creer que el osado caminante que de forma tan estúpida se arriesgaba a caer fulminado por una inevitable insolación, no era un simple ser humano sino una especie de dios viviente que descendiera de los cielos.

Corrieron a su encuentro, lo aclamaron; poco faltó para que lo alzaran en hombros, y durante el corto recorrido hasta el punto en que se encontraban la negra y el canario debieron ponerle al corriente de quiénes eran los extranjeros y dónde los habían encontrado.

Desde el primer momento resultó evidente que el llamado Yakaré era un rey o un príncipe entre los «cuprigueri»; un líder de altivos ademanes, voz pausada, mirar profundo, pese a que tenía los ojos ligeramente estrábicos lo que atraía de forma muy especial la atención sobre ellos, y largos silencios a los que solían seguir palabras muy precisas.

Era significativamente más alto que el resto de sus congéneres y cada músculo de su cuerpo increíblemente delgado y blanco parecía estar tan en tensión como un resorte a punto de saltar.

BOOK: Azabache
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