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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Azabache (22 page)

BOOK: Azabache
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—Mala tierra empieza a ser ésta para una mujer sola, pues más peligrosas resultan las maledicencias que las flechas de los guerreros —se lamentó una noche ante el fiel Bonifacio—. Te aseguro que si no confiara tanto en el regreso de
Cienfuegos
me embarcaría en la primera nave que zarpara rumbo a Europa.

—Peores las tuvimos con las fiebres —replicó animosamente el cojo—. Quien consiguió salir con vida del infierno de «Isabela», a nada ni nadie debe temer ya sobre la tierra… Si queréis un buen consejo, repartir algunas monedas entre media docena de caballeros de capa raída y espada en venta de los que frecuentan la taberna de «Los Cuatro Vientos», que se sentirían felices de convertirse en vuestra guardia personal a cambio de una comida caliente y un buen jarro de vino cada noche. La mayoría se van al catre sin otra cosa entre pecho y espalda que sus fantasiosos sueños de conquista y grandeza.

—Aborrezco la idea de hacer que me respeten por la fuerza —protestó la alemana francamente dolida.

—Los que os conocen os respetan por vos misma, pero no podéis pretender que todo el mundo os aprecie. Provocáis celos y envidias y bien es sabido que entre los españoles ésos son frutos que crecen con poco riego.

—¿Acaso aún no te sientes español?

—Yo siempre me sentiré ante todo «guanche», señora, que por mis venas corre diez veces más sangre de pagano aborigen que de cristiano viejo. Como por las de
Cienfuegos
… —Rió divertido—. ¿Sabíais que el cura le andaba siempre persiguiendo con intención de bautizarle?

—¡Existen tantas cosas de él que nunca supe…! —se lamentó Ingrid Grass—. Todo nuestro tiempo lo dediqué a quererle.

Tras encender un grueso tabaco a los que se había aficionado en los últimos tiempos, el renco Bonifacio alzó de nuevo el rostro hacia la mujer que se había convertido en toda su familia y en el eje sobre el que giraba su joven existencia.

—Incluso a mí, que os conozco como nadie, me cuesta a menudo un gran esfuerzo comprender las razones por las que amáis tan desorbitadamente a un hombre del que os separaron siempre un millón de cosas —señaló al fin—. ¿Tanto valen los besos y caricias, que incluso convierten en inútiles las palabras?

—Si fuera tan sólo cuestión de besos y caricias, mi amor valdría bien poco —replicó ella serenamente—. Pero el simple hecho de estar cerca de
Cienfuegos
, escuchar su voz sin entenderle y sentirle respirar o reír entre dientes arrugando la comisura de los labios, llenaba a tal punto de gozo mi alma, que era como si toda una corte de ángeles bajaran a saludarme. Verle era como ver que se abrían las puertas del Paraíso; sentir que me miraba, subir a la más alta cima de los Alpes; saber que me esperaba, esperar un milagro que siempre se cumplía, y alejarme de su lado, romperme en mil pedazos sin remedio. Si a todo ello le unes los besos y caricias, tal vez consigas comprenderme.

—¡Diantres!

—¡Diantres! Dices bien. Si a mí misma me cuesta admitir que así fueran las cosas a su lado, y tan sólo el eterno vacío y la infinita angustia que experimento desde que se marchó me convencen de que en verdad lo eran, mal puedo pedirle a quien no le conociera, que tenga una remota idea sobre aquello de lo que le estoy hablando. Al igual que al ciego le resultan inimaginables los colores, quien no se haya mirado como yo en los ojos de
Cienfuegos
nunca sabrá lo que es el auténtico amor.

—Tendríais que subiros a una mesa en la Plaza de Armas y explicarle a todos lo que a mí me habéis dicho, pero aun así dudo mucho que os dejaran en paz.

Razón tenía el renco Bonifacio, pues ni los curas, ni las mujeres, ni los solteros —que eran en la colonia inmensa mayoría— entendían las razones por las que una criatura tan joven, hermosa y rica como
Doña Mariana
prefería encerrarse en su caserón a leer gruesos libros y dejar pasar las horas meditando, que asistir a lujosas recepciones, pasear a caballo por la orilla del río o atender los requerimientos de docenas de rendidos admiradores.

Valientes capitanes o nobles cortesanos de escasa fortuna y grandes ambiciones que habían llegado a «La Española» con la esperanza de mejorar a toda costa sus maltrechas haciendas, creían haber encontrado inmediato remedio a todas sus cuitas por el sencillo procedimiento de llevar a los altares a la rica alemana, y debido a ello rara era la noche que no se escucharan bajo su balcón las melodías de una ronda, sin que nadie consiguiese recordar que jamás se encendiera una luz en la casa o se entreabriese una cortina.

—Sin duda es una espía.

—O una bruja.

—O le gustan las mujeres y se entiende con sus criadas indias.

—Deberían expulsarla de la isla.

Don Luis de Torres, Miguel Díaz o algunos de los marineros de la primera hornada, continuaban saliendo en su defensa cuando estaban presentes, pero los colonos iban siendo cada vez más numerosos y eran mayoría las ocasiones en las que su nombre pasaba de boca en boca sin que ni siquiera una voz proclamara su inocencia.

No resultó por ello extraño el que una noche llamara a su puerta un enviado de Francisco Roldán proponiéndole que se uniera a la causa de los rebeldes a cambio de la promesa de nombrarla Alcaldesa de Santo Domingo en caso de victoria, lo cual le otorgaría sin lugar a dudas una situación social tan privilegiada, que nadie se atrevería ya nunca a convertirla en víctima de sus insidias y maledicencias.

—¿Alcaldesa una extranjera con fama de espía? —se asombró la ex vizcondesa—. Muy desesperado debe encontrarse Roldán cuando precisa de la ayuda de una mujer que ni siquiera sabe empuñar una espada.

—No se encuentra en absoluto desesperado —fue la áspera respuesta—. Pero es consciente de que un poco de vuestro oro acabaría de convencer a muchos indecisos.

—Entiendo… —admitió la alemana—. Pero quien esté dispuesto a dejarse comprar por mi oro, también lo estará a venderse al de los Colón, y resulta evidente que tienen mil veces más que yo. Mal negocio se me antoja en ese caso.

—No es cuestión de negocio, sino de ideales. Es preciso acabar de una vez con la tiranía de los genoveses.

—«Los genoveses», como vos los llamáis, han sido nombrados por los Reyes, y quien se alza contra ellos se alza por tanto contra la Corona. No entiendo gran cosa de política, pero sospecho que el futuro cierto de todos los rebeldes será acabar colgando de una cuerda, y a fe que preservo mi cuello para un mejor destino.

—Si triunfamos, colgaréis de esa cuerda por no habernos ayudado.

La amenaza tenía todas las trazas de ir en serio, y aunque
Doña Mariana Montenegro
no era mujer que se asustase fácilmente, llegó a la conclusión de que se hacía necesario tomar precauciones por lo que decidió escuchar al cojo Bonifacio empleando una pequeña parte de su oro en contratar los servicios de cuatro guardaespaldas.

—Tristes tiempos estos en los que los lobos tienen que guardar a los corderos —se lamentó ante el renco—. Pero a Nuevo Mundo, viejos vicios. Y aun peores.

Azabache
no aparecía por parte alguna.

No estaba en la cueva, ni tampoco en la gran gruta de hielo que conservaba tan maravillosamente los cadáveres, y pese a que
Cienfuegos
la buscó por los alrededores, no consiguió hallar el más mínimo rastro que le permitiese hacerse una idea de cuál había sido su destino.

Perdió la noción del tiempo aguardando su regreso o confiando en que el sol derritiese la gruesa capa de nieve permitiéndole descubrir su cadáver, pero cuando al cabo de más de una semana, el frío y el hambre le devolvieron a la triste realidad de que, o trataba de salvarse a sí mismo o allí acababan también sus desgracias, extrajo fuerzas de la flaqueza, empleó medio día en llevar a cabo una última inspección de los alrededores, y optó por emprender el regreso, convencido de que una vez más le habían dejado solo.

La desaparición de la negra le afectaba quizá más que ninguna otra de las muchas desgracias que se abatieran sobre él en los últimos años, y no podía por menos que preguntarse hasta cuándo continuarían los cielos haciéndole objeto de sus caprichos, pues había llegado a unos extremos en los que podría creerse que había sido elegido como víctima de todo cuanto de malo pudiera ocurrirle nunca a nadie.

La muerte le seguía adonde quiera que fuese como amante celosa de otros afectos, incapaz de alzarse contra él, pero decidida en apariencia a destruir a cuantos le rodeaban, hasta el punto de que el infeliz canario empezaba a creer que lo mejor que podría ocurrirle era no conocer a nadie más por quien pudiera experimentar el más mínimo aprecio.

Los seres humanos aparecían y desaparecían a su paso como si hubiesen sido colocados allí con la única finalidad de que los barriera de la faz de la tierra, como si más que de un hombre se tratase de un viento huracanado, y alcanzaba tal punto su sorda ira contra quien le enviaba tales castigos que, en un momento dado, se detuvo en mitad de la nieve y alzando el puño increpó a las alturas pidiéndoles cuentas de sus actos.

La pareja de cóndores le observaba perpleja.

La soledad de un hombre semidesnudo que lo había perdido todo y vagaba por un helado páramo a tres mil metros de altura en el corazón de un continente inexplorado, difícilmente tendría comparación con la soledad de ningún otro ser humano en ninguna otra circunstancia, por lo que no resultaba en absoluto extraño que el gomero
Cienfuegos
continuara preguntándose si no sería preferible tumbarse sobre la blanda nieve para siempre.

Esa debió ser sin duda la decisión de la africana.

Cansada, hambrienta y convencida de que el hijo que esperaba no tenía ninguna oportunidad de nacer blanco, eligió el camino de la derrota dando por concluido un largo y absurdo viaje que le había llevado desde un tórrido poblado lacustre en el lejano Dahomey, a las estribaciones de la gélida Cordillera de los Andes, donde a finales del siglo diecinueve un glaciar devolvería su cuerpo ante el asombro de quienes desconocían su dramática historia.

Se cerraba de ese modo un nuevo y doloroso capítulo en la vida de
Cienfuegos
, quien profundamente fatigado en cuerpo y alma pero decidido en el fondo a conservar la vida —que era lo único que en verdad tuvo nunca—, optó por descender a la poza del río, donde permitió que transcurrieran largos meses instalado bajo un minúsculo chamizo viendo caer la lluvia, crecer el nivel de las aguas, aparearse a las aves, pescar a las nutrias y acechar a su presa a los jaguares, incapaz de tomar una decisión sobre qué rumbo darle a su vida en un futuro, o el camino que debía elegir para salir de aquel profundo agujero.

Frente a él se alzaban las nieves y los páramos del «Gran Blanco», y a su espalda la agreste serranía de los feroces «motilones».

Y si de algo estaba seguro el cabrero pelirrojo, era de que jamás volvería a disfrazarse de blanca garza peregrina, por lo que, continuamente se preguntaba cómo se las ingeniaría para atravesar el territorio de unos salvajes que parecían tener la macabra afición de convertir cráneos de intrusos en adornos de puentes.

Dedicó mucho tiempo a recordar punto por punto las enseñanzas de su querido amigo
Papepac
, aquel camaleónico cazador de caimanes que una vez le salvara la vida convirtiéndose luego en el mejor maestro que pudiera existir en todo cuanto se refiriese a la vida en la jungla, esforzándose por evocar sus palabras, sus movimientos e incluso sus silencios, puesto que también de aquellos silencios se conseguía sacar provecho cuando se aprendía a interpretarlos.

Y de sus infinitos consejos, uno en especial le había quedado grabado como marcado a fuego: «La selva —decía— odia a quien le teme y destruye a quien la desprecia. La selva tan sólo ama a quien la ama y la respeta. Aprende a conocerla, acéptala como es, y entrégate a ella. Saldrás con vida.»

Papepac
había sabido demostrarle que incluso en la más densa, húmeda y caliente de las junglas, allí donde todo parece haberse convertido en fango y muerte, consigue sobrevivir quien sabe buscar un rastro de vida, una liana que rezuma agua potable, un fruto escondido, una raíz alimenticia, o un gusano de aspecto repelente pero que calma el hambre.

Le había enseñado todo, pero jamás le había enseñado cómo defenderse de los temibles «motilones».

Sobre cómo librarse de jaguares, caimanes, arañas y serpientes sí; e incluso de los sanguinarios «caribes» devoradores de carne humana que eran más bien gente acostumbrada a tender emboscadas en manglares y playas, pero nunca le mencionó —sin duda porque no tuvo que enfrentarse a ellos— a una raza de hombres invisibles que vagabundeaban por los espesos bosques de la alta montaña, dejando a su paso un rastro de cadáveres putrefactos y acechando desde las sombras a sus víctimas.

A ésos tenía que aprender a combatirlos por sí solo.

Pero, ¿cómo?

Dedicó varias semanas a buscar una fórmula que le permitiese atravesar una agreste región en la que tras cada matojo o cada árbol podía esconderse un hombre dispuesto a asesinarle, y cuando al fin creyó haber trazado un plan que se le antojó factible, se tiñó el cabello y la barba con negro jugo de «genípapo», embadurnándose de igual modo y a conciencia la mayor parte del cuerpo, de tal forma que quien le descubriera no hubiera dudado en tomarle por un cercano pariente de
Azabache
.

A la mañana siguiente se echó a la espalda una rústica hamaca y una mochila que había ido tejiendo con infinita paciencia utilizando una especie de algodón silvestre que crecía a las márgenes del río, y, recogiendo sus armas y un corto palo a cuyo extremo colgaba el putrefacto cadáver de un mono, emprendió decidido la difícil aventura.

En primer lugar trepó por las paredes del barranco hasta el punto en que podía ser ya divisado desde arriba, para aguardar allí pacientemente la caída de la noche, y cuando llegó a la conclusión de que cualquier salvaje que pudiera merodear por los alrededores llevaría horas durmiendo, continuó su ascensión muy lentamente, confiando tan sólo en su sentido del tacto, y sin alzar nunca una mano hasta tener la otra y ambos pies firmemente asentados.

Era como un oscurísimo lagarto o una anaconda reptando metro a metro con el vacío a la espalda, tan sigiloso, que ni quien se encontrara a menos de cinco metros de distancia conseguiría detectar su presencia, puesto que pese a tener la absoluta seguridad de que nadie podría verle,
Cienfuegos
se esforzaba en ralentizar al máximo sus movimientos, ya que como su maestro, el diminuto
Papepac
aseguraba, «Sólo aquel que aprende a dominar sus nervios cuando no resulta necesario, es capaz de dominarlos cuando resulta imprescindible.»

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