Read La meta Online

Authors: Eliyahu M. Goldratt

Tags: #Descripción empresarial

La meta (3 page)

BOOK: La meta
2.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Noto cómo se ruboriza.

—Sobre eso quería hablarte.

—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

—No sé si lo sabes, pero Tony, el mecánico al que Peach gritó esta mañana, se ha marchado de la empresa.

—¡Mierda! — se me escapa.

—No hace falta que te diga que trabajadores como él se pueden contar con los dedos de la mano. Vamos a pasarlo mal hasta que encontremos un sustituto.

—¿No podríamos convencerle para que vuelva?

—No creo que sea lo más conveniente. Antes de largarse preparó la máquina, tal y como le ordenó Ray, y la puso en funcionamiento automático. El caso es que debió de olvidarse de ajusfar bien alguna tuerca, porque tenemos trozos de máquina por todo el suelo.

—¿Cuánto material ha salido mal?

—Bueno, no mucho, la máquina estuvo poco tiempo funcionando. ¿Tenemos suficiente para terminar el pedido?

__Eso es lo de menos, el problema es que la máquina no funciona y nos va a llevar tiempo arreglarla. __¿Qué máquina es?

—La NCX-10.

Cierro los ojos y noto un escalofrío. No hay ninguna otra máquina de ese tipo en planta. Si no se arregla inmediatamente no podremos servir el pedido.

—Dime exactamente en qué consiste la avería.

—No lo sé — responde Bob—, la tienen ahí al lado, medio destrozada. En estos momentos estamos hablando con el fabricante.

Me apresuro. Quiero comprobarlo por mí mismo. ¡Por Dios! Ahora sí que tenemos problemas. Observo a Bob, que camina a mi lado.

—¿Piensas que ha sido a propósito? Parece sorprendido.

—Pues no sabría decirlo. Creo que Tony estaba tan enfadado, tan fuera de sí, que no podía pensar tranquilo.

Siento arder la sangre dentro de mí. La sensación de escalofrío ha desaparecido, dando paso a una oleada de ira. Estoy furioso. Pienso por un momento en coger el teléfono y gritarle por el auricular a Bill Peach que todo lo que está ocurriendo es culpa suya. Le imagino y le recuerdo, arrellanado con suficiencia tras mi escritorio, diciéndome cómo va a enseñarme a servir los pedidos. ¡Muy bien, Bill, va veo cómo lo has hecho!

2

Cuando sientes que tu mundo se desmorona no entiendes y, sobre todo, no aceptas que a tu alrededor la gente cercana a ti no perciba la misma sensación. A eso de las seis y media, consigo escabullirme de la fábrica y corro a casa, a devorar algo de cena. Según entro por la puerta, Julie levanta la cabeza del televisor. Sonríe.

—Te gusta mi pelo? —pregunta girando la cabeza, complacida.

Su espeso pelo, de un castaño profundo, se ha convertido en un amasijo de rizados bucles llenos de mechas.

—Sí—digo sin apenas escucharla—. Estás preciosa.

—La peluquera me ha dicho que resalta mis ojos —dice, parpadeando coquetamente.

Tiene unos hermosos ojos de color azul que, en mi opinión, no necesitan ser resaltados, pero la verdad es que no entiendo mucho de esas cosas…

—Estás preciosa —vuelvo a decir.

—Pues no pareces muy entusiasmado.

—Perdona. La verdad es que estoy cansado; he tenido un día muy duro.

—¡Ay, pobrecito mío!… ¿Sabes lo que vamos a hacer? Vamos a cenar fuera, ya verás cómo lo olvidas todo.

Niego con la cabeza. No puedo; tengo que comer algo rápido y volver a la fábrica.

Se levanta apoyando las manos en la cintura. Observo que lleva un conjunto nuevo.

—¡Qué suerte tener un marido tan divertido, tan animado! Después de que consigo deshacerme de los críos…

—Julie, tengo una situación crítica entre manos. Una de las máquinas más caras se ha estropeado y la necesito, sin falta, para cumplir un pedido muy urgente. Tengo que estar en la fábrica hasta que esto se solucione.

—Muy bien —echa chispas por esos ojos que su peluquera se empeña en resaltar innecesariamente—. Pues no hay nada que comer porque pensé que íbamos a salir. Anoche me dijiste que saldríamos. .

Ahora caigo. Tiene razón. Fué una de mis promesas cuando nos estábamos reconciliando después de la pelea.

Lo siento. Quizá podamos salir una hora, o algo así.

—Eso es lo que tú entiendes por «salir una noche»? Olvídalo, Al.

—Escúchame, Julie. Bill Peach se presentó inesperadamente esta mañana. Dice que va a cerrar la fábrica.

Su cara se transforma como iluminándose de repente. __¿Cerrar la fábrica…, de verdad?

—Sí. Las cosas se están poniendo feas.

—¿Hablaste con él de tu próximo destino? Evidentemente, no ha entendido nada.

—No, no hablé con él sobre mi próximo destino. Mi trabajo está aquí, en esta ciudad, en esta fábrica…

—Bueno, pero si van a cerrar la fábrica, lo que te tiene que preocupar ahora es la ciudad a donde vayamos a vivir. A mí sí me preocupa, ¡y mucho!

—Pero —digo consternado, intentando que entienda— Bill Peach no ha hablado de un próximo trabajo…

—¡Ah!

La miro con la misma frialdad que me invade interiormente.

—Quieres marcharte de esta ciudad tan rápido como sea posible, ¿no es eso?

—No he nacido aquí, Al. No le puedo tener a esto el mismo cariño que tú.

—Pero es que sólo llevamos seis meses.

—¿Sólo? ¿Sólo seis meses? Al, no tengo amigos. Excepto tú, no tengo a nadie con quien hablar, y tú casi nunca estás en casa. Tu familia es muy agradable, pero si hablo más de una hora con tu madre me vuelvo loca. Al, el tiempo que llevamos aquí me ha parecido mucho más largo que seis meses.

—¿Y qué es lo que quieres que haga yo? Yo no he pedido venir aquí. Fue la compañía la que me mandó. Cuestión de «Mala suerte».

—Julie, no tengo tiempo de empezar una nueva discusión contigo.

Empieza a llorar.

—De acuerdo —balbucea entre sollozos—, márchate. Me quedaré aquí sola, como todas las noches.

—¡Julie!

La estrecho entre mis brazos. Nos quedamos quietos durante unos minutos… Pausadamente, su llanto va cesando. Se separa un poco de mí y me mira.

—Lo siento. Si tienes que volver a la fábrica será mejor que lo hagas cuanto antes.

—¿Por qué no salimos mañana? —sugiero.

—Bueno… —mueve las manos embarazosamente, retorciéndolas una contra otra—. Siempre estoy dispuesta para salir contigo.

Antes de abrir la puerta, la miro de nuevo.

—¿Estás bien?

—Sí, no te preocupes; ya encontraré algo de comer en el frigorífico.

Se me había olvidado por completo lo de la cena.

—Probablemente tomaré algo rápido de camino a la fábrica. Hasta luego.

Cuando me instalo de nuevo en el coche, me doy cuenta que he perdido totalmente el apetito.

Desde que nos mudamos a Bearington, a Julie no le ha ido muy bien. Siempre se queja cuando hablamos de la ciudad, y yo siempre me sorprendo a mí mismo defendiéndola a capa y espada. Conozco sus calles de memoria. Los mejores sitios donde comprar, los buenos bares, y los no tan buenos…, que no debes ni pisar. La verdad es que he desarrollado un cierto sentimiento de propiedad sobre la ciudad y le tengo mucho más cariño que a ningún otro lugar. No en vano fue mi hogar durante mis primeros dieciocho años.

Sin embargo, en el fondo sé que no es ninguna maravilla. Bearington es una ciudad industrial. Cualquiera que pasara por ella no vería nada que le atrajera. Es la impresión que percibo mientras conduzco por sus calles. El lugar donde vivimos no tiene nada de especial. Las viviendas son bastante nuevas. Hay algunos centros comerciales, varios lugares para comer algo rápido y, más allá, cerca de la autopista, un sitio donde pasear. No hay ninguna diferencia con cualquiera de los otros sitios donde hemos vivido.

Me dirijo al centro, que es un tanto deprimente. A lo largo de las calles se alinean viejos edificios de ladrillo, en ruinas, sucios de hollín. Hay muchas tiendas clausuradas, escaparates vacíos. En el suelo, vías de tren oxidadas medio en desuso.

La prueba visible, y un tanto vergonzante, de que a la ciudad no le va nada bien es el edificio de catorce plantas, uno de los más altos del lugar, que se construyó hace diez años para instalar en él modernas oficinas y que exhibe un enorme cartel con dos palabras pintadas en rojo: «EN VENTA».

Resulta penoso ver la inmensa torre, levantada en su día como prueba del nuevo empuje que empezaba, entonces, a llegar a la ciudad. A costa del optimismo que trajeron consigo las catorce esplendorosas plantas de oficinas, los bomberos consiguieron un nuevo modelo de coche, con la excusa de que necesitaban una escalera más larga para llegar hasta la última planta. Ahora, el gran cartel que anuncia desesperadamente la venta desde la terraza del coloso parece querer decir que es el pueblo entero el que está en venta.

Lo cierto es que la idea no es tan descabellada. Desde mediados de los setenta se viene cerrando casi una fábrica por año. Unas se trasladan, otras quiebran definitivamente. Y lo peor de todo es que esto parece no tener fin.

Todas las mañanas paso por delante de una fábrica que cerró, parece ser que por un conflicto con el sindicato. Cada vez que miro el deteriorado esqueleto que queda de lo que fue, me recorre un escalofrío. Yo entré en esa fábrica una vez, recién llegado a mi puesto, hace ahora seis meses, porque, ¡lo que son las cosas!, entonces yo soñaba con ampliar nuestras instalaciones. Estaba buscando algún almacén barato por las cercanías.

Lo que más me impresionó al entrar en la nave, fría y desmantelada, fue el silencio vacío, triste y muerto del recinto. Sin máquinas, sin obreros, sin actividad… Un lugar muerto, en el que el eco de los pasos añadía una lúgubre nota de soledad y decadencia. El edificio pierde por días su color, la hierba crece en el aparcamiento por los resquicios que deja lo que antes estuvo pavimentado y, en fin, el tiempo ha ido haciendo su implacable labor poco a poco, desde que se abandonara el edificio, hace de esto ya dos o tres años.

De los dos mil obreros que fueron al paro, muchos estarán todavía a verlas venir. Dicen que los propietarios levantaron un nuevo edificio al sur, en otro lugar, y, se dice también, han negociado con el sindicato un plazo de cinco años de bajos salarios y paz social. ¡Cinco años! Una eternidad en el mundo de la moderna industria. Así Bearington ha añadido un esqueleto más de dinosaurio industrial a su cementerio de instalaciones abandonadas, mientras patean sus calles cientos de nuevos obreros sin empleo.

Donovan, el bueno del jefe de producción, parece un gorila frenético cuando regreso a la fábrica. Con todo lo que ha corrido hoy de arriba abajo habrá reducido al menos dos kilos de la inmensa mole que tiene por cuerpo. Mientras camino hacia la máquina de marras por un pasillo, observo cómo apoya, nervioso, un pie y luego otro, sobre el suelo. Da unos cuantos pasos y se para. De repente inicia una patética carrera por el pasillo, se ve que para dar alguna orden, y la interrumpe, para comprobar no sé qué. Le silbo en medio del ruido. No me oye. Le alcanzo dos secciones más allá, justo donde está la NCX-10. Se sorprende.

—¿Qué, podemos conseguirlo? Resopla. —Lo estamos intentando.

—Ya, ya veo, pero ¿podemos hacerlo?

—Estamos haciendo todo lo que podemos.

—Bob, ¿vamos a terminar el pedido esta noche, sí o no? •— A lo mejor.

Me vuelvo y escudriño, como si la viera por vez primera, la NCX-10. Es una señora máquina, la más cara de las de control numérico. No sé por qué el fabricante ha decidido ese extraño color lavanda para la máquina más cara que tiene nuestra nave. La consola de control está repleta de luces rojas, verdes y amarillas; brillantes interruptores, un teclado negro, bobinas para la cinta y una pulcra pantalla de ordenador. ¡Verdaderamente seductora! Todos estos botones, teclitas, luces y demás artilugios están para controlar el trabajo de conformación sobre las piezas de acero apresadas entre las garras del monstruo. Donde la máquina trabaja las piezas de metal, un chorro de lubricante turquesa incide sobre las piezas y herramientas y separa las virutas. Bueno…, al menos parece que funciona de nuevo.

Hemos tenido suerte. La avería no ha sido tan grave como temíamos en un principio, pero nos ha quitado un tiempo precioso. Y un dinero. No sé por dónde vamos a salir con los gastos, pero este pedido lo enviamos esta misma noche, pase lo que pase. Tendremos que pagar horas extras, a pesar de que eso va en contra de la política de la compañía. En fin, ya veremos. Al jefe comercial, Johnny Jons, también le ha caído buena parte del chaparrón. Hoy me ha llamado por teléfono cuatro veces. Al parecer se las ha tenido que ver con Peach, con sus propios agentes de ventas e incluso con el cliente. No tenemos más remedio que expedir el pedido esta noche.

Espero que no haya más problemas. Las piezas ya hechas son conducidas, una a una, hasta el submontaje de componentes. El encargado de la sección organiza la llegada de éstos a la fase final de montaje… y, hablando de organizar…, los obreros están transportando cosas, piezas y componentes, a mano y ¡una a una! Es de locos. La productividad por empleado debe de ser ridicula. De hecho, ni siquiera me explico lo que ha hecho Bob para conseguir tanta gente. Ha debido de arramplar con todo aquel que se ha dejado echar el guante y los ha puesto a trabajar en el pedido. Verdaderamente, si esto fuese siempre así, sería un desastre.

Pero el pedido, finalmente, sale.

Miro mi reloj. Son las once de la noche pasadas. Estamos en el muelle de embarque de la fábrica. Las puertas traseras del camión tráiler se han cerrado. El conductor sube a la cabina, acelera el motor, suelta los frenos y se lanza hacia la noche. Me vuelvo hacia Donovan y él hacia mí.

—¡Enhorabuena! —le digo a Bob.

—Gracias, pero no me preguntes cómo lo hemos hecho.

—De acuerdo, no lo haré. ¿Qué tal si buscamos algo para cenar?

Es la primera vez que veo sonreír hoy a Donovan. A lo lejos se oye el motor del camión.

Subimos al coche de Donovan, que está más cerca. Los dos primeros sitios a los que llegamos están cerrados, así que le digo que siga mis indicaciones. Cruzamos el río y llegamos hasta el molino. Después de un complicado trayecto por un laberinto de calles estrechas y tortuosas, donde los coches aparcados apenas nos dejan paso, conseguimos terminar frente al bar de Sednick. Donovan echa una mirada recelosa.

—¿Estás seguro de que es aquí?

—Sí, sí, vamos. Tienen las mejores hamburguesas de la ciudad. Una vez dentro, nos sentamos en un lugar apartado, al fondo.

Maxine me reconoce y se acerca con gran alboroto. Hablamos un momento y le pedimos que nos traiga un par de bocadillos con patatas y cerveza.

BOOK: La meta
2.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Clarity 2 by Lost, Loretta
Lord of Regrets by Sabrina Darby
Dianthe Rising by J.B. Miller
Juanita la Larga by Juan Valera
South Street by David Bradley
Run Away Home by Terri Farley
Brave Battalion by Mark Zuehlke