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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (34 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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¿Qué razón había para que Porcel cumpliese aquella orden? Ortiz no lo comprendió. Quizá Porcel era absolutamente fiel, quizá Porcel era menos inteligente de lo que parecía. Pero tuvieron la sensación de que iba a cumplir a rajatabla lo que le habían dicho, porque la voz sonó en sus oídos como una detonación.

—Sé que podéis intentar algo en el camino, pero será lo último que hagáis en vuestras vidas. Dos disparos son solo dos segundos. Si queréis hacer la prueba con vuestras vidas, adelante. Para mí será un placer.

Los dos sabían que era verdad. Podrían poner en un terrible apuro a Porcel, pero no llegarían a verlo.

La voz silbante sonó de nuevo tras ellos:

—Dadme vuestros móviles. Dispararé si hacéis un solo gesto que no me guste.

Ambos obedecieron, no podían hacer otra cosa. Con el revólver a diez centímetros y la puerta del garaje cerrada, estaban como en su propia tumba. Impulsaron los móviles por encima de sus hombros y los hicieron caer casi sobre las rodillas de Porcel, que los hizo resbalar hacia la alfombrilla.

—Arranca. Abre la puerta y ojo al salir. Baja por Vía Layetana, o mejor dicho por Balmes. No hagas ninguna tontería. Si embistes a alguien o se te cala el coche, será lo último que te ocurra en la vida.

Mónica se había quedado sin respiración. Miró con el rabillo del ojo a Ortiz y se dio cuenta de que este asentía con un leve movimiento de cabeza. Pero también se dio cuenta de que los ojos de Ortiz estaban como hipnotizados por la rampa y la puerta plegable al final de ella. La puerta, la puerta… si algún coche entrara, aún podían tener esperanzas. Si la puerta se abría aún era posible que…

Y entonces ocurrió…

La puerta.

Esta se plegó lentamente hacia arriba, abierta por alguien desde el exterior, y los tres contuvieron la respiración. Incluso el cuerpo del propio Porcel se dobló hacia adelante con ansiedad.

El revólver rozó la nuca de la conductora.

Desde arriba llegó la luz blanca de la calle Diputación, llegó el ruido de la ciudad en marcha, Mónica Arrabal no se dio cuenta de que se desencajaban sus ojos para ver al que entraba.

Aún podían recibir ayuda, aún podían…

Todas las miradas se clavaron en el movimiento de la puerta, que se hacía eterno. Y entonces vieron en el hueco que iba dejando las piernas de una mujer.

Solo una mujer.

Era joven, de líneas hermosas, e iba bien vestida. Descendió la rampa ágilmente, sobre los zapatos de tacón. Mónica sintió que sus manos se pegaban al volante y todo su cuerpo se contraía esperando la ayuda, la ayuda…

Pero todo pareció romperse cuando la recién llegada avanzó hacia el coche, cuando su silueta pareció llenarlo todo, cuando inclinó con una sonrisa su cabeza hacia el asiento de atrás del Volvo y dijo:

—Hola, Porcel.

51

—Hola, Porcel.

La voz había sonado casi alegre en la boca de la mujer. La recién llegada miró hacia el interior del coche y no se alteró en absoluto. Tenía que haber visto a la fuerza el revólver con el que amenazaba a los del asiento delantero, pero ni siquiera se inmutó. Lo único que hizo fue abrir una de las puertas traseras y sentarse al lado del sicario.

Fue entonces cuando este dijo:

—Hola, Chris.

Otra vez sintió Mónica que sus manos quedaban pegadas al volante, otra vez los huesos se helaron mientras sus ojos no llegaban a ver ni el parabrisas. Ahora sí que estaban perdidos del todo. Había confiado en una ayuda al ver abrirse la puerta, pero ahora se daba cuenta de que de verdad estaban dentro de su tumba.

Porque la que acababa de llegar también iba armada. Sacó de su bolso una pistola del nueve corto y la exhibió con la arrogancia de un niño que muestra su juguete nuevo. Todo esto sin que de los labios se le borrara la sonrisa.

Mónica no acababa de entenderlo.

Pero poco importaba.

Era la muerte.

La voz de Porcel sonó entonces como un trallazo:

—¡En marcha!

Mónica trató de respirar hondo y arrancó. No se dio cuenta de lo que sucedía y de pronto ya estaba en el centro de la calle Diputación, rodeada de coches.

Tenía que rodar hacia la derecha, porque esa era la dirección obligada. Vio los árboles de la Rambla Catalunya, vio el balcón de su casa, vio el rebrillo del sol en el último cristal. Sus labios se plegaron como en una oración de despedida.

Pero nadie notó nada. Eran simplemente cuatro ocupantes en un coche. Puso el intermitente para bajar por Balmes. Una luz muerta le sorprendió. La ciudad parecía espantosamente gris a esa hora, la del trabajo y la esperanza. Oyó la voz perfectamente calmosa de Porcel:

—Al llegar a Gran Vía giras a la izquierda. Luego a la derecha para bajar por Vía Layetana.

Ortiz también tenía los músculos tensos, con los ojos hundidos en aquella atmósfera gris. Su cabeza estallaba para dar con una salida, pero no supo ver ninguna. Al contrario, ahora eran dos los enemigos que tenían a la espalda.

Comprendió además que por sí solo no podía hacer nada, porque eso significaría dejar sola a Mónica. Y Mónica tampoco podía hacer nada —por ejemplo, estrellar el coche—, porque la primera bala sería para ella.

Intentó mantener la mente en blanco, pero, como si quisieran gastarle una broma, miles de historias del pasado acudían a su mente.

Al pasar por delante de la Jefatura de Policía pensó en los gritos de los mártires de la dictadura que aún debían retumbar por sus despachos. Luego, la plaza de la Catedral a la derecha, y la amplia avenida de Cambó a la izquierda, en cuyo fondo aún yacían las casas más viejas de la ciudad. Ortiz recordó que algún día le habían contado que antes hubo en los terrados unos altos palomares cuyos dueños, como no podían jugar en la tierra, jugaban en el cielo. Tuvo la sensación de que nada de aquello era verdadero y de que la cabeza le daba vueltas.

Notaba a sus espaldas los ojos acerados de Porcel y de Chris, que sin duda los estaban apuntando por detrás de sus asientos. Mónica Arrabal conducía con absoluta precisión, sabiendo que no podía cometer un fallo. La ciudad desfilaba ante sus ojos como en un sueño, pero todo era real. Real.

Pasaron por la llamada «casa de Cambó», que tantas veces había cambiado de dueño. Ortiz, que seguía fracasando en su intento de dominar la mente, de serenarse, de centrarse en el presente y no en el polvo del pasado, repasó las viejas historias de cuando estaba siendo construida, a principios del siglo XX. Entonces la rodeaban solares llenos de ratas que trepaban por las noches hasta lo alto del edificio. ¿Quién le había contado eso? Quizá había sido en la biblioteca del Ateneo. El caso es que le hablaron del arquitecto responsable del proyecto, quien le había aconsejado a Cambó que hiciera construir un voladizo casi a la altura del último piso para que de este modo las ratas cayeran y se m ataran al desplomarse desde tanta altura. Cambó accedió, pero pidiendo que el voladizo se construyera a una altura no superior al tercer piso. Cuando le preguntaron por qué, contestó: «Es que no me parece deportivo jugar con tanta ventaja».

Ortiz no sabía lo que pensaba Mónica, pero él intentaba con todas sus fuerzas mantener la alerta como si aquello fuese una pesadilla que en cualquier momento se fuera a romper. Vio al fondo el puerto, el edificio de Correos, y al lado izquierdo las viejas casas que llevaban al Borne y a las entrañas de la ciudad. Intentó recordar a un escritor de otra época, un escritor pobre, como todos, llamado Altadill. Ortiz tenía la certeza de que todos aquellos barrios siempre habían estado llenos de escritores pobres. A Altadill un editor le pidió que escribiera por encargo
Los misterios de Barcelona
, como una imitación de
Los misterios de París
, de Eugenio Sue, y Altadill, hambriento incorregible, se atrevió a pedir un fabuloso adelanto de mil pesetas. El editor, que no se fiaba en absoluto, se las negó diciendo: «¡Bah, le durarían quince días!». Y el escritor, con los ojos brillantes gritó: «¡Sí, pero qué quince días!».

Toda la inutilidad de su vida, de su esfuerzo, de su lucha, iba desfilando por los ojos de Ortiz mientras se despedía de la ciudad, se despedía de Mónica y se despedía otra vez, la última, de sus castillos de arena. Por un momento pensó en jugárselo todo y saltar, pero no podía dejar sola a Mónica. Mientras él viviese, ella tendría alguna posibilidad. Pero, como si Porcel adivinara sus pensamientos, notó la presión de su cañón en el respaldo del asiento.

Allí la ciudad parecía llegar a su fin, pero el camino seguía. Mónica giró hacia la derecha, por el paseo de Colón, lleno de palmeras y recuerdos coloniales, con el edificio de Capitanía que, más que un centro militar, parecía un museo cerrado. La luz del Paralelo y el final de Las Ramblas, un poco más allá, también era gris y parecía filtrada por la tristeza de los edificios. A partir de aquel cruce disminuiría el tráfico y sus posibilidades de hacer algo serían casi nulas. Al fondo estaba el cementerio de Montjuïc, donde la ciudad todavía intentaba encontrar un hueco para sus muertos.

El silencio solo era roto por el rugido de los camiones que los pasaban rozando. El motor del coche apenas producía un ronroneo sordo, ellos parecían no respirar.

Era el fin… Iban a entrar en las viejas tierras de Paco Candel y de todos los que allí alimentaron una esperanza. Un poblado de drogadictos y más allá la Zona Franca.

Aquí ya no había paseantes que, caso de intentar algo, los pudieran ayudar o simplemente dar la alarma. En los lugares por los que habían pasado sí que los había, eran parados o jubilados a los que el médico había recomendado andar, o simplemente maridos a los que a aquella hora la mujer ya había echado de casa.

Pero ahora rodaban por una zona fabril, llena de tinglados y almacenes, rodeados de camiones que iban y venían de Mercabarna. Allí no estaban la ciudad y sus monumentos, sino sus tornillos y su estómago; allí estaban los viejos rincones de los inmigrantes maleta al hombro; allí los poetas, si alguno existía, dejaban que la métrica la señalase un reloj marcador.

Antes había sido muy difícil intentar algo, pero ahora a Ortiz le pareció imposible. Estaban en un camino ancho, lineal, en cuyos márgenes se alzaban cobertizos con grandes rótulos, pero donde apenas se veía a nadie. Le pareció increíble que Mónica pudiese conducir con aquella calma, pero dedujo que ella no podía hacer otra cosa porque estaba dominada por una fría desesperación.

—A la izquierda.

La voz de Porcel había dado la orden. Vieron que ante el morro del coche se abrían unos almacenes más espaciados y pequeños. Había furgonetas detenidas aquí y allá, pero seguía sin verse apenas a nadie.

Los dos tuvieron la sensación de estar en el fin del mundo. Aquello era un matadero ideal. No solo no lograrían salvarse, sino que tal vez nunca aparecerían sus cuerpos.

—Aquí.

«Aquí» era una edificación de ladrillo con un gran rótulo que decía ALMACENES GENERALES SOTERAS. Quién era realmente el tal Soteras era una cosa que ahora no podían averiguar. Vieron que una gran puerta metálica se abría automáticamente.

—Adentro.

Mónica enfiló el coche hacia allí. Al hacerlo, tuvo la sensación de que entraba en su propia tumba.

En aquellos almacenes generales no había nada almacenado. Solo las paredes desnudas, solo el vacío. La luz gris, la sensación de amplitud y desamparo lo llenaron todo.

Al fondo se veía un coche, y un hombre detenido junto a él.

Aquel hombre era Muller.

52

—Para aquí y apaga el motor.

La voz de Porcel había vuelto a ser una orden seca. Mónica obedeció y el Volvo quedó inmovilizado apenas a unos metros del otro coche.

Muller los esperaba recostado en el lateral del automóvil. Su postura relajada reflejaba confianza y poder.

Alejandro Ortiz se dio cuenta de que quizá no podía entender muchas cosas, pero una certeza lo llenaba todo: habían llegado al final. Allí terminaba el camino de su vida, y no solo para él, sino también para Mónica.

Lo único que le quedaba era la dignidad, e intentó demostrarla saliendo con tranquilidad del coche. Por un momento le cortó la respiración pensar que quizá aquellos dos hombres abusaran de Mónica antes de matarla, pero en ese sentido le tranquilizó, no supo bien por qué, que hubiese allí otra mujer. Vio que Mónica se apeaba también, pero a ella la había abandonado su aparente frialdad y apenas la sostenían las piernas.

Los dos se encontraron con la sonrisa helada de Muller. Los dos oyeron como las puertas se abrían y se cerraban al bajar los de la parte trasera del automóvil.

Muller los miraba con tanta atención —con odio a él, como un amante despechado a ella— que ni siquiera se había tomado la molestia de fijarse en los que acababan de descender.

Quizá porque el que había bajado primero era Porcel, y a Porcel ya lo esperaba.

Pero de pronto todo cambió. Fue como un relámpago o como una explosión en el cerebro de Muller. Acababa de darse cuenta de que había alguien más, de que ese alguien era Chris.

Aquella mujer llevaba en la derecha una pistola del nueve corto y una sonrisa en los labios.

—¿Sorprendido, señor Muller?

Lo ojos de Muller intentaban reflejar tranquilidad, pero la rabia le corroía por dentro. El hijo de puta de Porcel se la había jugado. Se había dejado convencer por aquella hembra de culo firme y ambición descontrolada.

Con voz gélida, preguntó:

—¿Vas a dispararme?

La denotación retumbó en el enorme almacén vacío.

53

Muller se llevó instintivamente la mano al pecho.

El eco ensordecedor de la bala había paralizado su corazón antes de notar siquiera el impacto. Sintió que se le doblegaban las piernas y una sensación de abandono se apoderó de su mente. Todo había llegado a su fin… o no, porque notaba su corazón latiendo casi con desesperación dentro de su pecho y su camisa seguía impoluta, no había sangre, no había herida y él se mantenía en pie, intacto.

El que había caído fulminado, con un tiro en el pecho, había sido Porcel.

Confiado en que la actuación de Chris iba dirigida hacia el dirigente de la organización, el sicario ni siquiera se había molestado en mantenerse alerta y la bala le sorprendió antes de que pudiera apuntar a la mujer cuando esta, repentinamente, ladeó su cuerpo para cambiar la dirección del disparo.

Mónica lanzó un grito de horror, pero nadie pareció prestarle atención.

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