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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

Don Alfredo (3 page)

BOOK: Don Alfredo
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—No es necesario, señora —respondió el encargado del operativo, y María Cristina Pérez, tras una breve mirada de inteligencia con su hermana, ordenó a los custodios que les abrieran el portón de rejas de Pueyrredón 1501.

Los azorados policías recorrieron entonces una gigantesca propiedad que dejaba en ridículo sus más salvajes fantasías y convertía en pocilgas para salchicheros los decorados de las series como
Dinastía.
Durante dos horas escrutaron la inmensa casa de techo a dos aguas y sus adyacencias, como el pabellón que usaba Yabrán para atender sus negocios, en el que había recibido a los periodistas de
Clarín
cuando le aconsejaron romper su silencio y empezar a poner la cara. O la vivienda de los porteros, con tres dormitorios, dos baños y comedor diario; y el garaje de tamaño profesional, escrupulosamente limpio y poblado de Mercedes Benz y camionetas. Uno de los policías no pudo reprimir un chillido admirativo al comprobar que el vestuario de la pileta era, en rigor, una casa de dos pisos. Pero todas esas maravillas periféricas empalidecieron cuando sus botas negras pisaron, no sin cierta reverencia, las alfombras persas del palacio. María Cristina, Blanca y algunos "vigiladores" los acompañaron en su inacabable periplo, ofreciéndoles café y gaseosas. Cada tanto alguno abría un armario y no encontraba a Yabrán en pijama; en cambio, otras sorpresas amenizaban el procedimiento: televisores gigantescos o un perro embalsamado, con su pelo real, montando guardia eterna bajo una mesa de laca china, prodigiosamente trabajada. Los dormitorios eran
suites
mullidas y luminosas con baños donde se podía jugar un partido de tenis y
j
acuzzis
que no tenían nada que envidiar a muchas piscinas. Había una cocina por piso. Un gimnasio con hidromasaje. Dos canchas de paddle y otras tantas de fútbol 5. Y hasta un estudio de ballet, con barras y espejos, que el prófugo había mandado construir para la princesita Melina. Cuando se despidieron estaban mareados y alguno pensó: "No sé qué mierda buscamos acá porque este tipo debe estar en las Bahamas". Y ya que estaban en Martínez siguieron camino hacia otra mansión de Yabrán, la dedicada exclusivamente a fiestas, donde se habían celebrado los quince años de Melina y otros encuentros que aún permanecen en el misterio, como la propiedad misma de la casa, a nombre de una compañía sospechosamente panameña que alguien con sentido del humor para los nombres bautizó Riverside Venture Corp.

Mientras los bonaerenses abandonaban la Mansión del Águila, otros ocho detectives del "equipo Cabezas", que conducía el comisario Víctor Fogelman, llegaban a Entre Ríos para sumarse a los procedimientos que los policías locales estaban por realizar en cumplimiento de los exhortos librados por el juez Macchi. El sábado hubo nueve allanamientos en el sur de la provincia, pero la mayor parte no fue en los campos del magnate, sino en las casas de sus familiares en Gualeguaychú y Larroque. Un ejercicio inútil que causó irritación entre sus parientes. Los que no tenían más relación con Alfredo estaban hartos de sufrir problemas por portación de apellido y los que le guardaban afecto se enfrentaron a la policía con fastidio o franco enojo. "Busquen debajo de la cama", propuso un sobrino a la comisión policial que inspeccionaba su vivienda. Miguel, el hermano menor de Yabrán, a quien todo el mundo conoce en Larroque como
Negrín,
tuvo un acceso de furia y demoró el ingreso de los agentes a su vivienda hasta comunicarse con el abogado local de la familia, Rubén Virué, y convencerse de que tenía que abrirles la puerta. A diferencia de su hermano,
Negrín
es un Yabrán relativamente pobre, al que no le fue bien en sus oficios terrestres de joyero, transportista y propietario de un pequeño autoservicio que atiende su mujer Marita. Pero estaba muy identificado con
Quico.

Los nueve allanamientos que empezaron a las siete menos diez de la mañana concluyeron a las diez y veinte con un previsible resultado negativo. Mientras tanto, en la Capital Federal, la policía revisaba las oficinas de Carlos Pellegrini 1173, Cerrito 320 y Viamonte 352, con otros tantos previsibles resultados negativos. En total aquel sábado hubo quince allanamientos infructuosos al cabo de los cuales el juez Macchi declaró al reo "prófugo en rebeldía" y ordenó su captura internacional. También libró oficio al director nacional de Migraciones Hugo Franco para saber si Yabrán había abandonado el territorio nacional. El funcionario, que en esos días había admitido a la prensa haberse visto unas cien veces con Yabrán, no se dio demasiada prisa en contestar, lo que provocó las críticas de Arslanian y obligó al juez a reiterarle el pedido. El domingo 17 continuó la cacería en todos los puntos de la geografía nacional donde Yabrán o alguno de sus testaferros tenía una propiedad, como la lejana San Martín de los Andes donde poseía un chalet alpino, al borde del lago.

El domingo la búsqueda se intensificó, y la jueza de Gualeguaychú, Graciela Pross Laporte recibió varios exhortos firmados por Macchi solicitando más allanamientos. Pero no se produjo, sin embargo, una cacería a escala total que peinara en forma simultánea la veintena de campos que el prófugo tenía en el sur de Entre Ríos, varios de ellos con pistas de aterrizaje que hubieran facilitado una rápida fuga al Uruguay. Ese mismo día la policía departamental pidió autorización a otra jueza, María Cristina Calveyra, de Concepción del Uruguay (o simplemente "Uruguay" como dicen los lugareños) para allanar La Selmira, la estancia donde el cura Jeannot había rezado por la suerte de Alfredo. Allí, en una de las casas del casco auxiliar, encontraron una mesa servida sin comensales, lo que les hizo pensar en un violento escape de último momento. Se internaron diez kilómetros y llegaron al casco principal de unos cincuenta metros de frente y dotado de diez habitaciones. Un periodista de Uruguay, Pablo Bianchi, que cubrió el procedimiento quedó deslumbrado: "Era un lujo, una de esas mansiones de tipo colonial, recién pintada. Vimos dos aljibes y un parque con muchos árboles, muchos naranjos".

Algunos diarios se obstinaron en el error al informar en varias oportunidades (y aludiendo a campos distintos) que se había allanado la estancia Mis Amores; ignoraban que absolutamente todos los establecimientos habían sido bautizados de ese modo por su exótico dueño. Y que sólo se distinguían por el nombre que ya tenían cuando los compró Yabito SA y por un número. El hombre que buscaban, por ejemplo, esperaba al destino en San Ignacio, Campo Número 22.

Mientras el cerco se iba cerrando sobre él, Yabrán permanecía curiosamente inmóvil, como si ignorara que la movilidad es la única chance para el que escapa, como si estuviera esperando una señal favorable de arriba que no habría de producirse o como si en el fondo no le importara o estuviera buscando el desenlace. En su rutina cotidiana de esos pocos días hubo señales contradictorias. No parecía ajeno al mundo, ni apartado de las necesidades vitales como podría pensarse de un candidato al suicidio. Por las mañanas, después de la consabida mateada, tomaba rigurosamente un antioxidante que había traído de Estados Unidos y escuchaba en primer lugar la radio de Gualeguaychú, LT41, para enterarse de las noticias regionales. Luego sintonizaba los medios nacionales y leía escrupulosamente los diarios. En todos ellos su fuga, obviamente, era noticia de tapa. Leyó, despechado, que Jorge Rodríguez, el jefe de gabinete que el año anterior lo había recibido en la Rosada, ahora declaraba muy suelto de cuerpo: "Si lo llaman a Yabrán tendrá que ir a la Justicia. El gobierno no le ha dado ningún apoyo ni retirado ningún apoyo". Frunció el entrecejo con unas declaraciones de su polémico vocero Wenceslao Bunge al diario
Perfil
en las que anunciaba que se estaba "negociando la entrega". Pero celebró su metáfora: "Alfredo se cansó de ser una de las pelotitas de tenis entre Menem y Duhalde y ahora es una de las raquetas". Y cabeceó afirmativamente con algunas salidas del
Gordo
Argibay: "Silvia Belawsky es una rehén de Duhalde" o "yo le aconsejaría a mi defendido que siga prófugo". En cambio, la boca tajeada se frunció en un rictus de odio al constatar el júbilo de Cavallo y su terquedad para calificarlo: "El jefe de la mafia, Alfredo Yabrán, usa a sus abogados para politizar la causa".

El gran enemigo aludía a la escalada emprendida esa semana por la Central, que tenía mucho de gesto desesperado.

El lunes 11, el
Gordo
Argibay interpuso un hábeas corpus preventivo anticipándose a una posible "orden ilegítima de detención" contra su cliente. Y en vez de hacerlo en el tribunal que llevaba la causa Cabezas, lo dejó ante el juzgado federal de Hernán Bernasconi, el desacreditado magistrado del "caso Coppola", que afrontaba la posibilidad de un juicio político. Argibay acusó a Duhalde por la orden que podía dictar el juez Macchi y dijo que el gobernador lo hacía para "rescatar su alicaída carrera hacia la presidencia". Bernasconi se mostró digno de la confianza que Argibay depositó en él: aceptó el pedido y cuando se planteó la inevitable cuestión de competencia con Macchi acudió a una Corte Suprema sospechada de oficialismo para que resolviera el conflicto. Al día siguiente fue más lejos: intentó un allanamiento en el Ministerio de Seguridad y Justicia de la provincia de Buenos Aires, que provocó las iras del ministro Arslanian. En su juzgado, como parte de la misma estrategia, ya había un pedido del abogado de Gregorio Ríos recusando al juez Macchi y solicitando el traspaso de la causa Cabezas al juzgado del propio Bernasconi.

El martes 12, Guillermo Ledesma presentó una durísima denuncia firmada por Yabrán en la que acusaba por intento de extorsión a dos integrantes de la Cámara de Dolores, Jorge Dupuy y Susana Miriam Darling Yaltone. En el brulote contra quienes debían juzgarlo, recordó que, en setiembre, ya había denunciado por extorsión al abogado de Cabezas, Alejandro Vecchi. Un sucio episodio en el que había participado el fiel Leonardo Aristimuño, llevando una caja con cien mil pesos a las oficinas de Vecchi, en Corrientes 1135, donde funcionaba también la Fundación Cabezas, a cuyo nombre —según Yabrán— se había pedido el soborno. Leo aseguró que había entregado la caja a un tal "señor Reyes", en presencia del escribano público Gonzalo de Azevedo —algo así como el notario de cabecera del empresario—, quien labró un acta "extraprotocolar" de la presunta entrega. La idea era demostrar que la familia Cabezas había pedido ese dinero para sacar a Yabrán de la mira judicial y orientar la causa hacia "la pista policial". Vecchi declaró que Reyes —que es el portero del edificio y se llama Reyes de nombre y no de apellido— no había recibido la famosa caja y acusó al empresario y a sus abogados de haber montado una maniobra para desacreditarlo. También pidió y obtuvo custodia policial.

El miércoles 13 los senadores peronistas confirmaron a Bernasconi en su cargo.

El viernes 15 se produjo el contraataque.

En sus días en San Ignacio, el prófugo sólo salió un par de veces a caminar por su campo. El tiempo estaba fresco y ventoso y no quiso alejarse mucho. Tal vez por temor a que lo vieran o porque ese paisaje horizontal e inabarcable, de lomadas y arboledas, que antes mostraba con orgullo a ciertos visitantes, se le volvía en contra en aquella hora de presentimientos y de sombras. Lo cierto es que llegó hasta una enredadera cercana que contempló abstraído durante unos instantes y luego regresó a la casa para lidiar con el satelital y tratar de comunicarse con la otra central, la de sus negocios, a través de algunos pocos, escogidos lugartenientes. Aunque Leo supuso (o quiso suponer) que Don Alfredo había hablado únicamente desde su celular Sony y hasta le ofreció el suyo para que sus llamadas no fueran interceptadas y pudieran localizarlo, Andrea lo escuchó maldecir ante alguna comunicación frustrada que intentó desde el Planet 1, instalado "fuera de la casa, para el lado de la cocina". El misterioso aparato después entraría y saldría de la causa por arte de magia (o por decisión nada mágica de los humanos involucrados).

En rigor, el antiguo vendedor de Bourroughs, que obviamente conocía de electrónica y de servicios de inteligencia, había dejado de usar los celulares desde fines de mayo del año anterior, luego de que el temible Excalibur revelara los orígenes y destinos de cuatro mil quinientas dieciséis llamadas realizadas desde y hacia sus teléfonos en Yabito SA. Entre ellas se destacaron las que efectuó desde el "teléfono rojo" 394–2528. A partir de ese momento, los fatigados sabuesos del comisario Víctor Fogelman ya no pudieron cruzar las llamadas estratégicas que
Papimafi
hizo en su último año de vida.

Yabrán contrató el servicio satelital de la empresa Inmarsat a un costo ridículo para él: menos de diez mil pesos por aparato. Por esa bicoca recibió una valijita milagrosa, parecida a una
notebook,
cuya tapa, abierta en un ángulo de 45 grados, permite hacer llegar la señal al satélite de baja altura de la Inmarsat, sin tener que pasar por ninguna antena ni central de conmutación, como ocurre con la telefonía tradicional y con la celular. Por esta razón suelen usarlo los grandes traficantes de droga o de armas, como Al Kassar, y también políticos, espías y empresarios que viven del secreto. Usando como antena el propio aparato, Don Alfredo podía comunicarse con cualquier otra persona en la tierra que tuviera uno igual sin que su llamada fuera registrada en ninguna central. Excepto Inmarsat, en cuya casa matriz de Estados Unidos hubo una memoria que registró las comunicaciones del abonado. También hubieran podido interferirlas la CIA y el Pentágono, obviamente, a través de sus satélites espías, si tan solo hubieran tenido el dato preciso del lugar donde se originaban las emisiones. Nadie más. Porque la elevada frecuencia de las señales de los teléfonos satelitales (de 1500 a 1600 megahertz, contra los 800 o 900 de los celulares) produce una radiación electromagnética muy direccional, como si fuera una línea recta entre el teléfono y el satélite.

La única manera de "pinchar" la llamada para escuchar o detectar su origen es colocar una antena espía que intercepte esa recta en un punto. Los celulares, en cambio, pueden ser interferidos con un receptor cercano o con un equipo interceptor conectado a la central telefónica, como hace la SIDE. NO hay dudas, pese a lo que después dirían la jueza y su secretaria, de que Yabrán llevó el satelital a San Ignacio y lo usó. Lo extraño es que en sus días finales también usara el celular, desde el que hizo cinco llamadas. Una de ellas, decisiva.

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