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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

Don Alfredo (9 page)

BOOK: Don Alfredo
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Finalmente, pese al aporte de su hermano ferroviario,
Quico
no terminó la carrera. Tampoco lo lamentó demasiado.

En algún momento, según la leyenda, dejó la casa de Nelly y su marido y se instaló en una pensión, donde habría tenido como compañero de pieza a un tal Víctor Hugo Dinamarca. Es otro de los rumores que viene de la sombra y se diluye frente a la más posible versión de un encuentro profesional que se produjo varios años más tarde, a través de un contacto militar.

En esa época hubo algunas changas que no tienen la menor importancia. Como su paso por Ultra, donde vendía máquinas de sumar. Lo determinante, y hasta ahora prácticamente desconocido, fue su experiencia laboral dentro de la empresa norteamericana Bourroughs, en la que entró casi como cadete, ascendió rápido a vendedor y salió —juicio de por medio— convertido en un pequeño empresario que sabía jugar con dos barajas a la vez.

Garganta Dos no es flamboyante y provocador como Garganta Uno. Es un hombre amable y melancólico que vive aislado en un campito cercano a la Capital cultivando orquídeas de invernadero. Ha logrado una síntesis de aquel Yabrán y la suelta, con una risita desvaída, mientras sirve un té en una sala que no logra caldear con la chimenea.

—Para que un
Turco
venda en el Once tiene que ser muy hábil.

Y se ríe, pensando en los comerciantes judíos de ese barrio. Curiosamente, aunque es inteligente y posee una información privilegiada sobre el personaje, cree, como la mayoría de los argentinos, que "Alfredo está vivo".

Él develará una parte de la etapa de Bourroughs, que necesitará otros complementos.

Quico
se casó con Cristina el 25 de enero de 1968. Por una extraña casualidad o por una terrible causalidad (¿un siniestro regalo de bodas?) el fotógrafo José Luis Cabezas sería asesinado otro 25 de enero, veintinueve años más tarde. El hombre que en los noventa declararía ante la Comisión Anti Mafia del Congreso una fortuna de 400 millones de dólares, pero al que Cavallo, Anzorreguy y Duhalde le calculaban (en privado) diez veces más, tuvo que ir a vivir a casa de sus suegros porque no le alcanzaba el dinero para tener una vivienda propia. La casa del señor Pérez estaba en la zona de Florida, pegada a las vías del ferrocarril Belgrano; él les dejó "a los chicos" (Alfredo tenía veintitrés años y Cristina dieciocho) un pequeño departamento en la terraza. Allí, los fines de semana,
Quico
podía hacer lo que más le gustaba: ponerse un short y unas ojotas y preparar un asado para la familia y, a veces, algunos pocos amigos. Detestaba las fiestas o los banquetes multitudinarios. Ya entonces hacía un culto de la privacidad y se molestaba cuando sentía que lo estaban invadiendo. Su mundo de relación se limitaba a unos pocos vendedores de la Compañía. Llevaba una vida metódica y sosa. Durante la semana se iba muy temprano a vender y volvía muy tarde. Los viernes o los sábados la pareja se reunía con algún matrimonio amigo y ni siquiera iba al cine o a cenar afuera; comían un asado o unas empanadas en el departamento de la terraza y ocurría lo previsible: los hombres comentaban entre risotadas las peripecias de la venta de maquinarias para oficina mientras las mujeres reiteraban hasta el bostezo los tópicos domésticos reservados al gineceo.

Yabrán sólo se singularizaba, entonces, por una proverbial torpeza para servirse o servir, que provocaba el infaltable comentario de algún ingenioso de las ventas: "Para comer con vos,
Turco,
hay que venir con perramus". Sus amigos de ese tiempo lo encontraban afable, generoso y "cumplidor con los que le cumplían". Su verdadera pasión, en realidad, empezaba el lunes a la mañana, en esa empresa norteamericana que ocupaba una posición importante en el mercado argentino, compartiendo la torta con IBM. Bourroughs tenía por aquel entonces una fuerte entrada en el apetitoso mercado estatal, en tanto que IBM le vendía principalmente a las grandes empresas. Atento a todo lo que ocurría y con gran capacidad de síntesis,
Quico
iba asimilando los principios organizativos de la corporación que, como los de otras compañías norteamericanas, estaban inspirados en la estructura y el funcionamiento del ejército. Más tarde los aplicaría a rajatabla, acentuando aún más la disciplina y traspasando los límites convencionales de la recompensa y el castigo. Ya en esa época sentía poca simpatía por los yanquis y una notoria repulsión por el idioma inglés ("que aprendan ellos castellano", decía), pero admiraba su capacidad gerencial y estaba dispuesto a copiarla, cuando llegara la ocasión y con ciertas adaptaciones, en la empresa propia que algún día iba a tener.

La leyenda familiar entrerriana pretende que
Quico
prácticamente saltó de cadete a vendedor estrella, tras un curso de un año en los Estados Unidos. No es lo que recuerdan los que lo conocieron bien en ese período. En realidad, participó de tres o cuatro cursos en Brasil, donde no sobresalió por su capacidad teórica sino por la verdadera locura que le despertaron las
garotas
de Ipanema. Aunque seguía enamorado de la mujer de su vida, consideraba que la esposa amada y la caza furtiva eran dos esferas perfectamente separadas que no tenían por qué entrar en colisión. Un turco viejo de Larroque le había explicado cuando era un adolescente que la mujer del turco ya sabe, al casarse, que para mantener al marido alegre y cariñoso debe permitirle las escapadas.

A fines de 1970 Cristina quedó embarazada de Pablo, el primer hijo, y él sintió una gran emoción y una enorme responsabilidad. Dejaba de ser
Quico
para pasar a ser un
pater familias.
Debía luchar como una fiera por los suyos. El león alado, como lo llamaría muchos años después su hija Melina, sublimando la índole feroz de esa lucha. Con Cristina embarazada fueron a Mar del Plata para unas cortas vacaciones. Aún no habían descubierto el todavía aristocrático y recoleto Pinamar, al que Alfredo asociaba, erróneamente, con "el ambiente hippy" de Villa Gessell.

Aunque le encantaban las carreras de turismo de carretera, todavía no sabía manejar ni tenía auto propio. Su primer coche, en una lista que sumaría cientos, fue un Peugeot 404 de segunda mano, con el que se mandó algunas torpezas memorables: una vez se detuvo en seco en medio de la ruta; otra, se subió a la vereda tras unas nalgas poderosas. Con el tiempo, sin embargo, llegaría a ser un volante diestro y temerario.

En Bourroughs, Alfredo Yabrán adquirió varios conocimientos estratégicos. En primer lugar, aprendió computación en una época (comienzos de los setenta) en que la sigla PC sólo significaba, para el común de los mortales, Partido Comunista. Como vendía
software
tenía que entender de
software.
Pero también de
hardware,
porque las máquinas pesadas de aquella época anterior al microchip solían tener graves problemas de mantenimiento. Empezó vendiendo la J700, luego toda la línea F de Bourroughs y finalmente, la línea E, el primer computador que llegó a la Argentina, una máquina electromecánica.

En segundo lugar, aprendió que todo el mundo quiere hablar de sí mismo y que muchos van al médico para tener una persona que, por sus honorarios, está obligada a escucharlo, a diferencia de la mujer y de los hijos que ya no le hacen caso. El vendedor suele ser también un cura o un psicoanalista sustituto, que a veces debe pasarse horas escuchando los problemas de los clientes.

En tercer lugar, aprendió que la coima forma parte de la cultura nacional. Una vez un jefe de compras le dijo, bromeando: "Todos los hombres tienen su precio... y yo no soy de los más caros". Tampoco era de los más baratos.

Generalmente Bourroughs no era tan elástica como IBM en esa área y, al comienzo, Yabrán tuvo que "adornar" a más de uno sacando plata de sus propias comisiones. Pero era una inversión: con el tiempo había formado una cadena impresionante de contactos en bancos y dependencias públicas —como la Fuerza Aérea—, que llegarían a ser determinantes a la hora de lanzarse por su cuenta.

En cuarto lugar, aprendió que en el origen de toda fortuna hay, desde luego, mucho esfuerzo y suerte, pero que la diferencia siempre la hace la trampa. Y que en la Argentina, país donde el capitalismo parece estar siempre en su etapa primigenia, el que no hace trampas muere arrollado. Entonces, asociado con algunos técnicos de la compañía, inventó una pequeña empresa de
service
que daría mantenimiento a sus clientes, al margen y en competencia con la propia Bourroughs. Y, por si fuera poco, le fabricó un mercado cautivo, mediante un ardid muy simple y efectivo: a las máquinas nuevas que vendía les cambiaba algunas piezas clave y las sustituía por otras viejas en no muy buen estado. Cuando la computadora empezaba a fallar y el cliente lo llamaba desesperado, se acercaba al buen hombre con una sonrisa protectora y le comentaba, confidencialmente: "Mire, entre nosotros, el servicio de Bourroughs es malísimo, pero yo conozco una gente que se lo puede hacer mejor y no cobran mucho". La máquina iba entonces al taller paralelo del propio Yabrán y los técnicos sustituían la pieza usada por la original de fábrica. El aparato quedaba "arreglado" con sorprendente velocidad y el cliente, satisfecho, confiaba cada vez más en ese muchacho tan servicial. De ese modo crecían sus ventas y subía escalones dentro de la compañía. Fue la primera trampa, pero distaba mucho de ser la única.

Pronto los amigos percibieron que el
Turco
comenzaba a prosperar. Había cambiado la casa de sus suegros por un chalecito propio y en los veranos iba a Mar del Plata o alquilaba alguna quinta por la zona de Don Torcuato. En 1972, nació Mariano, el hijo del medio. Faltaba Melina, que llegaría en 1976, en los días de la incipiente prosperidad.

Pero no todo eran rosas; en Bourroughs había aterrizado un gringo seco y jodido, que lo marcaba de cerca y sospechaba que andaba en trapisondas en perjuicio de la compañía. Mister Alfred Lloyd Wise.

7

Luego de hablar por teléfono con el comisario Cosso, la doctora Graciela Pross Laporte, jueza de Instrucción Número 2 de Gualeguaychú, sintió que sus piernas y su austero despacho ya no eran los de diez minutos antes. Las rodillas se le habían vuelto de algodón y los altos y oscuros armarios de la oficina amenazaban con desplomarse sobre su cabeza. Pidió el auto para desplazarse al lugar del hecho y supo de inmediato que ese celular que estaba guardando en la cartera no iba a parar de sonar en las próximas horas desde las trincheras hostiles del periodismo porteño. Y desde alturas nunca antes frecuentadas del poder nacional. Mientras viajaba de Gualeguaychú a la Villa San Antonio rogó que fuera un suicidio y pudiera probarlo fehacientemente.

Cuando entró en el baño de la
suite
y vio la cabeza canosa sobre la espesa mancha de sangre, tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar un miedo que orillaba el pánico y dar las primeras órdenes que no tardaron en tropezar con los escollos previsibles, empezando por el de la falta de recursos. El caso era demasiado importante para ese pequeño rincón provinciano. La jueza, por ejemplo, no quería tocar nada hasta que llegara personal especializado de la Dirección de Criminalística de la provincia. Y la flamante Unidad Móvil de Criminalística, que disponía de los elementos para realizar los distintos peritajes, estaba ocupada en la localidad de Crespo, investigando, casualmente, otro suicidio. "Terminan en Crespo y vienen para San Antonio", le aseguró el jefe de Policía Errasti, que acababa de llegar de Paraná en helicóptero. La jueza salió de la
suite
infestada de muerte y escuchó un sollozo. Era Leo.

—¿Cómo están las cosas por ahí? —preguntó por teléfono el ministro Schiavoni al jefe Errasti.

—Para nosotros está confirmado que es Yabrán. Aquí nomás está el cuidador de él, un chico Aristimuño, que no para de llorar.

Apenas cortó, Schiavoni se comunicó con el gobernador Busti, que estaba en la Capital.

—Mirá, Jorge, yo creo que de esto no tenemos que hablar; si hablamos vamos a ser esclavos de nuestras palabras.

El gobernador estuvo de acuerdo, pero le recordó lo que el Ministro ya sabía: que toda la prensa nacional y extranjera llamaba y seguiría llamando al gobierno entrerriano. Volvió a sonar el celular. "Es Arslanian", le dijo el secretario de prensa, anunciando a su par en la provincia de Buenos Aires. "Ya escuché lo que dijo por radio, Ministro —comentó Schiavoni—, yo tengo a mi gente trabajando y aparentemente es Yabrán. Cualquier cosa le voy a confirmar." Recién volvió a llamarlo a las diez de la noche. A las cuatro menos cuarto de la tarde le prestaron el chofer y el auto del gobernador y partió velozmente hacia San Ignacio, junto con su secretario. Cubrieron los trescientos kilómetros que separan Paraná de Aldea San Antonio en menos de dos horas. Viajaron a 180, 190 kilómetros por hora.

Cuando llegó al casco principal atardecía. Ya estaban los de Criminalística y tanto los funcionarios judiciales como los policiales trabajaban activamente, aparentando una eficiencia que recreaba la ilusión de un
thriller
norteamericano, con extras criollos. Tendrían que pasar horas, días y en algún caso meses, para que se descubrieran los puntos débiles y los agujeros negros de la investigación. Algo de caos tuvo que haber en esa escena cinematográfica, para que el chico Leo pudiera, en medio de su notoria aflicción, hacerles algunas jugarretas a los investigadores. Esas trampas no estaban motivadas por el afán de tergiversar lo que había ocurrido de acuerdo con un plan preconcebido, sino por un sentimiento de lealtad al muerto y su familia.

Schiavoni observó a la mujer madura y regordeta que daba órdenes y fue a saludarla. En la provincia tenía fama de ser una jueza derecha y sensata. Le dio la mano y pensó, mirando sus ojos claros de gringa, "¡qué cagazo tiene!". Luego saludó a Cristina Calveyra. Ella también se había hecho presente e iniciado un caso que se le iba de las manos porque "el lugar del hecho" caía por pocos metros dentro de la jurisdicción de su colega.

"¿Quiere verlo?", le preguntó el jefe Errasti. "No, está bien", contestó Schiavoni, pero enseguida cambió de idea y pidió que alguien lo acompañara. Llegó hasta el baño, entrevió la cabeza del presunto
Cartero
y no quiso más. Cuando volvió a la sala de
pool,
convertida en despacho por el fiscal Guillermo Biré y los escribientes, acababan de entrar
Negrín
y
Coca
Yabrán. Venían citados por la jueza Pross Laporte para una de las instancias cruciales de la investigación: el reconocimiento del cadáver.

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