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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Una campaña civil (12 page)

BOOK: Una campaña civil
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—Dígale a la señora Vorsoisson que traeré ese disco de diseños de naves de salto para Nikki en cuanto pueda —le aseguró el mayor Zamori a la profesora, mirando hacia las escaleras.

¿Zamori ha estado aquí lo suficiente para conocer ya a Nikki? Miles observó incómodo su perfil. Era alto, aunque no tanto como Vormoncrief; si destacaba tanto se debía a su constitución. Byerly era tan delgado que parecía más bajo.

Esperaron un momento en el pasillo, en medio de risitas incómodas, pero Ekaterin no volvió a bajar, y por fin se rindieron y se encaminaron hacia la puerta. Ahora llovía con más fuerza, advirtió Miles con satisfacción. Zamori se internó en la lluvia, la cabeza gacha. La profesora cerró la puerta con una sonrisa de alivio.

—Ekaterin y tú podéis usar la comuconsola de mi estudio —le indicó a Miles, y se volvió para recoger los platos y tazas que habían quedado en el saloncito.

Miles recorrió el pasillo hasta la biblioteca convertida en despacho, y echó un vistazo alrededor. Sí, sería un lugar cómodo y acogedor para su conferencia. La ventana estaba abierta para que entrara un poco de aire. Desde el porche llegaron voces que distinguió con desafortunada claridad en medio del aire húmedo.

—No creerás que Vorkosigan va detrás de la señora Vorsoisson, ¿no?

Ése era Vormoncrief.

Byerly Vorrutyer repuso indiferente:

—¿Por qué no?

—Supongo que porque a ella le daría náuseas. No, debe de ser algún asunto derivado de su caso.

—Yo no apostaría por eso. Conozco a suficientes mujeres que se cubrirían la nariz y se lanzarían a por un conde aunque estuviera cubierto de pelo verde.

Miles cerró los puños, pero los volvió a abrir lentamente. ¿Ah, sí? ¿Entonces por qué no me proporcionas esa lista. By? No es que a Miles le importara ahora…

—Yo no digo que entienda a las mujeres, pero Ivan es el objetivo que yo tendría en mente —dijo Vormoncrief—. Si los asesinos hubieran sido un poco más competentes, entonces él habría heredado el condado Vorkosigan. Lástima. Mi tío dice que sería de los nuestros, si no tuviera esa alianza familiar con los malditos progresistas de Aral Vorkosigan.

—¿Ivan Vorpatril? —bufó Byerly—. Te equivocas, Alexi. A ése lo único que le interesa son los sitios donde el vino corre libremente.

Ekaterin apareció en la puerta y sonrió a Miles. Él pensó en cerrar la ventana de golpe. Había dificultades técnicas para hacerlo: tenía un pestillo. Ekaterin también había oído las voces… ¿todo? Entró, ladeó la cabeza y lo miró alzando una ceja, como diciendo: ¿Otra vez con eso? Miles consiguió esbozar una sonrisa cortada.

—Ah, aquí está tu conductor por fin —añadió Byerly—. Préstame tu chaqueta, Alexi; no quiero empapar mi bonito traje nuevo. ¿Qué te parece? El color resalta el tono de mi piel, ¿no?

—Te mata, By.

—Oh, pues mi sastre me aseguró que sí. Gracias. Bien, ya está abriendo el dosel. Ahora a correr; bueno, tú puedes correr. Yo caminaré con dignidad, con este horrible pero impermeable atuendo imperial. Allá vamos…

Dos grupos de pisadas se perdieron en la llovizna.

—Es todo un personaje, ¿no? —dijo Ekaterin, medio riendo.

—¿Quién? ¿Byerly?

—Sí. Es muy descarado. Apenas podía creer las cosas que se atrevió a decir. Ni mantenerme seria.

—Yo tampoco creo las cosas que dice —respondió Miles. Acercó una segunda silla a la comuconsola tanto como se atrevió y le indicó que se sentara—. ¿De dónde han salido?

Además de hacerlo del departamento de Ops en el Cuartel General Imperial, aparentemente. Ivan, rata, tú y yo vamos a tener una charla sobre el tipo de chismorreos que cuentas en el trabajo…

—El mayor Zamori llamó a la profesora la semana pasada —dijo Ekaterin—. Parece un tipo bastante agradable. Tuvo una larga charla con Nikki… me impresionó su paciencia.

Miles estaba impresionado con su cerebro. Maldita sea, había detectado que Nikki era uno de los pocos puntos flacos en la armadura de Ekaterin.

—Vormoncrief apareció hace unos días. Me temo que es un poco aburrido, pobre hombre. Vorrutyer vino con él esta mañana; no estoy segura de que fuera invitado exactamente.

—Ha encontrado una nueva víctima de la que chupar, supongo —dijo Miles. Por lo visto los Vorrutyer se dividían en dos categorías: los descarados y los retraídos. El padre de By, el hijo más joven de su generación, era un misántropo perteneciente a la segunda categoría y nunca se acercaba a la capital si podía evitarlo—. Está claro que By no tiene medios visibles de ganarse la vida.

—Pues le planta buena cara.

La pobreza de la clase alta era un problema con el que Ekaterin podía identificarse, advirtió Miles. No pretendía que su observación hiciera ganar puntos a Byerly Vorrutyer. Rayos.

—Creo que el mayor Zamori se quedó un poco fuera de juego cuando llegaron los dos —continuó Ekaterin. Añadió, temerosa—: No sé por qué han venido.

Mírate en un espejo, se abstuvo de aconsejarle Miles. Alzó la cejas.

—¿De verdad?

Ella se encogió de hombros y sonrió con amargura.

—Tienen buenas intenciones, supongo. Tal vez he sido demasiado ingenua al pensar que esto —indicó su vestido negro —sería suficiente para librarme de estas tonterías. Gracias por intentar enviarlos a Komarr por mí, aunque no estoy segura de que sirviera. Mis indirectas no parecían surtir efecto tampoco. No deseo ser brusca.

—¿Por qué no? —dijo Miles, esperando así animar la cadena de sus pensamientos. Aunque la rudeza tal vez no funcionara con By; sería igual que incitarlo a una competición. Miles reprimió la morbosa necesidad de preguntar si había habido más caballeros en su puerta aquella semana o si acababa de ver el muestrario completo. En realidad no quería saber la respuesta—. Pero ya basta de estas tonterías, como usted dice. Hablemos de mi jardín.

—Sí, hablemos —dijo ella, agradecida, y mostró en la comuconsola los dos modelos vid, que habían bautizado como jardín de campo y jardín urbano respectivamente. Sus cabezas se inclinaron una junto a la otra, tal y como Miles había imaginado. Pudo oler el perfume de su pelo.

El jardín de campo era una exposición naturalista, con senderos pelados en torno a especies nativas plantadas en setos bien trazados, un arroyuelo serpenteante y bancos de madera dispersos. El jardín urbano tenía marcadas terrazas rectangulares de plascreto vertido, que creaban a su vez caminos y bancos y canales de agua. Con una serie de hábiles y perspicaces preguntas, Ekaterin consiguió hacerle comprender que le gustaba más el jardín de campo, por mucho que lo sedujeran las fuentes de plascreto. Mientras Miles observaba fascinado, ella modificó el diseño campestre para darle al terreno más pendiente y un arroyo más destacado, que serpenteaba formando una S empezando en una cascada y terminando en una pequeña gruta. El círculo central donde los caminos se encontraban se convirtió en un diseño tradicional de ladrillo con el emblema Vorkosigan, la estilizada hoja de arce sobre los tres triángulos entrelazados que representaban las montañas, de material más pálido. Todo se hundió por debajo del nivel de la calle, para dar más espacio a las riberas y apagar el ruido de la ciudad.

—Sí —dijo él por fin, lleno de satisfacción—. Ése es el plan. Adelante. Puede empezar con sus contratistas y sus concursos.

—¿Está seguro de que quiere continuar? —dijo Ekaterin—. Me temo que no tengo experiencia. Todos mis diseños han sido virtuales, como éste.

—Ah —dijo Miles presuntuoso, pues había previsto esta duda de último minuto—. Ahora es el momento de que se ponga en contacto directo con mi hombre, Tsipis. Lleva treinta años ocupándose del mantenimiento y la construcción de las propiedades Vorkosigan. Sabe quién es la gente digna de confianza y valiosa, y dónde conseguir trabajadores o materiales de los terrenos Vorkosigan. Le encantará guiarla en todo el proceso.

De hecho, le haré saber que le cortaré la cabeza si no se muestra satisfecho en todo momento. Pero Miles no tendría que presionarlo mucho: Tsipis encontraba fascinantes todos los aspectos de la dirección de empresas y era capaz de hablar durante horas sobre el tema. Miles se rió, aunque dolorosamente, al advertir lo a menudo que en su experiencia como mercenario había salvado el cuello no sólo recurriendo a su formación en SegImp, sino a una de las lecciones de Tsipis: «Si estás dispuesto a ser su alumno, será tu esclavo.»

Tsipis, que ya había sido cuidadosamente alertado, respondió a la comuconsola en su despacho de Hassadar, y Miles hizo las necesarias presentaciones. La nueva relación era ideal: Tsipis era mayor, estaba casado y realmente interesado en el proyecto. Logró que Ekaterin olvidara casi al instante su cauta timidez inicial. Para cuando terminó la primera conversación larga entre ambos, Ekaterin había pasado de decir no puedo a poseer una lista de artículos y un plan coherente que, con suerte, produciría resultados sorprendentes la semana siguiente. Oh, sí. Esto iba a salir bien. Si había algo que Tsipis apreciara era un rápido estudio. Ekaterin era una de esas personas lúcidas a quienes Miles, en sus días de mercenario, consideraba más preciosas que tener de pronto una inesperada cantidad de oxígeno en la reserva de emergencia. Y ella ni siquiera sabía que era algo fuera de lo corriente.

—Santo cielo —observó, organizando sus notas cuanto Tsipis cortó la comunicación—. Qué posibilidades de educación ofrece este hombre. Soy yo la que tendría que pagarle a usted.

—El pago —recordó Miles—. Sí.

Sacó un chit de crédito de su bolsillo.

—Tsipis ha preparado la cuenta para que pague todos los gastos. Ésta es su tarifa por el diseño aprobado.

Ella lo comprobó en la comuconsola.

—¡Lord Vorkosigan, esto es demasiado!

—No, no lo es. Hice que Tsipis comprobara los precios de un trabajo de diseño similar en tres compañías profesionales distintas.

Casualmente eran las tres más caras del ramo, pero ¿habría contratado algo de menos categoría para la mansión Vorkosigan?

—Es una media de sus tarifas. Tsipis puede enseñárselo.

—Pero soy una aficionada.

—No durante mucho tiempo.

Maravilla de maravillas, esto provocó una sonrisa de confianza.

—Lo único que hice fue unir varios elementos de diseño preestablecidos.

—Bien, el diez por ciento de esa cantidad es por los elementos de diseño. El otro noventa por ciento es por saber cómo ordenarlos.

Ja, ella no discutió eso. No se puede ser tan bueno y no saberlo, por lo menos en un lugar recóndito de tu corazón, por mucho que te hayan obligado a comportarte con humildad.

Miles reconoció que era una buena nota para terminar. No quería retrasar su marcha hasta el punto de aburrirla, como evidentemente había hecho Vormoncrief. Era demasiado pronto para… no, lo intentaría.

—Por cierto, voy a dar una fiesta para algunos viejos amigos míos… la familia Koudelka. Kareen Koudelka, que es una especie de protegida de mi madre, acaba de regresar tras un año de estudios en la Colonia Beta. Acaba de aterrizar, pero en cuanto pueda fijar una fecha en que todo el mundo esté libre, me gustaría que viniera usted también a conocerlos.

—No quisiera molestar…

—Cuatro hijas. Kareen es la menor. Y su madre, Drou. Y el comodoro Koudelka, claro. Los conozco de toda la vida. Y el prometido de Delia, Duv Galeni.

—¿Una familia con cinco mujeres? ¿Todas a la vez? —una nota de envidia sonó claramente en su voz.

—Creo que le caerán bien. Y viceversa.

—No he conocido a muchas mujeres en Vorbarr Sultana… todas están tan ocupadas… —Se miró la falda negra—. En realidad no debería asistir todavía a fiestas.

—Será una fiesta familiar —recalcó él, sin darle importancia—. Naturalmente, pretendo invitar al profesor y la profesora.

¿Por qué no? Después de todo, tenía noventa y seis sillas.

—Tal vez… podría hacer una excepción.

—¡Excelente! Ya le haré saber la fecha. Oh, y asegúrese de llamar a Pym para que notifique a los guardias de la mansión cuándo van a llegar sus obreros, para que pueda añadirlos a su lista de seguridad.

—Por supuesto.

Y con este toque cuidadosamente equilibrado, cálido aunque no demasiado personal, Miles presentó sus excusas y levantó el campo.

Así que el enemigo acechaba a las puertas. No te dejes llevar por el pánico, chico. Tal vez el día de la cena ya hubiera conseguido que ella aceptara alguno de sus compromisos para la semana de la boda. Y cuando los hubieran visto en público en media docena de ocasiones, bueno, quién sabía.

Yo no, por desgracia.

Suspiró, y corrió bajo la lluvia hacia su coche.

Ekaterin regresó a la cocina, para ver si su tía necesitaba ayuda con la limpieza. Se sentía culpable por hacerlo demasiado tarde y, en efecto, encontró a la profesora sentada a la mesa de la cocina con una taza de té y un puñado de trabajos de sus alumnos, a juzgar por la expresión divertida de su rostro.

Su tía frunció ferozmente el ceño y garabateó con su stylus, luego alzó la cabeza y sonrió.

—¿Has terminado, querida?

—Más bien acabo de empezar. Lord Vorkosigan ha elegido el jardín de campo. Quiere que continúe.

—Nunca lo he dudado. Es un hombre decidido.

—Lamento todas las interrupciones de esta mañana. —Ekaterin hizo un gesto en dirección al saloncito.

—No veo por qué tienes que pedir disculpas. Tú no los invitaste.

—La verdad es que no —Ekaterin mostró su nuevo chit de crédito y sonrió—. ¡Lord Vorkosigan ya me ha pagado el diseño! Ahora puedo pagarte mi alquiler y el de Nikki.

—Santo cielo, no nos debes ningún alquiler. No nos cuesta nada que ocupes esas habitaciones vacías.

Ekaterin vaciló.

—No puedes decir que la comida que comemos sea gratis.

—Si quieres comprar algunos víveres, adelante. Pero preferiría que ahorraras para tus clases de este otoño.

—Haré ambas cosas —Ekaterin asintió con firmeza. Bien administrado, el chit de crédito le ahorraría tener que pedirle a su padre que gastara dinero en los próximos meses. Papá no era tacaño, pero ella no quería concederle el derecho de darle consejos no deseados ni a intentar dirigir su vida. Él ya había dejado claro en el funeral de Tien que no estaba contento, porque ella, ni había vuelto a casa, como correspondía a una viuda Vor, ni se había ido a vivir con la madre de su difunto esposo, aunque no los había invitado.

¿Y cómo iban Ekaterin y Nikki a encajar en su modesto apartamento? ¿Qué oportunidades tendrían de adquirir una educación en la pequeña ciudad del Continente Sur donde él se había retirado? En ocasiones, Sasha Vorvayne parecía un hombre extrañamente derrotado por la vida. Mamá había sido la osada, pero sólo en las pequeñas cosas que podía colar en los huecos de su papel como esposa de un burócrata. ¿Se había vuelto contagiosa la derrota hacia el final? A veces Ekaterin se preguntaba si el matrimonio de sus padres había sido, de algún modo más sutil, un fracaso casi tan secreto como el suyo.

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