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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Azabache (10 page)

BOOK: Azabache
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Saludó a
Cienfuegos
con un leve ademán de la cabeza y clavó los inquietantes ojos en
Azabache
como queriendo hacerse de inmediato una idea exacta de qué clase de espécimen viviente tenía ante sí.

A la dahomeyana le temblaron las piernas.

Pareció perder de improviso aquel desvergonzado desparpajo que constituía desde siempre el signo más marcado de su carácter, y permaneció tan quieta como un gorrión hipnotizado, permitiendo que el recién llegado la estudiara como si se tratara de un animal de feria o un objeto puesto en venta.

Por último, el nativo se acuclilló permitiendo que el resto de los guerreros hicieran corro en torno suyo, y desentendiéndose por completo del pelirrojo y la muchacha mostró la larga pértiga que cargaba al hombro, y que sus compañeros inspeccionaron con profunda admiración y evidente entusiasmo.

—¿«Auca»…? —inquirió uno de ellos.

Yakaré le hizo notar que no era totalmente redonda, sino más bien aplastada aunque simétrica y pulida hasta parecer casi brillante, y afirmó con la cabeza al tiempo que admitía con un leve tono de orgullo en la voz:

—«Auca».

El que la tenía en la mano cerró un ojo y aplicó el otro a su extremo alzándola al cielo, y fue entonces cuando
Cienfuegos
reparó en el hecho de que no se trataba de una simple pértiga, tal como había creído en un principio, sino que se encontraba taladrada por un largo agujero central, lo que le hacía semejar el cañón de un arma de fuego.

Le hubiera gustado examinar aquel extraño y desconocido objeto más de cerca, pero prefirió concentrarse de momento en tratar de traducir el pausado relato que el inesperado visitante comenzaba a hacer de su al parecer agitadísimo viaje.

En resumen, y aunque hubo infinidad de detalles que no consiguió descifrar en su totalidad, el gomero llegó a la conclusión de que el tal Yakaré había iniciado tiempo atrás una larga caminata que debía conducirle a la obtención de una de las ansiadas «cerbatanas» de fabricación particularmente esmerada de la lejana tribu de los «Aucas», así como a la consecución de la fórmula de un veneno cuyo secreto guardaban celosamente unos misteriosos y escurridizos individuos a los que llamaba «Curare Maukolai», lo que en una traducción bastante libre debía significar algo parecido a «Los Dueños del Curare».

Ahora, tras años de vagabundeo enfrentándose una y otra vez a infinitas aventuras y peligros, regresaba desde las márgenes «Del Gran Río en el que nacen los Mares», y aunque traía consigo una de aquellas preciadas «cerbatanas» y una calabaza repleta de negra pasta que debía ser sin duda auténtico «curare» de la mejor especie, se veía obligado a admitir que para obtener el secreto de la fórmula tendría que haberse traído a cuestas a un pesado «Curare Maukolai», a lo cual se habían opuesto fieramente los miembros de su tribu.

Resultaba a todas luces evidente, no obstante, que para los fascinados «cuprigueri», tenían mucha más importancia los logros y hazañas de su héroe que su único fracaso, y se mostraban particularmente excitados con el contacto de la preciada «cerbatana», hasta el punto de que lanzaron nerviosos gritos de entusiasmo cuando su dueño introdujo en ella un largo y afilado dardo para derribar de un único y seco soplido a una alborotadora cotorra que parloteaba a más de veinte metros dé distancia.

Al canario le asombró la mortal eficacia de tan desconcertante, silenciosa y peculiar arma ofensiva, por lo que no pudo por menos de extender la mano y solicitar con un gesto que le permitiesen observar de cerca el negro betún en que el nativo había humedecido la punta del dardo.

Lo estudió con incrédulo detenimiento, y le sorprendió luego advertir cómo
Azabache
lo analizaba a su vez, oliéndolo y palpándolo.

—¿Lo conoces…? —quiso saber.

—No —admitió honestamente la dahomeyana—. Pero apuesto a que está hecho de veneno de serpiente, mezclado con raíces y resinas y cocido a fuego lento. —Comenzó a tartamudear al advertir que los estrábicos e inquisitivos ojos estaban ahora fijos en ella—. Con tiempo podría conseguir algo parecido. —Se diría que se había ruborizado aunque dado el color de su piel resultaba casi imposible asegurarlo—. Aún recuerdo algunas de las enseñanzas de mi abuela… —concluyó nerviosamente.

—¿Te gusta el «indio»? —inquirió
Cienfuegos
divertido por su azoramiento.

—Me asusta.

—No —sentenció el isleño convencido—. No te asusta aunque tenga aspecto de ser un guerrero especialmente temible. Te gusta.

—¡Vete al diablo!

El otro no pudo evitar que se le escapara una corta carcajada:

—Como quieras —admitió—. Pero te conozco lo suficiente como para saber lo que pasa por tu lanuda cabeza. —Le guiñó un ojo con picardía—. Te gusta y le has impresionado.

—Será porque nunca ha visto a una negra.

—Tampoco yo había visto ninguna y lo único que se me ocurrió pensar es que estaba sucia… —le recordó para añadir con manifiesta intención—: Los otros lo tratan como a un príncipe: tal vez llegues a reina en estas tierras.

—¿«La Reina Negra de los Salvajes Blancos…»? —inquirió ella con marcada intención—. ¡Tendría gracia habiendo empezado como esclava de un cerdo portugués…!

—La vida da muchas vueltas… Y si no que me lo digan a mí que empezando de mísero cabrero en una isla eternamente primaveral, he llegado a convertirme en próspero dueño de una espada y un taparrabos en mitad de la tierra más caliente del mundo. —Le golpeó con afecto la pierna—. ¡No te inquietes! —pidió—. Llegaremos muy lejos.

—¿Más aún…?

—¡Mucho más! —replicó el canario divertido—. Llegaremos donde no llegó nadie… —Reparó en que los ojos de todos los indígenas estaban clavados en él, y arrugando cómicamente la nariz señaló con el dedo a la africana al tiempo que exclamaba en tono ampuloso—: ¡
Azabache
gran «Curare Maukolai»!

Los «cuprigueri» le observaron estupefactos, se volvieron luego a escudriñar a la muchacha con una extraña mezcla de incredulidad y admiración, y, por último, uno de ellos inquirió con timidez:

—¿Gran «Curare Maukolai»…?

—La mejor de Africa.

—¿Estás seguro…?

—¡Lo que yo te diga! En un tris-tras prepara un «Curare» de chuparse los dedos.

Resultó evidente que los pobres aborígenes no tenían muy claro a qué demonios se estaba refiriendo, y tuvo que ser la propia Azava-Ulué-Ché-Ganvié la que interviniera escandalizada.

—¿Pero qué dices…? —masculló entre dientes—. Yo no sé cómo se prepara ese veneno.

—Acabas de decir que puedes conseguir algo parecido… Al fin y al cabo, un veneno es siempre un veneno.

—¡En absoluto! —protestó la dahomeyana—. En mi país se fabrican muchísimos, pero cada uno sirve para algo distinto y actúa de modo diferente, desde el que licúa la sangre, hasta el que paraliza el corazón, y desde el que fulmina en el acto, hasta el que tarda meses en consumir a una persona.

—Pues ya has visto que éste fulmina en el acto.

—A un animal pequeño, sí —admitió la muchacha—. Pero por lo visto es un animal destinado al consumo. ¿Sabes lo que ocurriría si el veneno tuviera demasiada fuerza…?: que el que se lo comiera también acabaría muerto. No es tan fácil —concluyó convencida—. ¡Nada fácil!

—Yo sé que lo conseguirás…

—¿Y quién probará los resultados…? ¿Tú?

—¡Hombre…! ¡Tanto como eso…!

La negra señaló con un ademán de la cabeza a los indígenas que permanecían pendientes de sus palabras aunque no las entendieran en lo más mínimo.

—¿Quién entonces? ¿Ellos? ¡A ver qué cara pondrían si empezaran a morir por mi culpa…! —Movió de un lado a otro con ademán pesimista la cabeza—. Necesitaría meses para encontrar la fórmula. —Chasqueó ahora la lengua como pretendiendo recalcar más aún la intensidad de su escepticismo—. Mi abuela distinguía los venenos tan sólo con olerlos y señalaba en el acto cómo actuaba cada uno, pero yo era entonces una niña y no tuve tiempo de aprender.

—¿Lo intentarás al menos? Para estas gentes ese secreto parece tener mucha importancia.

Ella indicó con la barbilla el ave que uno de los nativos se entretenía en desplumar pacientemente.

—¡Ya lo creo que debe tenerla! —admitió—. Por mucho que en Dahomey sepamos de venenos, jamás se nos ocurrió usarlos de forma tan ingeniosa: un minúsculo dardo que surge en silencio de un canuto, y que es a la vez mortífero y traidor. ¿Lo habías visto antes?

—Nunca —admitió el canario—. Y lo cierto es que no me gustaría enfrentarme a alguien que empleara esa forma de guerrear. —Se volvió a Yakaré e inquirió en su idioma—: ¿«Aucas» lejos?

El otro asintió muy serio marcando un punto a sus espaldas.

—¡Muy, muy lejos…!

—¡Pues menos mal…!

Al poco reiniciaron la marcha, y muy pronto
Cienfuegos
cayó en la cuenta de que no se trataba ya del interminable vagabundeo exploratorio sin destino concreto de los días anteriores, sino que los «cuprigueri» parecían tener ahora una idea muy clara de cuál era el rumbo a seguir y hacia dónde se dirigían, como si la aparición de Yakaré tuviera la virtud de trastocar sus planes o hubiese despertado en ellos un súbito interés por regresar a sus hogares.

Durante casi una semana anduvieron por tanto a buen paso, e incluso las inevitables siestas de los calurosos mediodías se redujeron de forma notable, ya que era ahora el estrábico de la larga cerbatana quien marcaba la pauta y podría creerse que estaba hecho de acero, dado que conseguía mantener durante horas un ritmo endiablado sin probar un sorbo de agua ni dar la más mínima muestra de fatiga.

Era evidentemente un tipo extraño; uno de esos individuos que sobresalen de inmediato de entre la masa de cuantos le rodean, atrayendo la atención aun sin necesidad de hacer un solo gesto inapropiado o pronunciar una palabra más alta que la otra, y al canario no le extrañó por ello que la negra Azava-Ulué-Ché-Ganvié se fuera enamorando más y más de él a medida que pasaban los días.

Resultaba ya inútil que intentara fingir que tan sólo le interesaba «como un salvaje diferente», puesto que se la diría fascinada por cada detalle y cada ademán de aquel cuerpo delgado y fibroso dotado de una energía interior inagotable, pero eran sobre todo los ojos del indígena: aquella mirada inclasificable que parecía converger sobre las personas y las cosas desde dos puntos distintos, lo que con más fuerza mantenía atrapada a la muchacha, a quien se diría capaz de dar su mano izquierda por adivinar el auténtico significado de tan inquietante forma de quedarse contemplándola durante largos minutos.

—No debiste decirle que entiendo de venenos… —se quejó una noche a
Cienfuegos
—. Ahora nunca podré saber si le intereso como mujer o tan sólo como «Curare Maukolai».

—Cuando te mira a los ojos probablemente está pensando en si serás capaz de fabricar venenos, pero cuando te mira al pecho o a los muslos seguro que piensa en otra cosa.

Fuera cual fuera la actitud del estrábico hacia la africana, cambió sin lugar a dudas la mañana en que de improviso el guerrero que marchaba en primer lugar dio un brusco salto lanzando un grito que provocó la inmediata desbandada de cuantos le seguían.

—¡«Cuama»! —exclamó horrorizado—. ¡«Cuama»!

Era como si hubiese mencionado en verdad al mismísimo demonio, ya que incluso el impávido Yakaré pareció impresionado, y todos formaron un amplio y prudente círculo en torno a un claro entre los matojos, en cuyo centro destacaba, desafiante y agresiva, una delgada serpiente de no más de metro y medio de largo, piel grisácea y aplastada cabeza en la que tan sólo destacaban dos ojillos furiosos y unos curvos y afilados colmillos de aspecto amenazante.

Ni uno sólo dé los aborígenes hizo ademán de atacarla con sus largas flechas o sus afiladas lanzas de oscura madera, como si tan sólo el hecho de intentar acabar con ella significase correr un serio peligro, y el que se encontraba más cerca del canario le aferró con fuerza el antebrazo retirándole hacia atrás prudentemente.

—¡«Cuama» muerte! —musitó con voz ronca.— ¡Muerte terrible! —concluyó como si fuera aquélla la más indiscutible de las aseveraciones.

Todos iniciaron entonces un prudente repliegue destinado a rodear al peligroso ofidio evitando su ira, pero en ese mismo instante la dahomeyana comenzó a emitir un curioso sonido en cierto modo semejante al que utilizan algunos arrieros para tranquilizar a sus animales, aunque entremezclado con suaves silbidos de imprecisa e inquietante modulación, al tiempo que iniciaba un lento pero decidido avance chasqueando los dedos de la mano izquierda que mantenía lo más alejada posible de su cuerpo.

—¿Qué haces? —se escandalizó el gomero—. ¿Té has vuelto loca?

—¡Calla! —fue la serena respuesta—. ¡No te muevas y calla!

Continuó su marcha observada con asombro por la atemorizada partida de nativos que no se atrevían a mover siquiera un músculo, y cuando Yakaré aventuró el gesto de cargar su cerbatana, la negra se lo impidió con una seca mirada autoritaria.

El ofidio se había alzado aún más sobre su firme cola, y aparecía ahora pendiente del chasquear de los dedos a la par que se diría que los extraños sonidos la aturdían, desconcertándole, como si dudase entre a cuál de aquellos dos puntos, la mano o la boca, debería dedicar preferentemente su atención.

Centímetro a centímetro,
Azabache
siguió avanzando sin cesar ni un solo instante en sus gestos hasta que de improviso, y con tal velocidad que ni el más atento de sus fascinados testigos pudo determinar cómo había ocurrido realmente, dio un paso adelante, lanzó la mano derecha como si de un rayo se tratara y atrapó al animal justamente por debajo de las mandíbulas permitiendo que el resto del cuerpo se la enroscara al brazo sin experimentar por ello el más mínimo temor o aprensión.

Con la temible cabeza emergiendo entre sus dedos, hizo un gesto al indígena más próximo para que le alargase una calabaza, apoyó contra su borde los afilados colmillos, presionó con fuerza y consiguió que la bestia expulsase un pequeño chorro de un líquido de color marrón oscuro.

Dejó la calabaza en el suelo, arrancó un pedazo de liana, y valiéndose de una sola mano maniató con increíble habilidad la boca de su enemiga para dejarla caer a sus pies con la actitud de quien se libra de un trasto inútil.

—¡Dios bendito! —acertó a exclamar el impresionado
Cienfuegos
—. ¡Vaya par de cojones!

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