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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (35 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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Muller comprendió en seguida cuál había sido el plan de Chris. Porcel le había servido para alcanzar su objetivo, para acorralar a su presa, pero, llegado a este punto, no le interesaba compartir beneficios.

También comprendió que ahora sí, que ahora que ya había aprovechado el factor sorpresa para librarse de su fugaz cómplice, el siguiente iba a ser él.

Intentó ganar tiempo.

Cuando sientes que este se acaba es lo que más deseas.

Chris volvió a sonreír mientras apuntaba de nuevo con su arma a Muller. Sus palabras sonaron como una música macabra.

—¿Se ha asustado, señor Muller?

—No seas tonta, vivo te sirvo más que muerto. Puedo convertirte en una mujer muy poderosa.

—Ya soy una mujer poderosa —dijo casi con alegría Chris—. No necesito a nadie más para llevar este negocio, lo conozco mejor que cualquiera de los que hasta ahora eran sus hombres.

La mujer alzó el arma, que brilló fugazmente ante los ojos de la víctima.

Fue a disparar.

Pero entonces oyó aquel ruido a su espalda. Un ruido que interpretó como una amenaza fatal. De pronto recordó que no había llegado sola a aquel lugar. Se había olvidado momentáneamente de aquella pareja de desgraciados, asustados y desarmados, a los que pensaba liquidar una vez que hubiera acabado con sus rivales en la organización. Esa falta de atención, pensaba ahora, quizá había sido una imprudencia.

Desvió la vista un instante hacia el hombre y la mujer que habían quedado relegados a su espalda.

Sus ojos se llenaron de sorpresa.

Creyó tener ante sí una imagen anacrónica, sacada de otro tiempo y otro lugar.

Aquel hombre que en un primer instante le había parecido cansado y avejentado le pareció de pronto más joven y más fuerte. Y la estaba apuntando con un arco y una flecha.

Alejandro Ortiz la apuntaba con un arco y estaba a punto de disparar. ¿De dónde había salido aquella arma? Chris no tenía tiempo de sacar conclusiones, tenía que actuar con rapidez si quería acabar con aquel mequetrefe inoportuno.

Todo su cerebro se concentró en acabar con aquella amenaza inesperada. Tensó el dedo sobre el gatillo y fue a disparar. Pero no llegó a hacerlo nunca.

Una bala penetró en su cuerpo como un cuchillo de hielo que le coaguló la sangre. Con el rostro desencajado por la sorpresa primero y el dolor después, vio la pequeña pistola en la mano de Muller. Este había aprovechado los segundos de desconcierto para sacar el arma que llevaba oculta en uno de los bolsillos de su americana y disparar.

Chris cayó al suelo como un bulto pesado. Aquella mujer que hacía apenas unos minutos era la reina de las curvas y la insinuación se había convertido en un fardo.

Muller no perdió más tiempo. Sabía que su vida dependía de su capacidad para actuar con rapidez. No podía permitirse más errores, tenía que acabar con aquel imbécil de Alejandro Ortiz y luego podría centrarse en Mónica, disfrutar de ella. Al fin la tenía a su alcance, al fin podría hacerla suya.

Alejandro Ortiz pareció leer los sucios pensamientos de Muller en su mirada, pero también vio en ellos la muerte de su hija, su última sonrisa inocente, las promesas e ilusiones de un futuro que ya nunca existiría para ella. Sintió como si una mano invisible le obligara a tensar más el arco. Para un experto como él dar en el blanco era muy sencillo. Tenía en el punto de mira a su víctima y podía clavarle a aquel desalmado una flecha en el corazón antes de que él le apuntara siquiera con el arma.

Soltó la flecha.

Un grito se ahogó en la garganta de Mónica, que tuvo que apoyarse en el coche para no caer al suelo, exhausta. Su cerebro, que trataba de pensar, estaba envuelto en niebla.

La flecha se había clavado en el hombro de Muller. El tiro no había sido mortal, pero Alejandro se había asegurado de que fuera doloroso. No quería ver a su enemigo muerto, al menos todavía.

Se hizo un silencio pastoso, roto únicamente por los gemidos de Muller.

Fue Mónica la que al fin susurró:

—Has recordado que siempre llevo el arco en el maletero.

—Yo mismo te he ayudado un montón de veces a colocarlo al finalizar las clases.

Mónica Arrabal intentaba sobreponerse poniendo un poco de orden en las últimas escenas vividas.

—Cuando he visto que aprovechabas la distracción de esa mujer para ir a la parte trasera del coche y hacerte con él, creí que íbamos a morir los dos.

—Yo también —reconoció Ortiz—, pero había que intentarlo. Era arriesgado, pero ha salido bien. Estaban tan confiados y cegados por la ambición que ni siquiera nos han prestado atención.

Un lamento gutural hizo que volvieran sus miradas hacia Muller, que intentaba mantenerse en pie mientras sus piernas iniciaban una especie de baile macabro por el suelo de cemento.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Mónica mientras ambos se acercaban con cautela al herido.

Sus pasos sonaron en el silencio del almacén como en el funeral de una iglesia.

Cuando la tuvo a poca distancia, Muller, que ya solo se podía mantener de rodillas, intentó coger la mano de Mónica. Su rostro ya no era el de un importante hombre seguro de sí, acostumbrado a que todos le obedecieran y le temieran, sino el de un hombre dominado por el miedo.

—Apiádate de mí, Mónica. No te dejes llevar por este loco. Tú eres una mujer misericordiosa.

En los labios de Ortiz se dibujó una mueca de desprecio.

—¿Y tú hablas de misericordia? ¿Tú, que has destrozado la vida de tantas mujeres?, ¿tú, que has ordenado la muerte de criaturas inocentes como mi hija?

Mónica le observaba con ojos muy quietos. En ellos brillaba algo que por un momento pareció piedad.

—Sí, eso es lo que he sido toda mi vida. Una mujer misericordiosa, una mujer que ha creído en el deber, en los valores de la moral, en los códigos de conducta que a veces se marca uno mismo pensando que hace lo que debe, cuando en realidad se está castigando de forma absurda. He sido una buena esposa, por convicción pero también por un inútil sentido del compromiso. Me he negado a reconocer mis sentimientos porque pensaba que por encima de todo estaba la obligación de tener una conducta intachable, porque pensaba que ese era el camino para acercarme a Dios —su voz tembló un momento al cruzarse su mirada con la de Ortiz—. Sí, eso es lo que he sido, una mujer que creía en la justicia divina. Pero ahora he cambiado, ahora creo que la justicia también hay que impartirla en la tierra.

Los ojos de Mónica adquirieron una tonalidad distinta, como si un mar se agitara en el fondo de ellos, un mar que había estado contenido durante años y que ahora desbordaba todos sus diques.

Alejandro Ortiz contemplaba con una mirada cargada de desprecio el cuerpo agonizante de Muller. Su voz sonó fría al decir:

—No nos interesa que muera. Antes tenemos que sacarle información para desmantelar toda su red.

—Estoy de acuerdo —Mónica Arrabal hablaba como si fuera otra mujer, como si una voz dormida hubiera despertado de repente.

Durante unos segundos se hizo un silencio espeso, cargado de recuerdos, de odio y venganza.

Al fin la mujer dijo:

—Conozco a alguien que estará encantada de ocuparse de él y soltarle la lengua.

Con paso firme, se dirigió al coche y recuperó su teléfono móvil de la parte trasera.

Hubo una breve pausa en sus movimientos, como si rescatara de su cabeza un número aprendido de memoria. Sus dedos lo marcaron con agilidad.

Tanto Alejandro Ortiz como Muller la contemplaban expectantes. Se parecía tan poco a la mujer que hasta ahora creían conocer.

Alguien descolgó al otro lado y Mónica habló:

—¿Lorena Suárez? Soy Mónica Arrabal, necesito ponerme en contacto con Eva Ostrova, tengo algo para ella.

54

Cuando a Méndez le encargaron redactar el informe de la muerte de un asesino a sueldo llamado Porcel y de una mujer relacionada con la trata de blancas conocida como Chris, sintió un renovado entusiasmo por el trabajo. Ese arrebato de optimismo se vio incrementado cuando semanas más tarde le encargaron investigar el sospechoso hallazgo en un descampado de un hombre con una flecha clavada en la zona superior del pecho con signos de haber sido brutalmente torturado. Sus jefes no confiaban demasiado en la capacidad de Méndez para resolver aquel asunto, y no se equivocaban.

Al casi anciano inspector no le faltaban datos para cuadrar la investigación, pero le faltaban ganas, cosas de hacerse viejo. Sabía que una vieja amiga suya había acogido a una joven muchacha, con la que había iniciado una nueva vida. También sabía que esa joven muchacha había tenido recluido en una habitación a un hombre con una flecha clavada en el hombro y del que había conseguido interesantes informaciones relacionadas con la trata de blancas que sin duda serían de gran interés para sus compañeros del cuerpo. Todos esos datos Méndez los había conocido a través de Alejandro Ortiz, pero este no parecía muy dispuesto a mostrarse locuaz con la policía. De hecho, al propio Méndez tampoco le apetecía mucho hablar del asunto. Además, a quién iba a acusar. ¿A una tal Eva Ostrova? Eva Ostrova estaba oficialmente muerta y enterrada.

Al final aquel sería uno de los tantos archivos que acaban criando polvo.

Méndez pensó que ya era mala suerte que él fuera tan mal policía, pero no pudo disimular una sonrisa —algunos se habrían admirado de ver esa mueca en el rostro de aquella serpiente de los barrios bajos— mientras se dirigía camino de la calle Escudellers para sacar a pasear a los perros de los que había decidido hacerse responsable mientras su dueño estuviera en la cárcel.

No consentiría que los animales muriesen de hambre. Un compañero le dijo:

—Hace bien, Méndez. Algún día esos perros cuidarán de usted, aunque todos los jefes superiores confían en que se morirá usted antes.

Méndez hizo un leve gesto de aprobación, porque, en efecto, quizá fuese ese el destino que le esperaba.

—Procuraré no acercar a ninguno de los perros a los restaurantes donde suelo comer —dijo—. A los pobres los pondrían en la carta.

Llevó a los perros a un parque raquítico donde se reservaba un espacio triste para que olisquearan e hicieran sus necesidades. Los perros le miraban con expresión triste. Méndez no sabía si por tener que orinar a horas convenidas o por el triste aspecto del acompañante que les había tocado en suerte.

Cumplida su obligación, Méndez siguió el paseo en solitario. Le gustaba disfrutar del viejo barrio a aquellas horas, cuando la oscuridad empezaba a apoderarse de las calles. En esos momentos le parecía que el tiempo no había transcurrido, que los locales de ahora eran los de entonces y que las personas con las que se cruzaban eran los viejos amigos que ya habían muerto.

Aspiró con deleite el olor a fritanga, sudor y desencanto y sintió algo que podía confundirse con la satisfacción. Se alegraba de que Alejandro Ortiz hubiera podido vengar de alguna manera la muerte de su hija y de que la vida le ofreciera una nueva oportunidad junto a una hembra como Mónica Arrabal. Aquella mujer, siempre tan contenida, siempre tan en su sitio, había cambiado y había dejado que sus sentimientos afloraran por encima de sus creencias. Había entendido que era libre, que podía decidir por ella misma lo que estaba bien y lo que estaba mal. Se había cansado de ser comprensiva con todo el mundo menos con ella misma. Y no era la única mujer que había cambiado. Unas horas antes Méndez había visitado el cementerio de Montjuïc y había comprobado que en esta ocasión no solo había flores sobre la tumba de Fernando Vez, sino también sobre la de Guillermo Suárez. Lorena había comprendido, al fin, que había tenido dos padres y que los dos merecían su recuerdo.

Méndez entró en un bar de aspecto siniestro al que solo se atrevían a acceder los clientes con instinto suicida. Se sentó en la barra y pidió algo con el suficiente alcohol para neutralizar el universo protozoario del vaso. Charló con algunos habituales del local y sacó algunas conclusiones de gran calado cultural: que las prostitutas que ejercían en la zona lucían cada vez las caderas más anchas, que sus clientes tenían hombros más estrechos y que la relación puta-cliente había perdido el encanto de otras épocas, convirtiéndose en algo similar a pedir un menú en un McDonald’s.

Cuando salió de allí ya era tarde y el aspecto solitario de algunas callejuelas contrastaba con la agitación de otras donde algunos locales daban ya la última patada a sus clientes.

Méndez sentía el cansancio en los pies, pero le molestaba reconocerlo. Se estaba haciendo viejo y algún día no le quedaría otro remedio que aceptarlo.

Sus hombros se había encorvado ligeramente y hacía tiempo que debería llevar gafas, pero no le parecía serio pedirle un momento al delincuente para ponerse las lentes antes de disparar. A sus espaldas oyó el estruendo de unas voces. Una pelea tenía lugar no lejos de allí. Méndez pensó con fastidio en las bandas que se estaban apoderando de la ciudad. Le molestaban aquellas organizaciones de machitos que se repartían el territorio y se enzarzaban en violentas peleas por una mirada o un mal gesto.

Méndez se movía como un bulto pegado a la pared cuando escuchó el repiqueteo de unos pasos apresurados. El policía se giró guiado por un instinto profesional. Un joven de rasgos latinos pasó cerca de él sin apenas mirarle. Aquel muchacho huía de algo. ¿No lo hacemos todos?, pensó Méndez intentando ser profundo.

La bala salió de una esquina. El estruendo de una persiana metálica al cerrarse partió el silencio de la calle en dos. El viejo policía sintió el impacto del proyectil contra su cuerpo, lo sintió desgarrar sus carnes, alojarse en un punto inconcreto. Un dolor agudo se extendió por todo el lado izquierdo de su cuerpo.

Méndez se llevó la mano al bolsillo mientras caía sobre la sucia calzada. Tal vez intentaba encontrar en él un arma, un libro olvidado o un recuerdo que le demostrara que, al fin y al cabo, todo había valido la pena.

Tendido en el suelo, sintió el líquido viscoso y caliente extenderse por su camisa.

El último bar de la noche cerró y el silencio se dilató como una mancha pastosa.

Méndez intentó ponerse en pie, continuar, como si no hubiera peores maneras de morir.

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