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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Azabache (5 page)

BOOK: Azabache
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—No.

—¿En ese caso no estás seguro de que sea tierra firme?

—En absoluto.

—¿Por qué le has dicho entonces que no es una isla?

—Porque él tampoco lo sabe. Ni la tripulación. Le perderán el miedo, y sin miedo esa bola de grasa es más inofensiva que un sapo en una charca.

La muchacha se detuvo un instante, meditó en cuanto acababa de oír, inclinó levemente la cabeza y comentó con aire divertido.

—¡Me gusta! Tal vez nos muramos de hambre y sed pero imaginar el pánico que debe sentir en estos momentos la vieja foca me compensa por todas las calamidades que podamos pasar. —El se había detenido también volviéndose a observarla y le guiñó un ojo con picardía—. ¿Qué haremos ahora? —quiso saber.

—Caminar.

—¿Hacia dónde?

—Hacia el sur. Siempre hacia el sur. —Escupió hacia el cielo e indicó con un gesto la dirección que había tomado la saliva—. Aquí el viento siempre sopla del norte: del mar al interior. Estos médanos deben haberse formado por tanto con la arena de la playa que el viento ha ido empujando tierra adentro. Cuanto más nos alejemos de la costa, más posibilidades habrá de encontrar un lugar que las dunas no hayan invadido aún y exista agua. —Hizo un imperativo gesto con la cabeza—. ¡Así que en marcha!

—¡Eres un tipo listo! —admitió la africana obedeciéndole con paso un tanto tambaleante ya que estaba acostumbrada a caminar sobre una cubierta siempre inestable—. ¡Condenadamente listo!

—Es que he decidido no morirme sin volver a Sevilla:

—¿A dónde?

—A Sevilla; una ciudad del sur de España en la que me espera una mujer.

—¿Cuánto hace que te espera?

—Cinco o seis años… No estoy seguro. Perdí la noción del tiempo.

—¡Pues sí que tiene paciencia! Yo jamás esperaría a un hombre ni seis días.

—Es que tú no sabes lo que es el amor.

—Sí que lo sé —replicó ella extrañamente seria—. Es lo que sentía por un gaviero de Coimbra al que el gordo obligó a beber plomo derretido porque nos vio juntos. —Hizo una corta pausa y chasqueó la lengua como si se tratara de una travesura infantil ya olvidada—. Entonces yo era muy joven —añadió—. Nunca me volverá a ocurrir.

El canario se volvió a mirarla, fue a decir algo, pero no llegó a hacerlo porque de improviso se detuvo y se quedó observando un punto a su espalda.

—¡Mira! —señaló.

Azabache
obedeció y no pudo disimular un gesto de preocupación al advertir que media docena de hombres les seguían.

—¡Corramos! —exclamó de inmediato haciendo ademán de iniciar la huida, pero el cabrero la detuvo aferrándola firmemente por el brazo.

—¡Espera! —le tranquilizó—. No es que nos persigan; es que se marchan.

—¿Se marchan? —repitió incrédula.

—Exactamente.

—¿Por qué?

—Por lo mismo que nosotros: ya no le temen al viejo piojoso. Saben que en tierra ha perdido su poder.

—¿Les esperamos?

El cabrero negó mientras indicaba cuanto les rodeaba:

—Dos personas pueden arreglárselas para sobrevivir en un lugar como éste; cuarenta, no, y me juego la cabeza a que antes de que se oculte el sol, el Capitán Euclides Boteiro se habrá quedado completamente solo.

Cienfuegos
se equivocó en sus cálculos, puesto que los oficiales aguardaron hasta que las primeras sombras de la noche comenzaron a deslizarse mansamente sobre el petrificado mar de dunas amarillas, para escabullirse furtivamente sin tener que soportar la porcina mirada de reproche de su tiránico jefe. Tal precaución resultaba no obstante por completo innecesaria, ya que hacía más de tres horas que éste parecía absolutamente ajeno a cuanto pudiese ocurrir, permaneciendo con la vista clavada en el ancho mar que nacía a sus pies y fuera del cual se sentía tan indefenso y torpe como una auténtica morsa.

Constituía una extraña visión aquella inmensa mole de grasa y mugre apoltronada en un sufrido sillón de enormes brazos, con su gigantesco testículo inflamado colgando entre dos fláccidos muslos, abandonado en la cima de un médano que iba cambiando de color minuto a minuto, y a no más de un centenar de metros de distancia de un desvencijado navío que comenzaba a escorarse a medida que la marea descendía.

Hubiera resultado empeño inútil tratar de preguntarse qué era lo que estaba pasando en aquellos momentos por su mente, puesto que lo más probable es que se le hubiera quedado completamente en blanco, tan en blanco como la de un tiburón al que hubiesen arrancado violentamente del agua imposibilitado de lanzar una sola dentellada o avanzar ni siquiera un centímetro pese a la portentosa fuerza de su cola.

Estaba muerto y lo sabía. Muerto en vida pese a que todavía respirase y continuase respirando aún durante horas, puesto que al temido Capitán Euclides Boteiro le resultaba casi imposible valerse por sí mismo, y abrigaba el pleno convencimiento de que tratar de regresar al
São Bento
hubiese significado rodar como un cómico melón colina abajo.

Un postrer residuo de dignidad, oculto sin duda en el más recóndito rincón de su conciencia de capitán de barco, acudió por unos instantes en su ayuda, pero al poco no pudo evitar sentir una insondable lástima de si mismo, y cerrando los ojos permitió que las lágrimas corrieran libremente por sus sucias mejillas.

Fue una larga noche la que pasó en la cima de la duna, primero terriblemente a oscuras y más tarde iluminado apenas por un último despojo de luna, sin más compañía que el rumor de las olas, la suave canción del viento, y el lastimoso crujir de las cuadernas del
São Bento
que, al quedar en seco con el descenso de la marea, semejaba una inmensa ballena a la que su propio peso estuviera aplastando contra la arena.

Le dolió escuchar los estertores de muerte de su barco, ya que pese a que fuese sin duda el más mugriento, maloliente y desvencijado de cuantos hubiesen surcado los océanos, era lo único que realmente había poseído a todo lo largo de su mísera existencia; su hogar, su reino y su refugio.

Al alba le venció la fatiga, le despertó un sol tempranero que le abrasaba los piojos, y cuando buscó la sombrilla descubrió que aparecía clavada a unos diez metros de distancia, dando sombra ahora a un rapazuelo que, sentado en la arena, le observaba fijamente con su único ojo.

—Así que has vuelto a verme morir —musitó con voz ronca, y ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—. Eso no impedirá que seas tuerto el resto de tu vida.

—Más vale tuerto vivo, que cerdo muerto, y usted es un cerdo al que el sol le va a achicharrar los sesos… —Agitó la cantimplora que el Capitán Euclides Boteiro había tenido junto a sus pies y añadió secamente—: A medio día me ofrecerá un ojo a cambio de un sorbo de agua.

—Eres un pequeño hijo de puta.

—Tuve el mejor maestro.

No volvieron a pronunciar ni una sola palabra, limitándose a permanecer muy quietos, frente a frente, el uno derritiéndose bajo el sol de fuego, y el otro tan inmóvil como si se hubiese convertido en un ídolo de piedra sin más rastro de vida que aquel único ojo en cuyo fondo podía leerse un odio infinito.

La desesperante agonía del grasiento y hediondo Euclides Boteiro, capitán del
São Bento
, duró tres largos días, durante los cuales no hizo más gesto que cerrar los párpados para llorar, abrirlos para observar a su verdugo, o bajar de tanto en tanto la vista hacia el despanzurrado casco de su barco.

Murió cuando ya el verde y cristalino mar de la ensenada penetraba mansamente hasta el corazón de la nave a través de los innumerables destrozos que ella misma se había causado al aplastarse, y tuvo una muerte, que aun terrible, no bastó ni con mucho para compensar todo el mal que había causado a su paso por el mundo.

El grumete, que apenas había hecho tampoco más gesto en ese tiempo que beber de tanto en tanto un corto sorbo de agua, permaneció aún más de dos horas observando aquel inmenso cadáver que casi de inmediato comenzó a corromperse, y cuando el zumbido de un millón de moscas le hicieron comprender que no le quedaba ya por saborear ni una sola gota más de su dulce venganza, se puso lentamente en pie y emprendió sin prisas la marcha en pos de sus compañeros de martirio.

El esqueleto de un carcomido navío y una montaña de grasa que se iba derritiendo bajo el furibundo sol del trópico, quedaron para siempre allí como inquietantes monumentos a la maldad humana.

El calor, lejos ya de la costa y sus refrescantes vientos, reflejándose el sol sobre el blanco violento de las dunas, resultaba tan agobiante, que ni la negra
Azabache
, nacida en las tórridas y húmedas tierras dahomeyanas, ni incluso el cabrero
Cienfuegos
que se había achicharrado por días y semanas sobre una tosca canoa en mitad del Mar de los Caribes, conseguían resistirlo, hasta el punto de que tuvieron que tomar la decisión de dormir de día y caminar de noche.

Debía hacer años que no llovía en la región, y el aire, seco y polvoriento, hacía daño al aspirarlo irritando las fosas nasales y engañando a la vista, ya que una densa calima impedía distinguir cualquier accidente del terreno que se encontrara a más de una legua de distancia, por lo que del alba al ocaso permanecían atrapados en la magia de aquel paisaje de temblorosos contornos en el que resultaba imposible diferenciar el espejismo de la realidad, y donde vivir era como soñar que se vivía, mientras conciliar el sueño constituía la única forma factible de mantenerse vivo.

Y del ocaso al alba intervenían los fantasmas, puesto que la débil luz de las estrellas jugaba a cambiar las dunas de lugar o a camuflar los estilizados y agresivos cactus de terribles púas, que de improviso se alzaban como nacidos de la nada obligando al desprevenido caminante a lanzar un alarido de dolor y un sonoro reniego.

Y es que podría creerse que los espinosos cardones, altos, flacos, oscuros y acorazados habían sido elegidos por la astuta Naturaleza para acabar de convertir aquella tierra en el lugar más inhóspito del planeta, desanimando de ese modo a los audaces que pretendieran descifrar de noche los secretos que les estaban vedados bajo la tórrida luz del día.

¿Pero qué clase de absurdo secreto podía ocultar tan infinito montón de ardiente arena?

—Ninguno… —fue la firme respuesta del gomero a la pregunta de
Azabache
—. Es tan sólo un capricho de la Naturaleza, que se divierte en demostrar que junto a una isla verde, húmeda y lujuriante en la que todas las formas de vida son posibles, es capaz de crear esta especie de infierno alucinante. —Se encogió de hombros con gesto de impotencia—. Lo hace por joder.

—A menudo hablas del mar, la tierra, las nubes o las estrellas, como si se tratara de seres vivos dotados de inteligencia y voluntad —le hizo notar la negra—. Y eso es absurdo.

—¿Te lo parece? —se sorprendió el isleño—. Más absurdo se me antoja imaginar que son elementos inanimados, que están ahí sin razón aparente, y que no pueden escucharnos, hacernos compañía o compadecerse por nuestros sufrimientos. Yo me crié en las montañas de La Gomera y descubrí que unos días amanecían tristes y otros alegres. De igual modo el mar cambia de ánimo en cuestión de minutos, y las nubes se divierten o se enfadan según les sople el viento. He pasado tantísimo tiempo solo, que si no supiese que puedo hablar con las cosas y me entienden, acabaría por volverme loco.

—Tú jamás podrás volverte loco —sentenció la africana convencida—. Ya lo estás de remate, pero lo que te agradecería es que si crees que la Naturaleza te escucha, le supliques que deje de hacernos la puñeta, porque cambiar el
São Bento
por este arenal es como escapar de la sartén para caer al fuego.

Pero aquella Naturaleza no escuchaba y se vieron obligados a pasar cinco días acurrucados bajo la mísera sombra de los cactus, y cinco noches vagando sin rumbo por los médanos, para descubrir que acababan siempre a la orilla del mar, hasta el punto de que llegaron a la conclusión de que habían desembarcado en una auténtica isla.

El océano surgía inevitablemente al este, al oeste, al norte y al sur, y la reverberación o la calima les impedía distinguir a qué distancia podría encontrarse otra tierra menos infernal que aquel ardiente desierto cuyas arenas concluían una y otra vez al borde del agua.

—Creo que en esta ocasión me pasé de listo —admitió al fin el canario una noche en la que su deambular le llevó de nuevo a una ancha playa sin horizontes—. Esto no tiene salida.

Lo mismo debían opinar los restantes miembros de la tripulación del destruido
São Bento
, ya que en tres ocasiones distinguieron sus sombras vagando tan sin destino como ellos, e incluso una noche descubrieron el maloliente cadáver de un viejo cocinero al que la desesperación y la sed habían concluido por derrotar definitivamente.

Cienfuegos
se sentía hasta cierto punto culpable por la suerte de aquellos desgraciados, aunque su compañera de fatigas se esforzara por recordarle que a decir verdad no había invitado a nadie a que le siguiera.

—Incluso a mí me lo desaconsejaste —dijo—. Y si lo hice fue porque prefería morir en libertad, que continuar agonizando en aquella pocilga. Igual les debe ocurrir a ellos.

—A bordo al menos sobrevivían.

—Ten paciencia; saldremos de aquí —pronosticó la dahomeyana, y sus vaticinios comenzaron a tomar cuerpo cuando al amanecer del sexto día, y perdida ya toda esperanza de escapar de tan cruel trampa de dunas, descubrieron, casi por casualidad, que en el extremo sudeste de la isla, una baja y estrecha franja de arena se adentraba profundamente en el mar para entrever, a través de la enrarecida atmósfera, que a cuatro o cinco leguas nacía una tierra nueva y diferente.

Por aquel entonces, ni el canario
Cienfuegos
, ni la dahomeyana Azava-Ulué-Ché-Ganvié, ni ninguno de los tripulantes del
São Bento
podía siquiera imaginar, que habían pasado una espantosa semana deambulando como muertos vivientes por la inmensa y solitaria Península de Paraguana, al noroeste de la actual Venezuela; uno de los lugares más tórridos, desolados y agresivos del que ya por entonces empezaba a ser considerado Nuevo Mundo.

Habían llegado por fin a Tierra Firme.

Un gomero pelirrojo y una africana que más bien parecía un muchacho, eran quizá los primeros no aborígenes llamados a pisar el Continente, aunque nada se encontrase entonces más lejos de su mente que reparar en semejante acontecimiento, preocupados como estaban por encontrar agua y algo sólido que llevarse a la boca.

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