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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

Don Alfredo (2 page)

BOOK: Don Alfredo
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En el trayecto de 250 kilómetros hasta San Ignacio, que la doble cabina cubrió a toda velocidad, Don Alfredo escuchó la radio permanentemente. En el botón 1 del equipo de audio estaba Radio Continental; en el 2, Rivadavia; en el 3, Mitre. A pesar de ser uno de los tres hombres más ricos del país, llevaba apenas un pequeño bolso con un
jogging
azul, un
attaché
y
dos mudas de ropa, además de algunos CD, dos agendas que hubieran hecho las delicias de más de un servicio de inteligencia, un celular Sony a nombre de uno de sus colaboradores y un satelital Planet 1 de Inmarsat, que le servía para sortear interferencias. Al llegar a Gualeguaychú se les unió Andrea, la mujer de Leo, una muchacha delgada y silenciosa, tan común y apta para pasar inadvertida como su marido. Ambos debían ocupar el puesto de los caseros despedidos por Don Alfredo cuando se hizo cargo de San Ignacio. Pretendía asegurarse de ese modo una discreta intimidad con su gente de confianza en lugar de valerse de servidores heredados; pero en las presentes circunstancias, esa práctica, que había repetido invariablemente en todas sus propiedades, se le podía volver en contra: los desplazados podían hablar por resentimiento y hacer saber que los habían echado de tal o cual estancia porque Yabrán estaba por habitarla.

Mientras el
Cartero
volvía sobre sus pasos hacia Entre Ríos, el prestigioso doctor Ledesma advertía que no siempre el dinero hace la felicidad, pues los laureles adquiridos trece años antes estaban siendo vapuleados en el programa
Hora Clave
por un coro de habitués mediáticos, apenas moderados por Mariano Grondona, que le preguntaban por qué Yabrán no se había presentado ese día ante la jueza Elías, y lo acusaban de algo que él —más inclinado a lo técnico y jurídico— tenía que hacer a regañadientes: "embarrar la causa Cabezas" y "politizarla". Su intervención acabó cuando la producción de Grondona puso en el aire a la madre del fotógrafo asesinado, que se comunicó telefónicamente con el estudio para recordarle al ex camarista Ledesma que la víctima no era Yabrán sino su hijo José Luis, y ella misma, porque diecisiete meses antes le habían entregado un cadáver carbonizado "que no había podido besar" y seguía sin saber quién, cómo y por qué lo habían mandado asesinar de esa manera brutal y tenebrosa. Ledesma entendió el sentido de la intervención maternal y optó por callarse para conservar algo de su antiguo empaque.

Era de madrugada cuando atravesaron Aldea San Antonio —un pequeño villorrio de unos dos mil habitantes, descendientes de inmigrantes alemanes, ubicado a 30 kilómetros de Gualeguaychú—, que era el paso inevitable para llegar a una de las estancias más inaccesibles de Yabito SA, un emporio que gerenciaba
Toto
y poseía, por lo menos, veintitrés establecimientos, setenta mil hectáreas y cincuenta mil cabezas de ganado, en su mayor parte en el territorio de Entre Ríos, pero también en Corrientes. Don Alfredo iba oculto detrás de los vidrios polarizados, pero no era necesario: esos gringos secos y taciturnos de la Aldea, a los que siempre había odiado, estaban encerrados en sus pequeñas casas y en sus pequeñas vidas. De haberlo visto, no se lo habrían dicho a nadie, no por solidaridad con el fugitivo, desde luego, sino porque les importaba un carajo.

Dejaron atrás las pequeñas casas de San Antonio y siguieron por el camino de ripio hasta llegar al pórtico de piedras grises coronado por un travesaño de madera que reza "San Ignacio". La camioneta pasó rozando el cartel y se internó por la izquierda. Hizo los dos kilómetros que la separaban del casco viejo, en el que seguramente todos estaban dormidos, y avanzó hacia un horizonte apenas visible, donde se recortaba la arboleda que delataba la presencia del casco nuevo. Llegaron a la casa de estilo colonial pintada de rosa mexicano y derivaron hacia el galpón donde metieron la camioneta. Hicieron una breve inspección de la vivienda del patrón y de la que ocuparían ellos como caseros y recibieron las primeras órdenes de Don Alfredo. Don Roberto Gervasoni —uno de los primeros puesteros que había trabajado para él a fines de los setenta, cuando compró su primer campo al escritor local Pablito Díaz— tenía que quedarse donde estaba, en el casco viejo. Sólo Leo y Andrea debían permanecer junto a él en la casa rosada. "Quiero estar solo, cuando te necesite te llamo", le dijo a Leo antes de darle las buenas noches a la pareja. Se quedó unos instantes en la galería, mientras los muchachos entraban en la casa asignada y él escuchaba los ruidos del campo: el viento, los grillos, algún mugido lejano de sus "angus" y el chillido de los teros, que pegan el grito en un lado y ponen los huevos en otro, según una conducta que el
Gordo
Argibay proponía como doctrina. Se sentía más seguro sin los integrantes de "los tres círculos" deambulando a su alrededor, sin los jefes de seguridad e inteligencia de los que virtualmente se había alejado a fines de marzo. Tal vez pensó que de poco podía servirle la añeja relación que había tejido con ellos, porque gente como el
Chango
Víctor Dinamarca o
Palito
Donda, que habían producido tantas agonías clandestinas, podía entregarlo en cualquier momento sin que le temblara el pulso. El hombre de pelo blanco y ojos de aguilucho, que aspiraba el olor del pasto recién cortado, no había conocido en su vida eso que la gente común suele llamar la plena confianza. En todo caso, lo más aproximado a ese sentimiento era su afecto de amo por ese perro guardián que parecía ser Gregorio Ríos antes de entregarse preso.

Seguramente no recordó en ese momento algo que había aprendido en el colegio secundario: que no muy lejos de allí Justo José de Urquiza esperó desprevenido a sus asesinos, pensando que eran aliados que venían en su apoyo.

Es probable, en cambio, que se haya dicho a sí mismo —sin terminar de creerlo— que el campo entrerriano, donde muchos lo llamaban reverencialmente Don Alfredo, era el mejor lugar para esconderse y esperar que esos insoportables abogados lograran que la Corte Suprema le sacara el caso a Macchi y se lo pasara al juez federal Hernán Bernasconi, un ex duhaldista que ahora seguía siendo juez por orden de Menem a los senadores.

Es probable, también, que al echar una última mirada al campo en sombras haya recordado que muchos hombres del gobierno habían comprado tierras en el sur entrerriano. Y que a pocas leguas de San Ignacio, entre Gualeguaychú y Concepción del Uruguay, se extendían las 800 hectáreas de La Margarita, una de las estancias más modernas de la zona, destinada a la cría de ganado y la producción lechera y dotada de una casa confortable, una pileta de natación y hasta una pista de aterrizaje. El establecimiento era propiedad de Hugo Anzorreguy, el jefe de la SIDE, que lo había investigado tanto en el país como en los Estados Unidos, tratando de establecer sus nexos con el narcotráfico y el lavado de dinero. En esos días, Anzorreguy y su rival Carlos Corach habían atendido con esmero a un importante viajero del Norte: el señor Louis Freeh, jefe del FBI. Los periodistas Gerardo Young y Ernesto Semán publicaron en
Clarín
que el policía norteamericano traía en su equipaje nuevos datos comprometedores para el fugitivo, que obligaron al poder a "soltarle la mano". Tanto el gobierno como la embajada norteamericana se apresuraron a desmentir la versión, pero algunos observadores siguieron pensando que la visita coincidía, sugestivamente, con la total soledad de Yabrán. Lamentablemente para Don Alfredo, el
Señor Cinco
visitaba muy a menudo su estancia entrerriana y había tejido una red local de informantes profesionales y vocacionales que lo surtían de datos. Y qué dato podía superar la revelación de que el ahora prófugo Alfredo Enrique Nallib Yabrán se ocultaba en San Ignacio.

2

Toto
Yabrán no supo presentir la muerte en los ojos de su hermano. Por eso aceptó dejarlo en San Ignacio con Leonardo Aristimuño y su mujer y viajar al Norte, como lo había planeado antes de que las cosas se pusieran tan mal.

—No te preocupes, voy a estar bien. Lo único que necesito es tiempo —dijo
Quico
para tranquilizarlo.

—Me quedo. Es mejor —insistió
Toto,
preocupado.

—Te digo en serio que voy a estar bien. Andate y el 26 de mayo nos tomamos un mate.

—¿Por qué el 26 y no el 25? —volvió a preguntar, pensando absurdamente en la fecha patria, como si eso importara en las circunstancias que estaban viviendo.

—El 26 —reiteró Alfredo y
Toto
no hizo más preguntas.

Quico
era el hermano menor, pero por encima de todo era el Jefe. En parte para calmar sus aprensiones y en parte porque lo creía realmente, ponderó las condiciones favorables de San Ignacio como escondite. Los accesos eran intrincados y nadie podía ver desde afuera lo que pasaba en el casco nuevo. Ya lo había dicho el viernes, cuando pasearon por San Ignacio en la camioneta de
Toto.
Sólo que en esas cuarenta y ocho horas todo había cambiado. El pronóstico de la Central se había cumplido. La Belawsky (a la que suponía comprada o apretada por la gente del Gobernador) había cambiado su testimonio original y lo había marcado como autor intelectual del crimen de Cabezas. En la madrugada del sábado, el pequeño juez Macchi había lanzado el pedido de captura que provocó en Yabrán una arcada de angustia y el temor de quebrarse en mil pedazos. No porque la medida lo hubiera sorprendido sino porque venía a confirmar el pronóstico de la Central y su convicción ancestral de que el Destino le estaba golpeando a la puerta. Si no actuaba rápido sólo le restaba transitar un vía crucis predeterminado: lo mostrarían al mundo humillado y esposado; seguiría en prisión hasta el juicio oral, que se convertiría en el gran circo del período preelectoral; lo condenarían como tributo a la pugna por el poder entre Menem, Duhalde y la Alianza y acabaría sus días en la cárcel de Dolores, acuchillado o envenenado por algún sicario enviado por los enemigos o por los amigos. Acaso éstos más peligrosos que aquéllos.

Toto
observó a
Quico
sin adivinar que lo estaba viendo por última vez. Las palabras finales fueron sobre tonterías, como el viento que estaba soplando fuerte ese domingo de otoño. Mientras, Leo contemplaba a la distancia a los dos hermanos, tan semejantes y diferentes.
Toto
era un poco más bajo y menos corpulento que
Quico
y sus ojos eran oscuros y no azul turquesa, pero tenía como impronta genética la misma boca tajeada, burlona y despectiva. Caía rápido en exabruptos y agresiones que en su hermano sólo afloraban en la intimidad, cuando descansaba de su férreo autocontrol y dejaba de lado la sonrisa persuasiva y esa capacidad "entradora", de vendedor profesional, que tirios y troyanos le reconocían.
Toto,
ex guarda de la estación ferroviaria de Larroque, no era solamente uno de los yabranes que se quedaron en el pueblo ponderando las bondades de conocer a todos y canjear mandarinas por pasteles con la vecina de al lado, en vez de aventurarse al mundo ancho y ajeno, para apropiárselo, como había hecho su hermano menor. Era vivo y ladino como
Quico y
como lo había sido Nallib, el padre de ambos. Como ellos, también sabía organizar y mandar. Sólo que en un plano táctico. A diferencia de
Quico,
que había iniciado su carrera hacia la fortuna vendiendo computadoras de Bourroughs, no entendería nunca de sistemas, en un sentido que abarca y trasciende a la vez la lógica matemática. Por eso no comprendió lo que estaba pasando y apenas le restó lamentarse, después de la catástrofe, con una admisión que se convirtió en letanía:

—Nos engañó a todos.

¿Yabrán pensó fugarse al exterior? Garganta Uno no parece muy convencido.

"Se habló —comenta taciturno mientras maneja— de un posible raje al Uruguay, pero a mí no me consta. La idea, usted se acordará porque alguien lo publicó, era cruzar a Nueva Berlín —ese pequeño pueblo del Uruguay donde unos meses antes, había caído el avión de Austral— y luego hacerse humo en algún lugar favorable del planeta. Según ese chimento, que circuló en la zona, uno de sus custodios contactó a un baqueano, que alguna vez fue buche de la cana de Entre Ríos y que estaba vinculado con el datero Mario López, cuyas denuncias derribaron al jefe de policía de la provincia (Mario Marín). Se dice que este baqueano, que conoce muy bien la frontera, había pensado sacarlo en un bote. Y que el único problema que le encontraba al plan era que tenían que bordear La Margarita (la estancia de Anzorreguy en Colonia El Potrero), cuyos muchachos —obviamente— andaban tras los pasos de Alfredo. Él se creía tan piola como para superar el obstáculo. 'Si tenemos problemas en el camino —dicen que dijo— nos podemos esconder en un islote que hay en el medio'. No sé, puede ser, pero yo no lo creo. Me parece de Indiana Jones y, a veces, las cosas son más sencillas. ¿Cómo son? A lo mejor algún día le cuento los detalles. Por ahora vaya masticando este concepto: Alfredo era un fundamentalista del poder. ¿Y sabe lo que pasa en la cabeza de un fundamentalista cuando comprende que su Dios lo abandonó?" Entonces Garganta Uno se ríe, inesperadamente, a carcajadas.

El primer allanamiento fue en la madrugada del sábado 16, en el chalet Narbay de Pinamar, ubicado en la céntrica Calle de la Ballena, una loma sombreada de pinos, donde hay otras propiedades del imperio "Yabito", como la casa de su cuñada Blanca Rosa Pérez de Alonso y su marido, Raúl Oscar Alonso (formalmente titulares de OCA, la empresa que Yabrán siempre negó), o el departamento que en la esquina de De la Ballena y De las Artes ocupaban los "vigiladores" de Bridees. Algo más de cien metros de territorio orgánico de Don Alfredo que el fotógrafo de
Noticias
José Luis Cabezas había acechado, en el verano del '95 al '96, para su desgracia.

A las dos de la mañana del mismo sábado, treinta policías se dieron a la ardua tarea de revisar la Mansión del Águila. Al frente de la nutrida comisión iba uno de los siete lugartenientes de Fogelman, el comisario Miguel Ángel Garello. El mismo que había desviado la investigación por el atentado a la AMIA, introduciendo al testigo trucho Ramón Solari. Los policías fueron recibidos por María Cristina Pérez y su hermana Blanca. Ambas vestidas y prevenidas como para atender visitas extemporáneas.

—Alfredo no está —dijo la mujer de Yabrán con una sonrisa impostada que no alcanzaba a disimular el temor y la dureza de la mirada. Con la misma cortesía preguntó si no debían aguardar a que llegaran sus abogados.

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