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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (33 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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—Cuando lo hayas acabado todo, te tragarás este papel por tu propio bien —indicó—. La primera dirección es la de Mónica Arrabal. La segunda corresponde al garaje privado donde guarda su coche. Ahí mismo tienes la matrícula. El coche es un Volvo color champán. Y ahora ponte en movimiento.

Porcel se puso en pie y recogió con codicia un sobre lleno de billetes que Muller acababa de poner sobre la mesa. Luego fue hacia la puerta.

Muller no le siguió con los ojos. Tenía la mirada perdida. Parecía como si se estuviera despidiendo de un recuerdo hermoso.

49

—Tengo que salir inmediatamente, Alejandro. Me han avisado hace un momento por teléfono, no sé si lo has oído.

—Por eso estoy levantado —dijo él.

—No creo que esté fuera mucho tiempo.

La voz de Mónica, que es como una despedida mientras va a pisar el pasillo que conduce a la puerta, la luz triste que ahora entra por el balcón y que es la luz de los que han de madrugar, la luz de los relojes digitales y la de las rondas ya atestadas de coches. Ortiz está quieto en el centro de esa luz.

—Mónica, yo estoy aquí como entonces… Sabías que me podías llamar para cualquier cosa y ahora sigo estando aquí para lo que necesites. Si te he pedido que me dejaras quedarme esta noche aquí ha sido porque… Bueno, porque intuyo que estás en peligro. Esa llamada ha sido un aviso, ¿verdad?

—Sí. No es conveniente que me encuentren aquí.

—¿Y adónde vas a ir?

—De momento a un hotel que no esté demasiado cerca.

—¿Piensas utilizar tu coche?

—Es lo mejor.

—Entonces deja que te acompañe. No puedo permitir que esto lo hagas tú sola.

Mónica permanece un instante quieta en el pasillo, como si algo le dijese que va a tardar en volver, o como si tuviera miedo de dejar para siempre un espacio y un tiempo que todavía son suyos.

Hay un silencio, un momento de quietud, un primer rayo de sol que, después de filtrarse entre las casas, llega hasta el balcón y acaricia una baldosa.

Ambos saben que son prisioneros de algo que no se han explicado. Saben que guardan un secreto pero no hablarán de él.

Ella siempre contó con la fidelidad, la presencia y la ayuda de Ortiz. Él, con la compensación de verla desde las habitaciones y oír su leve roce en los muebles y las paredes. No han hablado nunca de esa cosa tan secreta que es el pensamiento, de esa cosa tan limpia que es la mirada.

O de lo turbia que puede ser la mirada.

Alejandro Ortiz había aceptado cuidar durante las noches a un moribundo solo para verla a ella o intuir su presencia en el aire. Solo por eso, por sentirla cerca, había abandonado por las noche a su hija, y solo por eso lo habría abandonado todo, pero nunca lo dijo. Jamás hubo entre los dos una palabra.

Quizá jamás la habría. Los pensamientos quedarían para siempre vagando huérfanos por la casa. Ortiz cerró los ojos como para despedirse de algo que había sido suyo.

Ella susurró:

—No te lo dije, pero agradecí mucho que vinieras anoche.

—¿Por qué?

—Tenía miedo.

Bueno, quizá solo había servido para eso, para ayudarla y protegerla. Quizá Mónica Arrabal no había llegado ni a captar los pensamientos del hombre flotando en la casa, mientras cuidaba de un moribundo que en el fondo odiaba, por el hecho de que Mónica sí había sido suya. No, Mónica nunca había adivinado eso, para Mónica él había sido una de las sombras de la casa.

Los ojos de Ortiz se cerraron con más fuerza, mientras intentaba no pensar.

En el fondo lo tenía merecido.

También su mujer fue una sombra para él, y también él lo fue para ella. Ortiz la cuidó y le fue fiel, pero ella murió sin saber que, cuando él la besaba, besaba la sombra de Mónica, murió sin saber que en el matrimonio hay secretos que no se confiesan nunca.

Mónica le dijo desde el pasillo, mientras se dirigía a la puerta:

—No puedes quedarte aquí. Si te quedas correrás peligro, y tú no tienes ninguna culpa.

—Olvidas una cosa, Mónica.

—¿Qué?

—Tengo que vengar a mi hija.

Su hija… A veces, en los descansos de las clases, hablaban de ella. Mónica había aprendido a quererla como a una hija, como a la hija que nunca tuvo y en la que le habría gustado invertir sus ilusiones, sus conocimientos, la experiencia de la vida.

Recordaba también las conversaciones susurrantes que mantenían cuando ella no podía dormir y él velaba al enfermo desde donde estaba ahora, junto al balcón donde se reflejaban las luces antiguas de las farolas y al que llegaban muertos los sonidos de la rambla. El piso estaba en penumbra y en cada puerta flotaba para él la figura de Mónica, el aliento de Mónica, las palabras pronunciadas por Mónica. Mientras el enfermo dormía, hablaban a veces de cosas fugitivas, de la vida de la ciudad o de hechos que no tenían relevancia, porque lo único importante para él era la voz de Mónica flotando en la penumbra, la línea de su rostro dibujada apenas en la sombra, entre la claridad difusa que llegaba del balcón.

Ella era muy culta. Conocía las calles de la ciudad, su arquitectura, su historia. Hablaban a veces de los grandes arquitectos; no solo de Sert, Domènec i Muntaner o Puig i Cadafalch, sino también de Maurici Augé, menos conocido, y de sus residencias en la Barcelona burguesa de principios del novecientos. Hablaban de los jardines y las tribunas junto a las que languidecía una palmera, mientras una dama miraba el color del aire y cometía pecados solo con el pensamiento. Él le hablaba a veces de su barrio, de las calles estrechas, de los edificios que en la misma época fueron alzados para albergar cerca de las fábricas a los obreros del Raval, de las sirenas que sonaban al amanecer con el cambio de turno y de las mujeres que quizá se hicieron también viejas mirando una ventana, pero en el fondo sin tener un pensamiento. O al menos un pensamiento que valiera la pena recordar.

Alejandro Ortiz creyó estar despertando de un sueño. Bueno, se había dejado llevar por sus recuerdos, y los recuerdos eran tan frágiles como el rayo de sol que a veces llegaba al fondo de las calles. Intentó pensar solamente que debía salir junto con Mónica, y que el tiempo se les estaba echando encima.

—Te acompañaré. Por lo menos quiero estar seguro de que llegas a un hotel.

Ella estaba andando ya por el pasillo, hacia la salida de la casa, y Ortiz tuvo la sensación de que oía sus pasos por última vez. Todos sus sueños inútiles terminaban así, oyendo sencillamente unos pasos. O quizá no habían sido ni sueños, solo sombras que él mismo dibujaba en la pared.

De pronto algo le llamó la atención:

—Veo que faltan algunos cuadros de las habitaciones. ¿Los has llevado a otro sitio?

Ella se detuvo. Ortiz apenas la veía en la penumbra.

—No. Los he ido vendiendo. Algunos los he ido sustituyendo por imitaciones, pero otros ni siquiera eso.

Y Mónica añadió con una leve sonrisa, aunque él no pudo verla:

—Ya no soy una mujer rica, aunque solo te lo confesaré a ti. Mi marido traía dinero a casa, pero mi marido ya no existe. Ya ves: yo, que era una burguesita tan importante. —Y añadió—: Pero voy a seguir ayudando a la gente. Debo una reparación.

—Una reparación, ¿por qué?

Mónica, que se detiene junto a la puerta, su figura borrosa en la penumbra, sus ojos que él no llega a ver.

—Revisando los papeles de mi marido he descubierto que durante un tiempo tuvo dinero invertido en una empresa extranjera. Luego lo retiró, pero lo había tenido un tiempo.

—¿Y qué? —murmuró él, sabiendo que eso no le importaba—. En un hombre rico es una cosa natural, ¿no?

—No tan natural si la empresa internacional pertenecía a un hombre llamado Muller…

La calle empieza a llenarse. La luz incierta de la ciudad que recupera su ritmo, los pasos de Mónica que se dirigen hacia la calle Diputación, hacia el garaje. Alejandro Ortiz que la sigue mientras siente que se le hielan los pensamientos. El hombre al que cuidó había puesto dinero en la organización que acabó con su hija… El hombre que fue dueño de Mónica Arrabal fue también dueño de… de… de…

Ortiz llegó a la altura de la mujer. Notó en el aire el leve rastro de su perfume, de su respiración caliente. Ella giró el rostro y se encontró con aquellos ojos, con aquel vacío sin nombre.

No era difícil adivinar los pensamientos de Ortiz.

Ella se detiene y por un momento su mano estrecha el brazo del hombre. Sus cuerpos que vuelven a moverse sin que él se dé ni cuenta. La puerta del garaje privado que se alza cuando ella introduce la tarjeta.

La rampa oscura que quizá él ni ha llegado a ver. Una luz que se enciende automáticamente. La soledad de una hilera de coches brillantes y nuevos que a esa hora descansan. El Volvo color champán, la sensación de que ellos son los únicos habitantes del mundo.

La voz suave de Mónica:

—Quédate aquí. Ya me has acompañado bastante.

—No. Él está muerto, pero tú estás viva. Y a los dos todavía nos queda algo que hacer.

Las portezuelas del coche que se abren automáticamente. Mónica que se sienta al volante porque sabe que allí está su libertad. Ortiz salta a su lado en la luz irreal del garaje. La puerta de salida a la calle se ha cerrado por sí sola. Por un instante tienen otra vez la sensación de ser los últimos habitantes del mundo.

Hasta que ven aquella cabeza y aquel revólver aparecer a su espalda. Hasta que se dan cuenta de que un hombre ha estado tendido y agazapado en el asiento posterior. Hasta que oyen la voz de Porcel:

—Bienvenidos los dos. Este va a ser un gran día.

50

Fue instintivo. La sorpresa les había dejado el cerebro en blanco, pero aun así entendieron dos cosas inmediatamente, como un chispazo que los atravesara.

La primera cosa que intuyeron fue que allí estaba la muerte. El cañón del revólver flotaba entre sus dos cabezas, y bastaría un leve movimiento del dedo de Porcel para que las balas los atravesaran, primero a uno, luego al otro. No podían moverse, no tenían la menor posibilidad de salvación.

La segunda cosa que comprendieron ya no servía de nada. El coche era muy amplio y permitía a una persona acurrucarse en la parte posterior y permanecer invisible, sobre todo si la luz era exigua.

Pero esos pensamientos ya eran inútiles. Estaban acorralados. Por si alguna duda les quedaba aún, la voz susurrante de Porcel se encargó de disiparla.

—Era mucho más fácil entrar en el garaje que entrar en el piso. Y sabía que acabarías necesitando el coche para huir.

La garganta de la mujer sufrió una contracción, pero no hizo ningún movimiento. Quizá ni siquiera respiró. Ortiz apenas volvió la cabeza para ver aquel cañón donde estaba el final de todos los sueños, donde estaba la muerte.

La voz de Porcel añadió:

—Esperaba que vinieras tú sola, pero es mejor así. Va a ser un trabajo bien hecho.

Alejandro Ortiz volvió de nuevo la cabeza hacia el frente y estuvo así, quieto, sin mover un solo músculo. Vislumbró, entonces, en apenas un segundo, que es verdad lo que se ha dicho de los que van a morir; en un soplo recuerdan toda su vida. Él recordó retazos de su calle, del único rayo de sol que llegaba a flotar en el cristal, de ese único rayo de sol reptando por el suelo, en su color muerto y en su brillo antiguo, hasta detenerse siempre en una baldosa amarilla que le recordaba la boca de un pez. Y su única hija jugando siempre en esa única baldosa. Recordó su lucha, sus sueños inútiles, su pasión silenciosa, sus paredes cargadas de sombras de personas que habían existido. Recordó las palabras que no había pronunciado nunca y que ya no podría pronunciar. Recordó una cosa tan estúpida como el tañido del reloj junto al que había muerto Miriam. Por su mente pasó como un soplo la inutilidad de todo. El tiempo se posó en sus ojos como una mancha gris.

Sin embargo su voz fue firme al decir:

—He de pedirte dos favores.

—No estás en situación de pedir nada.

—Son dos cosas muy sencillas y que para ti no significan nada. El primero es que me permitas morir de cara. No quiero que me mates por la espalda. El segundo es que acabes antes conmigo. No puedo verla muerta a ella.

Y se atrevió a rozar los dedos de Mónica. Allí estaban todos sus sueños, todos sus secretos y todos sus castillos de arena.

Giró poco a poco la cabeza, esperando la bala. Su último pensamiento fugitivo fue que iba a morir en un barrio rico y en un coche de lujo. Bisbiseó:

—No quiero que ella sufra.

Pero tuvo la sorpresa de que la bala no llegaba aún. Vio el cañón flotando entre los dos, eligiendo al primer muerto. Vio también, con una especie de estupor, que mientras Porcel sostenía el arma con la derecha, se llevaba un móvil al oído con la izquierda. Sin duda había marcado con esa mano un número mientras él hablaba.

La voz de Porcel sonaba en el pequeño espacio como el silbido de un reptil.

—Los tengo a los dos. Voy a acabar con ellos.

No pudieron oír la pregunta que llegaba al móvil, pero fue fácil adivinarla por la respuesta. La voz de Porcel volvió a sonar sinuosa:

—Estoy en el coche de ella. Dentro del garaje y con la puerta cerrada. No hay más que apretar el gatillo.

La voz del móvil se hizo ahora audible a causa de la mínima distancia. O por lo menos, Alejandro creyó oírla.

—Ahí no.

Una sola y seca pregunta:

—¿Dónde?

—En el almacén de la Zona Franca. Sal inmediatamente para allí. Quiero verlo.

Si hubieran podido ver el rostro de Muller habrían visto el rostro de un hombre herido por los celos.

—Pero…

—¿Quién está al volante?

—Ella.

—Pues que conduzca ella. Pero al menor intento de escapar mátalos aunque sea en la calle.

Inmediatamente la comunicación se cortó.

Mónica estaba mortalmente pálida.

Había reconocido la voz de Muller.

Pero los pensamientos de Ortiz, a su lado, se estaban convirtiendo en una tempestad, y esa tempestad —ahora se daba cuenta— le abría el camino de la esperanza.

Si eran listos tal vez podrían escapar, saltando al mismo tiempo uno por cada lado del coche. Y Porcel no se atrevería a disparar contra ellos, por ejemplo, en un embotellamiento, del cual el coche no podría salir. Ellos mismos podrían provocar un accidente en el punto que más les conviniera, haciendo que el Volvo se estrellase.

No pudo entender, en aquel dramático momento, por qué Porcel obedecía una orden de esa clase. Tenía que darse cuenta de que corría demasiado peligro, cuando tan sencillo era matarlos dentro del garaje. Y en última instancia, Porcel tenía que pensar que si Muller quería verlo en un lugar tan solitario, era quizá para desembarazarse de él para siempre.

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