Read Azabache Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Azabache (2 page)

BOOK: Azabache
9.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero al día siguiente pudo comprobar que el piojoso gordinflón era en verdad mucho más peligroso que la mayoría de los enemigos a que se hubiera tenido que enfrentar hasta el presente, puesto que tras su bonachona apariencia de marrano satisfecho, ocultaba un retorcido espíritu y una aguzada inteligencia que parecía ir siempre diez pasos por delante de su interlocutor.

—¡Vaya, vaya, vaya…! —fue lo primero que dijo en una mezcla de español, portugués y gallego que sonaba falsamente amistoso—. ¡De modo que aquí tenemos a un cangrejito resucitado! ¿Cómo te encuentras, hijo?

—Jodido.

—¡Lógico! Eso de andar a la deriva no es bueno para la salud… ¿Adónde ibas?

—En busca del Gran Kan.

Un leve chisporroteo en los diminutos ojillos color de mar del Capitán Euclides Boteiro evidenciaron que el tema le interesaba vivamente, aunque no por ello movió un solo músculo.

—En busca del Gran Kan… —repitió con estudiada parsimonia—. Difícil empeño para intentarlo en una simple canoa.

—Visto el resultado, sí —admitió
Cienfuegos
.

La respuesta, por lo simple, pareció tener la virtud de desconcertar al portugués por unas décimas de segundo, pero, casi de inmediato, inquirió aparentando no darle demasiada importancia al tema:

—¿Y qué te hizo creer que podrías conseguirlo?

—Rumores.

—¿Rumores…? ¿Qué clase de rumores?

—Lo que cuentan los salvajes: hablan de un señor muy poderoso, grandes ciudades con techos de oro, y bosques inmensos de árboles de la canela.

El voluminoso trasero del
Capitán Eu
se agitó inquieto en el amplio butacón de su hediondo camarote, al tiempo que aprovechaba para rascarse groseramente la entrepierna en la que destacaba, a través del amplio pantalón, un inmenso testículo del tamaño de un coco.

—¿De modo que ciudades de oro y bosques de canela…? —repitió meditabundo y como rumiando las palabras—. ¿Y hacia dónde queda eso?

—Bueno… —señaló el gomero sin comprometerse—. Por lo que tengo entendido hay que sortear varias islas hasta encontrar un estrecho paso entre dos muy grandes. Luego, —todo es más fácil.

—¡Ya…! Y tú conoces el camino.

—Tengo una idea. Me dibujaron una especie de mapa.

—¿Y dónde está ese mapa?

Cienfuegos
sonrió ladinamente al tiempo que se golpeaba con el dedo índice la sien derecha.

—En la arena de una playa, y aquí.

El mugriento y repelente
Capitán Eu
observó irónico al pelirrojo cabrero canario, y sus minúsculos ojillos parecieron querer penetrar hasta lo más profundo de su mente. Por último, y tras un largo espacio de tiempo, durante el que no cesó ni un instante de rascarse el testículo enfermo, negó repetidas veces con aire pesimista.

—¡Mientes! —fue todo lo que dijo.

—¡Por qué habría de hacerlo!

—Porque una cabeza que tiene dentro el derrotero para llegar a Cipango o al Catay, vale un imperio y ningún estúpido la haría colgar del palo mayor, pero la tuya no contiene más que mierda y fantasía. Sabes menos de estas tierras y estos mares que un pinche de cocina. ¡
Azafrán
! —llamó.

La puerta se abrió de inmediato e hizo su aparición la solícita cabeza de la negra:


Azafrán
no…: ¡
Azabache
!

—¡
Azafrán
o
Azabache
, qué coño importa…! —replicó el otro malhumorado—. Jamás consigo recordarlo. Avisa a Tristán Madeira. Tendremos fiesta.

El rostro de la muchacha mostró a las claras su desconcierto, lanzó una larga mirada de conmiseración al gomero y abandonó de nuevo la estancia visiblemente abatida.

A los pocos instantes hizo su entrada un hombre altísimo y escuálido que de tanto inclinar la cabeza para no golpearse con los techos mantenía la barbilla casi pegada al pecho, y antes de que pudiera siquiera abrir la boca, el Capitán Euclides Boteiro se limitó a apuntar al canario con el dedo y ordenarle:

—¡Ahórcalo!

—Lo que usted mande… —replicó el recién llegado con marcado acento gallego.

Extendió la mano con la intención de aferrar a
Cienfuegos
por el brazo, pero éste se apartó levemente al tiempo que comentaba:

—¡Espera,
Ganzúa
! ¿A qué viene tanta prisa?

El larguirucho pareció sorprendido por el extraño apelativo y observó con fijeza a su interlocutor.

—¿De qué me conoces?

—¿Acaso no eres Tristán Madeira, al que todos llamaban
Ganzúa
, segundo timonel de
La Niña
…? —Ante el mudo gesto de asentimiento añadió—: ¿Es que no me recuerdas? Soy
Cienfuegos
,
el Guanche
, uno de los grumetes de la
Marigalante
que se quedaron en el «Fuerte de la Natividad»…

—¡Anda la puta…! —exclamó el otro—: ¡Cómo has crecido, chico! —Le observó con mayor detenimiento—. Pero tenía entendido que todos los del «Fuerte» murieron.

—Todos menos yo.

—¿Y eso?

—Deserté antes de que lo arrasaran y he pasado todos estos años vagando por la zona, aunque aquí, tu Capitán, no quiere creerme.

El maloliente gordo, que por un momento se diría que había dado por concluido el asunto, pareció desorientarse levemente, y observó a los españoles con una clara sombra de sospecha en la mirada.

Al dirigirse de nuevo al larguirucho, su voz mostró una extraña gravedad al inquirir autoritario:

—¿Es cierto lo que dice? ¿Iba contigo en el primer viaje del Almirante?

El otro encogió sus estrechos hombros al tiempo que abría las manos con las palmas hacia arriba en una especie de mudo ademán de impotencia.

—Recuerdo que en la
Marigalante
se coló un polizón gomero pelirrojo que brincaba por el barco como un mono. La barba le cambia mucho, pero no cabe duda de que se parecía a éste.

—¡Soy yo, estúpido! —protestó
Cienfuegos
—. ¿O aún no recuerdas que empuñaba el timón la noche del naufragio? Tú ibas a mi estela, y fuiste el primero en comprender que había embarrancado.

—Eso es cierto. —El llamado
Ganzúa
se volvió al Capitán—. Tiene que ser él —señaló—. Nadie que no estuviera allí conocería ese detalle. —Extendió la mano—. ¡Espera! —pidió—. ¿Quién era el timonel que abandonó la caña esa noche y le castigaron con quedarse también en Haití?


El Caragato
.

—¡Exacto! —ahora sí que alargó los brazos y le apretujó con entusiasmo—. ¡Caray,
Guanche
! —exclamó—. Me alegra verte vivo… —Luego le apartó como para mirarle con especial detenimiento e inquirió—: ¿Seguro que no sobrevivió nadie más?

—El viejo
Virutas
venía conmigo, pero murió un año más tarde en «Babeque».

—¿«Babeque»…? ¿La «Isla del Oro»? —intervino de inmediato el Capitán portugués vivamente interesado—. ¿Qué sabes de ella?

Cienfuegos
se golpeó la sien con el dedo índice al tiempo que sonreía con marcada intención:

—Lo que yo sé, está todo aquí; donde usted asegura que tan sólo tengo mierda y fantasía, pero le juro por mi alma que conozco un lugar en el que cuatro tipos llenaron de polvo de oro un arcón más grande que ése, en menos de un mes.

El marino movió dificultosamente su inmensa humanidad para lanzar una sola ojeada al pesado baúl de tres cerraduras que ocupaba el fondo de su destartalado camarote, y pareció llegar a la conclusión de que aquel desconcertante pelirrojo al que había pescado medio muerto en mitad del océano, podía estar diciendo la verdad.

Se despojó parsimoniosamente de la pringosa gorra de un azul descolorido y sudado, y mientras se entretenía en hacer estallar entre las uñas algunos de los innumerables piojos que las inundaban, inquirió sin alzar la mirada:

—¿Estarías dispuesto a dibujarme el derrotero que conduce a Cipango y al Catay?

—No.

—¿Y a la isla de «Babeque»?

—Tampoco.

—En ese caso, dame una buena razón para que te mantenga vivo, gastando agua y comida, y corriendo el riesgo de que un día te largues y vayas con el cuento de que andamos por aquí…

—Porque usted sabe que dibujar esos derroteros sería tanto como firmar mi sentencia de muerte. —El gomero sonrió de forma tan inocente que se diría que nunca había roto un plato—. Pero lo que sí puedo es ir marcándole el rumbo. Le aseguro que cuando lleguemos estará tan satisfecho de mí, que decidirá perdonarme la vida.

—Lo dudo, pero empiezo a creer que tal vez tengas razón… —Se volvió al larguirucho—. ¿Tú qué opinas?

—Colgarle sería más divertido —fue la insolidaria respuesta del gallego—. Pero lo cierto es que llevamos meses dando tumbos sin resultado, y si en verdad éste es capaz de llevarnos a alguna parte sería conveniente mantenerle con vida.

Pasaron cinco minutos antes de que el
Capitán Eu
concluyera de matar piojos y tomara una decisión.

—Nunca me he fiado de ningún español… —masculló con notorio descontento—. Y creo que ahora hago mal en fiarme de dos, pero correré el riesgo… —Apuntó con un amenazante dedo a Tristán Madeira—. ¡Vigílale! —ordenó—. Si intenta jugarme una mala pasada te cuelgo a ti también… Y ahora marchaos.

Ya sobre cubierta, el canario no pudo por menos que encararse molesto a su compatriota:

—¡Un poco hijo de puta tú, eh…! —le reprochó—. ¿De modo que te parecía más divertido ahorcarme?

—Pero no lo hizo —replicó el otro obligándole a alzar la barbilla hacia el cadáver que pendía de la cruceta—. Si llego a insinuar que te perdone, acabas como ése. —Soltó un reniego—. ¡Maldita sea la hora en que se me ocurrió embarcarme! Nos prometieron honores y riquezas, y no hemos recibido más que insultos y latigazos… Esa vaca marina lo único que desea es gobernar el barco desde el castillo de popa porque con esa tripa y ese culo no puede ni descender por la escalerilla. Las pocas veces que nos aproximamos a tierra a hacer aguada tan sólo permite desembarcar a los más cobardes, sin víveres y casi desarmados, porque él, con la negra, emborracharse, comer como un cerdo y mandar azotar de vez en cuando a alguien, tiene bastante.

—¡Hermoso panorama! —se lamentó el canario sin poder apartar la vista del putrefacto ahorcado—. ¿Y ahora qué hacemos?

—Lo ideal sería encontrar la ruta de Cipango. —Le observó con desconfianza—. ¿De verdad la conoces?

—Tengo una idea.

—¿Estás seguro?

—Más que tú —el canario sonrió ahora a la negra
Azabache
que le sonreía a su vez desde proa—. Y lo que si es cierto, es que yo hablo los dialectos de los nativos, y vosotros no.

—Recuerdo que fuiste el primero que se entendió con los salvajes de Guaharaní —admitió el otro de mala gana—. Y espero que nos sirva de algo… —Siguió la dirección de su mirada y le advirtió señalando a la muchacha—: Ese coñito es propiedad privada del viejo; al último que le puso la mano encima le obligó a beber plomo derretido y cuando se le cuajó en las tripas lo arrojó al agua. Se hundió como una piedra.

El canario pareció levemente desconcertado, y, por último, admitió:

—Jamás se me ocurriría ponerle la mano encima a
Azabache
.

—¿Acaso eres racista?

—¿Racista? —se sorprendió
Cienfuegos
—. En absoluto. Lo que pasa es que parece un chico.

—Pues te aseguro que no lo es —sentenció convencido Tristán Madeira—. Si no fuera por la vaca marina, más de uno le saltaría encima cada noche. —Agitó la cabeza como tratando de alejar un pensamiento que le obsesionaba—. Jamás he conocido a nadie que inspire tanto asco, tanto odio y tanto miedo como ese cerdo —murmuró—. Todos, absolutamente todos cuantos estamos a bordo daríamos una mano por abrirle en canal, pero nadie se atreve… —Le miró de frente—. ¿Por qué?

—No lo sé —admitió con naturalidad el canario—. Aún no le conozco lo suficiente… Ni a vosotros tampoco.

—Nosotros no somos más que un montón de sacos de mierda; incapaces entre todos de tirar al mar a un hediondo saco de manteca. —Lanzó un escupitajo al agua—. ¡Dios! Y yo que me sentía tan orgulloso por haber sido timonel de
La Niña
. —Con un amplio ademán señaló la inmensidad del mar que se abría ante ellos, de un azul añil denso y profundo, y con grandes ondas pacíficas que llegaban del noroeste haciendo cabecear al maltrecho
São Bento
con un lastimoso crujir de huesos—. Y ahora mi consejo es que decidas pronto qué rumbo debemos seguir, porque la paciencia no es la principal virtud del viejo y te juegas la vida.

Cienfuegos
pasó el resto del día y parte de la noche observando el mar y el cielo en un inútil esfuerzo por hacerse una idea de en qué punto del universo se encontraba, y determinar si Haití se mantenía aún frente a la proa ó había quedado definitivamente a sus espaldas.

El sol —que al ocultarse marcaba sin lugar a dudas el oeste— y algunas estrellas de las que su buen amigo Juan de la Cosa le había enseñado a reconocer, constituían por el momento sus únicos aliados, y tomó conciencia de que una vez más tendría que echar mano a todo su ingenio de sobreviviente nato para enfrentarse al nuevo peligro que para su integridad física representaba el cruel y panzudo portugués del inmenso testículo.

El
Ganzúa
parecía tener razón en cuanto había contado con respecto al temido y repelente capitán de un mísero barcucho que hasta cierto punto podía considerarse nave corsaria o buque espía al servicio de la corona portuguesa, puesto que todas sus acciones estaban encaminadas a conservar su privilegiada posición de inflexible tirano de una tripulación a la que se diría condenada a navegar eternamente en busca de un incierto destino.

La vaca marina
en tierra firme no hubiera sido nunca más que un pobre inválido aquejado de una grotesca enfermedad que provocaba hilaridad, puesto que su enorme vientre y su desmesurado testículo le convertían en una especie de ridícula rana sudorosa, pero allí, a bordo del
São Bento
, era rey y señor, suprema autoridad, juez y verdugo, y hasta el último grumete sabía de antemano que una simple sonrisa mal interpretada podía conducirle al cadalso.

Tal vez por todo ello, el astuto Rey Juan le había elegido entre docenas de posibles candidatos, puesto que lo que exigía aquella clandestina empresa no era un hombre valiente, animoso o emprendedor, sino más bien un avieso y paciente observador capaz de pasarse años en el mar sin experimentar la más mínima nostalgia por un lejano hogar o un puerto amigo en el que descansar.

BOOK: Azabache
9.45Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Legs Benedict by Mary Daheim
Swan Song by Crispin, Edmund
Wicked Christmas Eve by Eliza Gayle
Marriage With Benefits by Kat Cantrell
Love on the Air by Sierra Donovan
SHUDDERVILLE FOUR by Zabrisky, Mia