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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

Don Alfredo (4 page)

BOOK: Don Alfredo
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El domingo 17 Yabrán se comunicó con Marcelo Lozano, un lugarteniente de confianza, y le indicó que al día siguiente se encontrara con Leo en un punto predeterminado para entregarle su escopeta preferida, de origen ruso. También le ordenó que asistiera acompañado por Marcelo Rica, uno de sus principales custodios, quien debía cumplir una misión muy delicada. (Unos meses antes, por alguna razón inexplicable, Yabrán había negado conocer al tal Lozano. Apretado por el Excalibur, terminó diciendo que era un amigo de sus hijos, al que conocía por su apodo, "Marce".) Luego se sentó en la sala de estar y comenzó a escribir en un cuaderno de hojas cuadriculadas cuatro cartas dirigidas a Cristina y a los chicos. Les pedía perdón por la situación que les estaba haciendo pasar y les rogaba paciencia para lograr el reencuentro. Después estuvo un rato mirando el fuego del hogar y recordando los últimos minutos en la Mansión del Águila. Mariano lo había besado sin decir una palabra. Pablo, el mayor, que ya conducía la estructura de contrainteligencia de Yabito, le dijo con cierta solemnidad: "Vos sabés que tu familia confía en vos y eso es lo único que cuenta". Melina lo abrazó llorando. "Cuidate, papá, cuidate por mí, por nosotros", le susurró al oído. Cristina no usó palabras en la despedida. Mientras él salía se volvió para mirarla.

Era ya tarde cuando enfrentó la
suite
impersonal que sería su dormitorio definitivo. Nadie la había habitado todavía y parecía de hotel, con la cama de dos plazas, la colcha a cuadros, los almohadones haciendo juego y una jofaina sobre una mesita ataviada con un mantel que reproducía los mismos cuadritos. Se acercó a la cómoda con el espejo y apoyó los anteojos y el reloj. Le resultaron ajenas las acuarelas previsibles de las paredes, el quinqué de la mesa de luz, el aparato de calefacción y ese baño contiguo de anchos azulejos y baldosas rojas sobre las que caería, en breve, su cuerpo. Por la ventana se filtraban los ruidos nocturnos del campo.

El lunes, tal como lo había ordenado Don Alfredo, Lozano y Leo se encontraron en la intersección de las rutas 20 y 14, y Lozano le pasó al muchacho la escopeta Baykal 12.70. Con el ejecutivo venía el custodio Rica. Leo lo llamó aparte y le dijo: "Don Alfredo envía estas cuatro cartas. Tres son para los hijos y una para la señora Cristina. Dice el patrón que recién las tenés que entregar el viernes a la mañana; te prohíbe que lo hagas antes". Rica asintió con la cabeza, aceptando la orden que llegaba desde San Ignacio.

3

Miguel Yabrán y su hijo Nallib llegaron juntos a Larroque a principios de la década del veinte. Gobernaba la Argentina un radical aristocrático, don Marcelo T. de Alvear. El viejo Miguel venía huyendo de la tragedia: dos de sus hijos habían muerto en la Primera Guerra Mundial. Llegó junto con un grueso contingente de siriolibaneses que habían optado por asentarse en esas tierras desconocidas del sur entrerriano, donde rápidamente fueron etiquetados como "turcos" por los viejos criollos y por los inmigrantes que les habían precedido en las dos oleadas anteriores. Por esa demora en descubrir la Argentina como Arcadia y porque provenían del inexplicable resto del mundo que estaba fuera de Europa, tuvieron que bregar más y ser más astutos que otros desterrados en la lucha por la supervivencia. Al cabo de los años descubrieron que haberse enriquecido no les garantizaba el reconocimiento social. Cuando creían haber alcanzado la meta, escuchaban a sus espaldas: "¿De dónde habrá sacado tanta plata ese turco de mierda?".

Nada sabían de ese confín del mundo adonde los habían empujado la guerra, el hambre y el frenesí aventurero. Ni de sus contornos. Hacia el sur, el País de los Matreros de Fray Mocho: el delta virgen y los campos bajos, habitados por cazadores, nutrieros, pescadores, hombres solitarios, no pocas veces huraños, escapados de las frecuentes guerras federales que asolaron la región; hacia el este, el desconocido Santo Domingo Soriano y el río de las selvas del
Tabaré
de Zorrilla de San Martín, el río de los pájaros de Linares Cardoso, la casa añorada por Olegario Andrade. Hacia el oeste, el río. Las costas que caminó en soledad Atahualpa Yupanqui. Y hacia el norte la selva de Montiel, "donde poco vale un paisano sin caballo". Separados del país por el idioma y la historia, sólo podían percibir la continuidad del río —presente hasta en sus ausencias—, las lomadas bajas, el trigo, las vacas y después el lino.

Ignoraban que al sur de Gualeguaychú existieron dos poblaciones de conquistadores y aborígenes que con el tiempo se desplazaron hacia el norte y hacia el este, hacia la reducción de Santo Domingo Soriano, que llegó a tener mayor pujanza comercial que Buenos Aires porque era un lugar apto para evadir los controles del reino de España y contrabandear con ese vasto territorio que hoy es el Mercosur.

Habían caído en una región muy especial del país, fuertemente enfrentada con el centralismo de los porteños. Los manejos de la burguesía del puerto en los tiempos de la Independencia hicieron que toda la franja este del territorio entrerriano quedara en poder de España, mientras el resto de las provincias comenzaba a prefigurar lo que sería la Argentina. Ese centralismo, que provocó el alzamiento de José Artigas, hizo que las poblaciones entrerrianas de la costa del Uruguay se plegaran al caudillo rebelde y se estableciera una fuerte corriente de simpatía con los orientales, que se fortificó en tiempos del éxodo cuando muchos uruguayos se establecieron en Entre Ríos, cerca del Ayuí, como en su propia casa. Y sería en la zona de Larroque, precisamente, donde se iniciaría la fulminante parábola política y guerrera de Pancho Ramírez, el Supremo Entrerriano.

Tardaron mucho tiempo en saber que el pueblo (que antes había sido conocido como "el kilómetro 23") llevaba ese nombre francés en homenaje al gran educador Alberto Larroque, que había fundado el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, por cuyas aulas pasaron personajes como Julio Argentino Roca, Victorino de la Plaza o Martiniano Leguizamón. Pero entendieron enseguida que ese tren que los había traído desde Buenos Aires había dado origen a Larroque y a la mayoría de las poblaciones agrícolas de Entre Ríos y que sería central en sus vidas y en las de sus descendientes.

Ese era el lugar del mundo que les había tocado en suerte. Una Babel donde predominaban los nativos cuyas raíces se hundían en el siglo pasado y aun antes, y que se fueron cruzando después en una sabrosa amalgama con españoles, italianos, franceses, alemanes, judíos y árabes. Una aldea en el sur del mundo donde predominaban los temas campesinos: la siembra, la cosecha, la molienda de trigo, las tropas, los remates de hacienda. Y donde reinaban, distantes y lejanos, los señores feudales de las grandes estancias, los Guilmour, los Unzué, los Leloir, los Bunge o los Berisso. Sobre todo los Berisso, que tenían cincuenta mil hectáreas y habían dado origen a un dicho popular que se mantuvo durante décadas: "Tiene más plata que Berisso". Una sentencia que perdería vigencia cuando un nieto del
Turco
Miguel Yabrán, apodado localmente el
Tío Rico,
pelara su abultada billetera para comprarle a los míticos Berisso, que ya no eran los de antes, su campo de San Ignacio.

Don Miguel Yabrán no tardó en instalar una pequeña peluquería. Pero no se limitó a cortar el pelo: los fines de semana recorría a pie los campos cercanos a Larroque, con una canasta cargada de piezas de tela y artículos de mercería para vender a los colonos. Su hijo Nallib lo ayudaba y, con el tiempo, los dos inmigrantes ganaron suficiente dinero como para vivir cada uno en casa propia. Necesidad vital para Nallib, que se había enamorado de una joven de Gualeguaychú, Emilia Tufic Marpez, también nacida en el Líbano. Los ancianos de la colonia la recuerdan "muy bonita y educada". Como las chinas del teatro costumbrista o como las gitanas, Emilia llevaba coquetamente sobre sus espaldas dos enormes trenzas azabache que mantuvo lozanas hasta su muerte en los años ochenta.

Los Yabrán crecían a ritmo pausado pero crecían, como Larroque, donde a fines de los años treinta se instaló un molino harinero y al poco tiempo abrió sus puertas el Frigorífico Entre Ríos, que las cerraría sesenta años más tarde. También a fines de los treinta murió el patriarca Miguel, dejando una estela de anécdotas y leyendas, algunas arrancadas de
Las mil y una noches.
Según los antiguos vecinos de Larroque, el viejo había traído del Líbano una tinaja repleta de monedas de oro y de plata que enterró, junto a un árbol, en el jardín de su casa. La leyenda, sugieren los mal pensados, pudo haberla gestado su propio hijo, Nallib, para valorizar la casa del padre que puso a la venta poco después de su muerte. Si fue así, acertó, porque hubo una larga lista de posibles compradores.

El nuevo patriarca dio varios pasos adelante en el proceso de acumulación iniciado por su padre y fue ampliando a pulso su propia casa, sin contratar jamás un albañil. Necesitaba espacio para la vasta prole que le dio Emilia entre 1929 y 1951: Jorge, María del Carmen
(Maruca),
Nelly, Carlos, Angélica
(Coca),
José Felipe
(Toto),
Alfredo Enrique Nallib
(Quico),
Reneé Beatriz, Beatriz y Miguel
(Negrín).
Reneé Beatriz murió cuando tenía dieciséis años y su prematura desaparición fue uno de los primeros tabúes del apellido Yabrán: se dice —aunque algunos lo niegan— que se habría suicidado, harta del autoritarismo de su padre y de sus presiones para que se deslomara trabajando igual que sus hermanos.

Lo curioso es que su certificado de defunción no ha podido hallarse en los registros provinciales.

Don Nallib no sólo agrandó su casa, también adosó un bar a la peluquería, donde al comienzo sólo iban otros descendientes de árabes a jugar al chincuín, mientras bebían anís o ginebra con hielo y espantaban las moscas. Como el bar estaba estratégicamente situado frente a la estación del ferrocarril, pronto se amplió la clientela con los obreros que venían de otras provincias a trabajar al pueblo. A veces, un parroquiano se le acercaba, le hablaba en voz baja y Nallib lo hacía pasar a la trastienda. En el pueblo se comentaba: "El que precisa plata lo ve a Don Nallib, que si presta un peso espera que se lo devuelvan". Claro que esa esperanza no era pasiva y se reforzaba siempre con la firma de un pagaré. Los memoriosos de Larroque recuerdan que el prestamista "sólo fue cagado dos veces" en medio siglo. El primer virtuoso fue un obrero jujeño que regresó a San Salvador dejándole el clavo.

—¿No saben nada de ese muchacho? —preguntaba Don Nallib a los otros peones.

—Mire, Don Yabrán —le respondió con sorna un correntino—, mejor olvídese de que va a poder cobrar. El hombre se volvió para sus pagos, en Jujuy, y no vuelve más por acá.

—¡Jojoy, sorpresa para mí! —comentó el usurero que no tenía la más pálida idea de dónde quedaba ese lugar.

Y desde entonces hasta el presente, "Jojoy, sorpresa para mí" quedó como respuesta obligada en Larroque cada vez que un acontecimiento insólito descoloca a los lugareños.

El segundo virtuoso fue un vecino de Larroque, Pedro Lena, que se aprovechó de la miopía del
Turco
y le hizo una jugada digna de una comedia de Molière. Fue a la trastienda, llenó el pagaré y lo firmó, pero al lado de la rúbrica agregó con letra diminuta: "si puedo pagarlo". No lo agarró más.

Pese a estos tropiezos ocasionales, el patriarca siguió prosperando y ocultando con astucia hasta a los más cercanos no sólo su floreciente patrimonio, sino también sus frecuentes aventuras amorosas, que logró mantener paralelamente a su vida familiar. Uno de los pocos signos externos de su crecimiento económico fue la compra de una chacrita, que él insistía en llamar chacarita, en las cercanías de Larroque, en donde había incluso una pequeña laguna en la que los chicos de la zona iban a pescar ranas, hasta que los descubría Don Nallib, que no dudaba en buscar la escopeta y disparar al aire para espantarlos.

A ese mundo llegó Alfredo Enrique Nallib Yabrán, el 1° de noviembre de 1944, séptimo hijo de la decena que parió Emilia Tufic Marpez. Como les sucede a todos, el ámbito familiar y cultural de sus primeros dieciocho años de vida le dejó señales indelebles y pautas de conducta que lo acompañarían hasta la encrucijada de San Ignacio.

Los que lo trataron con frecuencia, cuando ya era uno de los hombres más ricos del mundo, se asombraban —por ejemplo— de lo acomplejado que podía ser en materia social; un motivo más para eludir las fotos y la exposición pública. Y en esa manía por viajar con otro nombre, o anotarse en los hoteles o los aviones bajo una identidad fraguada, no hay que leer siempre maniobras delictivas; a veces fueron producto del miedo o la furia del chico que no quería ser un turquito de mierda, de la vergüenza del vendedor de Bourroughs que omitía el Nallib para que no lo cargaran. En el futuro dueño de un Estado dentro del Estado subyacía el nieto de Miguel y su tinaja de monedas; el hijo del prestamista autoritario que ocultaba finanzas y amoríos; el muchacho que debía seducir a los mayores para vender sus mercaderías y ganarles a los de su edad siendo más feroz que todos ellos...

Como también suele suceder, el
Toto
y los otros hermanos mayores protegían a
Quico
y a los más chicos. Pero el que más cerca estaba de Alfredo era el
Toto.
En los veranos montaban en sus bicicletas y juntos hacían quince kilómetros hasta Irazusta, para vender las deliciosas masas árabes que fabricaba su madre, o los helados de hielo raspado y granadina que la codicia del viejo Nallib había incorporado a su diversificada actividad comercial y financiera. Al
Toto,
que era un buen velocista, le gritaban "Yabito" en las llegadas, como abreviatura de "Yabrancito". Y ese "Yabito" sería, curiosamente, el nombre de la primera y la última empresa que reunió a los dos hermanos. La primer Yabito fue un modestísimo y poco eficiente negocio de reparación de calzado, en el que se lustraban, más que se arreglaban, los zapatos de algunos incautos. Pero
Toto
Yabrán todavía conserva como un trofeo el cepillo de lustrar donde
Quico
escribió "Yabito" con birome y letra de imprenta.
Toto,
que ya era guarda de estación en Irazusta, combinaba la poco rentable zapatería con ciertas incursiones al Brasil, de donde traía extraños productos de dudosa utilidad, como ciertas capas para la lluvia que llegaban hasta los pies y que se hicieron famosas entre los troperos del campo por la recomendación que hacía el vendedor: "Cuando van a afrontar una tormenta traten primero de impregnarla con un poquito de agua, porque un chaparrón de golpe puede pasar el plástico".

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