Una monarquía protegida por la censura (6 page)

BOOK: Una monarquía protegida por la censura
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Tras una comida privada y la clausura de un seminario sobre san Ignacio, donde pronunció unas breves palabras en euskera, que todos agradecieron como gesto, se trasladaron al palacio de Miramar en San Sebastián, donde don Juan Carlos había vivido de pequeño cuatro años. El palacio, donación del ayuntamiento donostiarra a la reina María Cristina, lo había vendido su padre don Juan de nuevo al ayuntamiento, que lo utiliza hoy como universidad de verano y para recepciones.

En este acto nos dijo que le gustaría viajar al País Vasco más a menudo. Nos dijo que desearía estar más presente en el paisaje político vasco. Pero, sinceramente, el hombre no hace nada para merecerlo. ¿Qué le costaría en los mensajes de Navidad hacer un saludo en euskera, catalán y gallego, que también son idiomas constitucionales? ¿Qué le costaría tener pequeños gestos de acercamiento y concordia? Nada. Sólo un mínimo de sensibilidad para no dar la sensación de ser muchas veces un caro florero.

El caso es que aquel día 29 de julio de 1991 había mucha gente en el palacio de Miramar, entre ellos el presidente del EBB. En las escalinatas del palacio mantuvimos una conversación en la que el rey nos decía que su presencia en Euzkadi —había pronunciado por primera vez esta palabra en un discurso— animaba a mucha gente que se podía sentir confusa porque eran más ruidosos los gritos de una minoría que la presencia de una mayoría. Nos extrañó que nos dijera que él, al estar por encima del gobierno, podía hacer más gestos, y dirigiéndose a mí me comentó que le habían gustado mis declaraciones según las cuales yo había dicho que no era muy lógico que visitara Euzkadi cada diez años y que había que hacer las cosas con más normalidad y asiduidad.

Nos contó que había vivido en aquel palacio, que en él había aprendido a contar en euskera y que tenía muy buenos recuerdos de su estancia en Donostia, así como que estaba contento por volver y que tenía preparadas sus habitaciones arriba. Curiosamente llevábamos el mismo modelo de corbata, aunque le puntualicé, como le dijo Manuel de Irujo a Alfonso XIII, que le saludaba «desde la acera de enfrente». Se rió. Y quedó con Arzalluz en que le llamaría. Hasta hoy. De allí se fue al restaurante Akelarre con una representación de las instituciones vascas. El día de San Ignacio estuvo en la misa concelebrada por el cardenal Sukia en la explanada de la basílica de Loyola con motivo del V centenario del nacimiento, allí, del santo. Tras la misa visitaron a don José Miguel de Barandiarán en su pueblo de Ataun. Barandiarán estaba considerado el patriarca de la cultura vasca.

EL ALMANAQUE MONÁRQUICO DE BOLSILLO

Cuando los nacionalistas vascos solemos decir que la democracia española no nos parece una democracia madura, entre otras cosas nos referimos a que todo lo que atañe a la Monarquía sigue siendo un asunto tabú por intocable. Y no deja de tener su gracia que siempre, en todas las encuestas, salga don Juan Carlos como la personalidad más apreciada por la ciudadanía. Faltaría más. ¿Sería igual si se conociera su pensamiento sobre ciertas cosas, sus negocios, sus andanzas o su vida privada como ocurre en Inglaterra? Mucho me temo que en esa valoración caería una buena parte de su consideración. Y no estoy diciendo con esto que tengamos que hacer de picapedreros iconoclastas ante una institución que pocos cuestionan. Pero sí que se erradique de una vez por todas el papanatismo, la coba sin límite, las mentiras enfáticas y el pensar que el ciudadano es bobo y traga todo cuanto le echan. Y lo decimos nosotros, que en la discusión constitucional reivindicamos el Pacto con la Corona como algo útil para la convivencia y el encaje de Euzkadi en el Estado. Y lo dice alguien que hizo lo posible para que el
lehendakari
Ibarretxe estuviera en el acto organizado en el Palacio Real con motivo de la presentación de los actos del 25 aniversario de la Constitución y quien hizo de puente cuando el presidente de la Real Academia de la Lengua Española, Víctor García de la Concha, me pidió que averiguara si el
lehendakari
estaría dispuesto a participar en el Patronato de la Academia al corresponderle a la Comunidad Autónoma Vasca, por turno, formar parte de dicha institución. El
lehendakari
contestó afirmativamente, pues no en vano el castellano es por ley tan cooficial como el euskera en el País Vasco y allí estuvo en La Zarzuela para gran satisfacción de don Juan Carlos.

Sin embargo, es poco lo que recuerdo de alguna crítica pública al rey por algún político en ejercicio. En enero de 1998, Joaquín Almunia, secretario general del PSOE, se quejaba suavemente de no ver bien que el rey en sus palabras de felicitación a las Fuerzas Armadas en la Pascua Militar, mostrara su optimismo ante la tendencia apuntada a incrementar el presupuesto de Defensa. Almunia estaba molesto porque no había un consenso parlamentario al respecto. No era el caso del portavoz de Defensa de IU, Willy Meyer, que decía, con toda claridad, que el rey había tomado partido a favor de los planteamientos del PP. Recuerdo asimismo una insólita salida de pata de banco de Javier Rupérez protestando con razón por los viajes del rey. La Casa Real salió a puntualizarle, mientras que el ABC de Anson le zurraba la badana, y de Rupérez nunca más se supo como crítico monárquico. Recuerdo asimismo cómo escribía quien ejercía de superpatriota, Federico Jiménez Losantos, que pedía un poco más de seriedad en relación con la Casa Real en julio de 2001:

Aquí por la delicada situación sentimental entre la novia polémica y la pertinaz soltería del Príncipe de Asturias, así como la creciente actividad y extraordinaria popularidad de las Infantas y sus respectivos maridos, Marichalar y Urdangarin, se plantean la misma necesidad de separar las tareas de representación institucional y nacional, y las faenas de tipo privado para pagar el alquiler y ganarse el pan, léase caviar, de la regia parentela. Precisamente porque en España —mérito de los Reyes y de la Prensa— no hemos tenido escándalos como los británicos, podría hacerse ahora ese reglamento de incompatibilidades entre lo público y lo privado como norma interna de la Casa Real. No es de recibo ético ni estético que personas de la Familia Real salgan en televisión regateando en barcos con nombre de compresa, de banco o de perfume, como tampoco lo es que el yate del Rey sea un regalo de los hoteleros y no corra a cargo del Presupuesto.

No creo, por tanto, que hablar de la Monarquía sea faltarle el respeto a nadie. Hasta Anson me dio su razón cuando en el Debate del Estado de la Nación de julio de 2003 critique que en la Constitución española se discriminara a la mujer como así sucede en el artículo 57, en el que se precisa que tendrá prioridad el varón sobre la mujer en la sucesión. «Con esta reflexión en voz alta, Anasagasti —decía
La Razón—
volvió a poner encima de la mesa la necesidad de una reforma imprescindible, como siempre defendió
La Razón.»

En un almanaque monárquico de bolsillo se publicaron los mandamientos del buen monárquico de don Antonio Goicoechea. Comenzaba con el primero: «Amarás y defenderás la Religión Católica y educarás en ella a tus hijos». El tercero decía: «Amarás a la Monarquía como a la institución a la que España, tu madre, debe su unidad, su grandeza y su gloria, a través de los siglos y en la que tiene puesta su esperanza para el porvenir». Y el cuarto, la gran clave: «Amarás al Ejército y defenderás su honor como el de la más visible representación de la Patria. Porque en él colaboran todos sus hijos y es siempre el símbolo de su autoridad y el instrumento de su gloria». Almanaque publicado en diciembre de 1935. Siete meses después, Franco y sus sublevados decidieron ponernos a todos el calendario en nuestras casas de forma obligatoria, hasta el punto de que setenta años después el almanaque monárquico sigue imponiendo su criterio. Pasaron de fidelidad a la República a fidelidad y lealtad sumisa a Franco sin que se les moviera un pelo.

LOS TÓPICOS DE LA PASCUA MILITAR

Finalizaba el año 2003. La presidenta del Congreso había dicho al levantar la sesión de aquel martes 23 de diciembre algo que ya es un clásico: «Se levanta la sesión, y algo más». Y es que en una semana iban a ser disueltas las Cortes Generales. Pero la vida seguía. El viernes 26, Maragall y Esperanza Aguirre acudían a La Zarzuela. La segunda le hacía una reverencia al monarca que casi se queda pegada al suelo. El segundo daba un cabezazo más propio de aquel Piqué que ante Bush dio cinco, que de un socialista catalán que acababa de pactar con un partido republicano. Sigo pensando que una cosa es la cortesía y otra muy distinta la cortesanía. Y eso es en lo que han quedado convertidos los jefes socialistas. Nada que ver con la visita que le hizo Ramón Rubial y todos los miembros del Consejo General Vasco en 1978, cuando, al ir a visitarle a La Zarzuela, le recordó que todos sus antecesores habían acabado en el exilio. Nada tampoco que ver con lo que nos recordaba Paul Preston sobre lo que se dijo en 1969 cuando el dictador le designó sucesor a título de rey:

El PSOE emitió un manifiesto denunciando el nombramiento como último conato desesperado de supervivencia de aquellos que habían destruido la democracia treinta años antes. Juan Carlos era tachado de «príncipe de opereta» y toda la operación de un intento de «imponer, en grotesca escenografía medieval, un futuro rey de cartón piedra». El maoísta PCE (Marxista-Leninista) describía al príncipe y futuro rey como un «engendro franquista y un fiel lacayo de sus amos yanquis». Salvador de Madariaga escribió una artículo titulado «Die spanische Monarchie», que fue publicado en el
Neue
Z
ürcher Zeitung
y reproducido en muchos otros periódicos europeos y latinoamericanos, en el cual decía que «España no aceptará nunca un monarca que traiciona a su padre y declara abiertamente que será el rey de los vencedores de la guerra civil».

Ya, ya.

Sin embargo, no había más que escuchar a Rodolfo Ares comentar el discurso del rey del 24 de diciembre. Parecía el conde de Romanones. Lo de menos era que aquello fuera un discurso de La Moncloa en lugar de uno propio de la Zarzuela. Lo de menos era que el rey, al hablar de las víctimas del terrorismo, se olvidara siempre de las víctimas del franquismo, víctimas olvidadas por espacio de cuarenta años y sólo recordadas un poco en la 8ª legislatura al aprobarse la Ley de la Memoria Histórica. ¿No es el rey de todos los españoles? Lo de menos es que fuera un monarca monolingüe hablando de pluralidad pero no teniendo ni el detalle de saludar en las lenguas cooficiales. Lo de menos era que hubiera camuflado su altísima responsabilidad por haber dado cobertura a un gobierno que había desconocido el hecho de que, para hacer la guerra o declarar la paz, había que pasar por las Cortes Generales. ¿Dónde quedó el recuerdo para el cámara de televisión José Couso, para Anguita Parrado y para los miles de asesinados en Iraq? ¿No habíamos quedado que la de Iraq era una guerra humanitaria convertida sin permiso de nadie en guerra contra el terrorismo? Lo de menos, pues, era lo que había dicho de que la Constitución no era de nadie, y sí un marco flexible en el que había que trabajar con consenso y diálogo. Para Ares todo lo dicho por el rey de España era maravilloso, estupendo, fantástico. No había omisiones ni había reflexiones fuera de lugar. Todo era una pieza digna de grabarse en piedra. Ares, como López Garrido (PSOE), dijera lo que dijera el rey, siempre lo alababan de forma acrítica. Es la consigna.

Lógicamente, los que no agachamos la cabeza, los que matizamos todas estas cosas, los que recordamos que al rey no lo elige nadie y representa el sistema más antidemocrático del mundo, los que protestamos porque en una televisión pública como la española sólo haya loas y ningún comentario adverso, los que denunciamos en la tribuna del Congreso en el Debate del Estado de la Nación que la Constitución hace prevalecer en la sucesión al hombre por delante de la mujer y ahora resulta que hay que cambiar ese artículo, somos gente asilvestrada y montaraz. Los hombres de Estado son los profesionales del botafumeiro con sus cabezazos monárquicos y los Rodolfo Ares con sus loas cortesanas. Es normal que luego nos digan que la Monarquía es la institución más valorada.

¿Resistiría la española la crítica que se hace a la inglesa?

Y un dato. Cada 6 de enero toca pronunciar el discurso de la Pascua Militar. ¿Por qué el Rey nunca ha dicho nada de la brutalidad que supuso la guerra contra Iraq en búsqueda de unas armas de destrucción masiva que nunca aparecieron? Algo debería haber dicho, pues es nada menos que el jefe de los Ejércitos. El acto siempre es en el Palacio Real, con todos los militares uniformados, salvo el gobierno, y el Rey, de jefe supremo de las Fuerzas Armadas. Nunca se oyó la mínima asunción de responsabilidad por la guerra de Iraq, ninguna por todas las mentiras que se dijeron, ninguna por hurtar el debate y el permiso al Congreso. Nada. Mucho saludo militar, mucho taconazo, mucha charretera, pero poca humanidad. Todo es apariencia, marcialidad, superficialidad y unanimidad. Y lógicamente, yo ante eso no me callo. Y así me va.

Capítulo IV: Creímos en el pacto con la Corona

Costó que la viuda de Franco, Dª Carmen Polo, saliera de la residencia en la que había vivido con su marido durante toda la dictadura. El 31 de enero de 1976 abandonaba el palacio de El Pardo, recibiendo todos los honores del momento, mientras se hablaba del frenazo Arias Navarro y el príncipe Felipe cumplía ocho años.

Por aquellos días llevaba secuestrado tres semanas el joven de Bérriz José Luis Arrasate, y Manuel Fraga, que era el ministro de la Gobernación y vicepresidente para Asuntos del Interior, le decía al
Times
de Londres que España tendría elecciones generales basadas en el sufragio universal directo en la primavera del año 77, elecciones para elegir a la cámara baja del futuro Parlamento. Y se atrevió a más. Anunció enfático que, antes de que acabara 1976, el ciudadano participaría en un referéndum para aprobar la creación del nuevo sistema parlamentario. No se equivocó. Lo que ocurrió fue que quien promocionó las dos cosas no fue él, sino Adolfo Suárez.

Europa, por aquellos días, estaba muy lejos y se la seguía viendo como un horizonte de libertad al que había que llegar. En Atenas, tras sacudirse a los Coroneles, trabajaban intensamente por la adhesión al Mercado Común, pero la Comisión Europea recomendaba para Grecia otro periodo de asociación, en vez del estatuto de adhesión que se solicitaba. Atenas criticaba a Bruselas porque veía en esta iniciativa una maniobra para revisar todos sus criterios relativos a la política de incorporación de nuevos miembros. Sin embargo, en Madrid, además de Europa, les preocupaba lo que hacía Hassan II, quien tras la Marcha Verde, cuando Franco agonizaba, imponía sus criterios. De hecho, aquellos días se anunciaba que los legionarios no volverían al Sáhara, ni siquiera en calidad de cascos azules. No se habían repetido combates entre argelinos y marroquíes en el antiguo territorio español, pero la tensión era máxima entre Rabat y Argel.

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