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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Azabache (3 page)

BOOK: Azabache
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La misión de Euclides Boteiro se limitaba por tanto a recorrer miles de millas trazando mapas y analizando posibles «derroteros», estudiando vientos y corrientes, y recabando una valiosísima información que algún día se pondría al servicio de los auténticos abanderados de heroicas empresas.

Y tenía además, y sobre todo, el secretísimo encargo de seguir las huellas de Cristóbal Colón, descubrir sus puertos de apoyo y tratar de adelantársele en la aún incompleta aventura de llegar a los grandes imperios del Este siguiendo el camino del oeste.

Y es que casi desde el mismo día en que don Juan II decidió aceptar los consejos de sus navegantes de rechazar la oferta de Colón de intentar la travesía del «Océano Tenebroso», y para verlo abandonar Lisboa dispuesto a negociar con los españoles, un mal presagio pareció adueñarse de su ánimo llevándole al íntimo convencimiento de que tal vez acababa de cometer uno de los mayores errores de la Historia.

A tal punto llegó su desasosiego cuando tuvo noticias de que el genovés se encontraba ya en tratos con los Reyes Católicos, que incluso le envió tres mensajeros rogándole que regresara a reiniciar las fallidas conversaciones, pero Colón, tal vez por orgullo, o tal vez porque temiera que en realidad lo único que pretendía era deshacerse de él encarcelándole, prefirió continuar en España aunque le costara mucho más tiempo y esfuerzo llevar a cabo su difícil empeño.

El regreso años más tarde de
La Pinta
y
La Niña
con la feliz noticia del descubrimiento de nuevas tierras allende los mares, provocó de inmediato el nacimiento de una sorda ira en el corazón del monarca al tiempo que una profunda frustración en el seno del pueblo portugués, que consideró que en cierto modo la falta de visión de sus mandatarios les había privado de una gloria a la que creían tener derecho por la magnitud de las hazañas de sus navegantes en los últimos tiempos.

Un soberano tan pagado de sí mismo como lo había sido siempre don Juan II jamás supo asimilar la notoria ofensa que le hiciera el Almirante aireando públicamente su error, por lo que dedicó gran parte de su esfuerzo a boicotear o destruir en lo posible los logros de quien tan abiertamente le había humillado.

Colón había demostrado que el «Océano Tenebroso» podía atravesarse, y eso nadie sería capaz de negarlo, pero lo que Colón aún no había conseguido, pese a sus múltiples promesas, era fondear sus naves frente al palacio del Gran Kan, y era en esa tarea donde los portugueses pretendían adelantársele.

Cuatro buques como el
São Bento
habían zarpado por tanto a hurtadillas de los más recónditos puertos de provincias, y sus peculiarísimos capitanes tan sólo tenían una orden concreta que cumplir: hacer lo imposible por conseguir que la bandera de los Avis ondeara en primer lugar en las costas de Asia.

¿Pero a qué distancia se encontraban exactamente aquellas costas, y cómo salvar el inesperado obstáculo que significaban el cúmulo de islas, islotes e islillas que se atravesaban continuamente en el camino?

Para el canario
Cienfuegos
la respuesta a tal pregunta parecía estar muy clara: dondequiera que se encontrase el Gran Kan, tenía que ser muy lejos, dado que ni uno solo de los múltiples indígenas con los que había llegado a tomar contacto a lo largo de aquellos años había oído mencionar que en algún lugar del mundo existiesen poderosos reyes ó enormes ciudades con palacios de oro, pero resultaba a todas luces evidente que, según le advirtiera la negra
Azabache
y le refrendara el flaco
Ganzúa
, admitirlo ante el sanguinario
Capitán Eu
significaría introducir por sí mismo la cabeza en el lazo de la soga.

Con la primera claridad de un alba que le sorprendió recostado en el tambucho de proa, el gomero tenía ya por tanto completamente diseñado en la cabeza el imaginario «derrotero» que el portugués venía buscando, y había llegado al «firme convencimiento» de que, según todos los indicios, no más de dos semanas de navegación debían separarles de las costas de Cipango y el Catay.

—Al fin y al cabo —se dijo—. ¿Quién soy yo para llevarle la contraria a un Almirante…? Si él afirmaba que Cipango está cerca, es que lo está.

—Oeste, suroeste… —fue su firme respuesta por tanto cuando el piojoso Capitán le interrogó sobre la ruta a seguir, evocando quizá con ello las indicaciones de los hermanos Pinzón, que siempre habían asegurado que tal rumbo era el más lógico y el que menos hacía sufrir a las naves durante la travesía del océano.

—¿Oeste, suroeste…? —repitió el gordinflón como en un eco sin dejar por ello de taladrarle con sus porcinos ojillos—. ¿Estás seguro?

—Si el mar y el viento se mantienen así, dentro de cuatro o cinco días emproaremos al oeste para dar con una isla alta y muy verde que dejaremos por babor.

Sucedió entonces una de las cosas más pintorescas de que el gomero tuviera nunca noticia, ya que el viejo marino, que presumía de haber pasado más de cuarenta años navegando, pareció desconcertarse de improviso, se miró las manos, consultó un tatuaje que lucía en el dorso de la diestra, y agitando repetidas veces la opuesta, repitió una y otra vez como en una especie de odiosa cantinela:

—«Babor es la izquierda.» «Babor es la izquierda.» «Babor es la izquierda…» ¡Maldita sea mi alma! Me moriré sin saberlo. ¡Y tú; español de mierda! —le espetó con voz de trueno—, acostúmbrate a la idea de que en mi barco no hay babor ni estribor, sino izquierda y derecha… ¿Está claro?

—Lo que usted mande, Capitán.

—¿Por dónde tendremos que dejar entonces la isla?

El canario dudó, agitó la mano tal como el otro había hecho y al fin repitió convencido:

—Por la derecha.

—¿Por la derecha? —balbuceó el portugués descompuesto y casi babeante—. ¿No acabas de decirme que por babor? Y babor es la izquierda. ¿O no?

—Creo que tiene usted razón, Capitán —se disculpó el canario—. Es que eso es algo que yo nunca he tenido tampoco demasiado claro y ahora, al dudar usted ha hecho confundirme.

—¡Está bien! Lárgate ahora… Y llama a
Azafrán
.

—¿
Azafrán
o
Azabache
, señor…?

—¡A la negra, joder! —explotó el otro—. ¡Y ándate con ojo, que por menos que eso he azotado a muchos!

—Son cosas del viejo… —sentenció poco más tarde Tristán Madeira cuando
Cienfuegos
le comentó el curioso incidente—. Pero no te engañes; que confunda nombres no significa que sea estúpido: es que, simplemente, cuando algo se le atraviesa, se le atraganta hasta el final. Y cuida tu gañote porque si el derrotero que le has dado no concuerda con lo que aparezca por la proa, eres hombre muerto.

La recomendación iba en serio, el canario lo sabía y por ello se concentró en buscar una salida a la difícil situación en que sin duda se colocaría cuando una alta y verde isla no surgiera de la inmensidad del océano en el momento justo.

Azabache
acudió al caer el sol a consolarle.

—¿Tienes miedo? —quiso saber.

—Bastante —asintió convencido—. Ese bestia está deseando hacerme bailar con el que está ahí arriba.

—Te lo advertí. Es un cerdo asesino. Se ha pasado toda la tarde buscando trufas, y ahora ronca como un búfalo. ¡Le odio!

—Si todos le odian tanto, ¿por qué no se ponen de acuerdo y le tiran al mar?

—Porque es el capitán. Y el capitán de un barco portugués, es como un dios.

—Entiendo… ¿Y los botes? ¿No habría forma de robar uno y hacerse a la mar?

—Están sujetos con cadenas y él guarda las llaves. También guarda las armas, su camarote es un auténtico polvorín, y jura que si un día descubriese el más mínimo conato de rebelión, haría saltar el barco por los aires. —La muchacha arrugó la ancha nariz en un simpático ademán que repetía con frecuencia—. Y le creo capaz de hacerlo. Para él, aparte de su barco, nada existe, y la vida de los demás le tiene sin cuidado.

—¿Qué podemos hacer?

—Nada —fue la resignada respuesta—. Nada más que rezar para que Dios te ilumine y encuentres el rumbo justo.

—A mí Dios no me ilumina ni con candil —se lamentó el gomero—. O me espabilo solo, o me jodo… —Se volvió a observar fijamente a la africana—. ¿Realmente estás decidida a dejar el barco y cambiar de vida?

—Esto no es vida y malamente podría cambiarla —le hizo notar la otra—. Con tal de largarme estoy dispuesta a todo.

Cienfuegos
la observó, llegó al firme convencimiento de que decía la verdad, y tras rascarse la barba concluyó por señalar:

—En ese caso, buscaremos la forma de acercarnos a tierra.

—Más fácil te resultaría conseguir que una tortuga abandonase su caparazón —le hizo notar la negra—. El barco es su fortaleza, y el mar su aliado. ¡Mira a sus hombres! Cuanto más adelgazan, más engorda; cuanto más tristes y desesperados están, más orondo y feliz se le ve, y cuantos más mueren, más vivo parece. Es como si se nutriese del mal ajeno, y jamás renunciará a todo eso.

—Pues yo no estoy dispuesto a pasarme la vida a bordo de una pocilga flotante, comiendo galletas agusanadas y expuesto a que cualquier día me cuelguen.

—¿Y crees que a los demás les gusta? Hasta los oficiales me han pedido que lo degüelle cuando lo tengo indefenso, borracho y con la cabeza entre los muslos, pero estoy segura de que lo primero que harían luego sería descuartizarme. Le odian, pero nadie tiene cojones para acabar con él.

—Yo lo haré —le prometió el isleño—. Con tu ayuda, pero sin necesidad de degollarle.

Tres días más tarde el
São Bento
disminuyó de forma notable su andadura, comenzó a escorarse levemente y por último humilló la proa más de lo normal, lo que provocó que el timón variase su eje y se alzase en exceso dificultando la maniobrabilidad de la hasta aquellos momentos docilísima embarcación.

El
Capitán Eu
envió de inmediato a su segundo a las sentinas, y éste regresó con la mala nueva de que el casco estaba permitiendo que se filtrase agua por la aleta de babor, lo que hacía que, al estar la nave dividida en compartimientos, la sección inundada desbalancease el conjunto.

—¡Está bien! —admitió el repugnante gordinflón—. Que achiquen el agua y reparen los desperfectos.

Pero a media tarde un carpintero acudió a comunicarle que el problema era mucho más serio de lo que aparentaba en un principio, dado que no se trataba de que existiesen una o varias vías de agua que pudiesen taponarse, sino que más bien se diría que toda aquella parte de la aleta de babor, justo bajo la línea de flotación, se estaba ablandando y carcomiendo.

—¡No es posible! —estalló él Capitán Boteiro olvidando por unos instantes de rascarse el desmesurado testículo—. El
São Bento
está construido con los mejores robles de Manteigas, y jamás se dio el caso de que uno de esos robles se pudriese.

—Puede que tenga razón, Capitán —admitió asustado el pobre hombre—. Pero lo cierto es que éste se pudrió.

—Ha sido
La broma
—sentenció
Cienfuegos
cuando esa misma tarde la noticia corrió entre la tripulación como reguero de pólvora—. Y si no se la ataja, convertirá la nave en un pedazo de pan mojado.

—¿
La broma
? —repitió un ceñudo contramaestre desconcertado—. ¿Qué diablos es eso?

—Un animalejo que pulula en estas aguas; una especie de carcoma de mar que se fija a los cascos y los va taladrando hasta convertirlos en un colador. El viejo
Virutas
, el carpintero de la
Marigalante
, lo descubrió hace tiempo.

La vaca marina
no pudo por menos que alarmarse ante semejante noticia, y dado que esa misma noche nuevos agujeros habían hecho su aparición en otras zonas del casco, mandó llamar al canario y le espetó sin más preámbulos:

—¿Qué invento de mierda es ese de
La broma
? —quiso saber—. ¿De dónde lo has sacado?

—No es ningún invento, señor… —replicó impertérrito el gomero—. Es algo muy serio. Del mismo modo que no me creería si le cuento que en estas tierras existen lagartos de más de tres metros que se comen a la gente, minúsculas arañas que matan de un solo picotazo, o invisibles
niguas
que anidan bajo las uñas y acaban gangrenando una pierna, tampoco me creería si le digo que esa maldita
broma
puede descomponer un barco en tres semanas.

—¿Lagartos que se comen a la gente…? —se asombró el otro.

—¡Lo juro! —afirmó el isleño seriamente—. Una vez cincuenta de ellos me mantuvieron toda una noche subido a un árbol. Verá usted, iba yo vadeando tranquilamente una laguna, cuando de repente…

El relato de sus andanzas por las selvas tropicales, su encuentro con los caimanes y su posterior rescate por un amable indígena que le enseñó a sobrevivir en la más hostil de las junglas, resultó tan sincero y fascinante, que el seboso portugués no pudo por menos que admitir que resultaba de todo imposible que alguien se hubiera inventado todo aquello y diera tal cúmulo de detalles sin haberlo vivido.

—¡Diantre…! —refunfuñó al fin—. Nunca imaginé que este mundo fuera en verdad tan diferente al nuestro. Durante mis viajes a las costas africanas me hablaron de esa especie de lagartos, enormes, pero siempre supuse que se trataba de fantasías de negro.

—Pues es cierto, señor. Tan cierto como que se va a quedar sin barco a poco que se descuide.

—¿Encontró ese tal
Virutas
algún remedio contra
La broma
?

—Untaba de pez el casco, pero no sé si daba resultado…

Una vez más, el obeso
Capitán Eu
se despojó de la gorra y comenzó a aplastar piojos ensimismándose hasta el punto de olvidarse de la presencia del canario, que permaneció expectante y como distraído, intentando dar la impresión de que no le importaba demasiado la decisión que pudiera tomar con respecto al destino del buque.

Al fin, al cerciorarse de que el otro parecía haberse sumergido en una especie de abstracción tan profunda, que se diría que se había olvidado del mundo, salió furtivamente del camarote y fue a reunirse con
Azabache
que le aguardaba a proa.

—¿Y bien? —quiso saber la muchacha.

—Creo que o mucho me equivoco, o se apresurará a buscar una tranquila playa en la que varar el barco y reparar los fondos.

—¿Continúo haciendo agujeros?

—Déjalo por el momento. Si te descubrieran todo el plan se vendría abajo y acabaríamos colgados. Ahora lo único que debemos hacer es esperar.

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