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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

Todos los cuentos (22 page)

BOOK: Todos los cuentos
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No obstante el decreto oficial (malo para los judíos) y sus efectos asombrosos (buenos para los judíos), el pobre intendente siguió soñando el mismo sueño.

El rabino arriesgó una interpretación basada en las susceptibilidades del hombre. Hundiendo el pulgar en el aire, dijo que si las lápidas brotaban como cuchillos, debían simbolizar los cuchillos de los pobres delincuentes que se unieron al Pulpero; y que cuando los muertos se meten en el sueño con cuchillos, están amenazando; que si amenazaban era porque exigían algo que les correspondía y no se les había dado. ¿Qué podían exigir el Pulpero Fundador y sus amigos delincuentes? ¡Un monumento! Mientras no lo tuvieran, seguirían perturbando.

Pero el campechano médico del viejo y asustado intendente retrucaba con una interpretación más simple y desmitificadora (dicha sólo entre amigos): ¡Bah!, lo que pasa es que se siente caduco y teme convertirse también en una lápida.

Tobías se dirigió al redactor del
Boletín Comunitario
y dijo que en vez de perder tiempo con interpretaciones sobre el extraño sueño, había que luchar contra el maleficio que produjo la ordenanza (muy negativa para los judíos). Fue el primero en tener el coraje de llamar a las cosas por su nombre: ¿quién no se daba cuenta a esta altura de que las finanzas andaban peor desde que los judíos habían dejado de morir? Es maravilloso no morir, pero a causa de ello ya no alcanzaba el dinero para la sede social, hubo que disminuir el número de maestros, se despidió e indemnizó al portero del club, creció la hierba en el fondo de la pileta de natación, la que no se puede volver a llenar de agua porque ni hay presupuesto para arreglar el motor de la bomba. Se aumentaron las cuotas dos, luego cuatro, luego diez veces; y las donaciones ordinarias, extraordinarias, de emergencia, urgencia y hasta decencia se fueron apagando por aburrimiento. Si no se rompe este maleficio la comunidad morirá de una muerte que no produce cadáveres, ni necesita sudario ni entierro ni lápida.

Tobías habló como una máquina y terminó con impúdicas autorreferencias:

—Mientras el presidente, el tesorero y el secretario duermen, yo pienso y pienso y busco una idea, una iniciativa que nos destrabe. Por lo tanto yo, Tobías, me comprometo a vencer el maleficio que nos han mandado aquel Pulpero loco y los marginados que fueron enterrados con él. Yo traeré los muertos que necesita nuestro cementerio pese a la ordenanza del intendente. No se asuste, querido redactor, y si se asusta, no lo publique en el
Boletín.
Pero le digo que una fábrica de zapatos no funciona si no fabrica zapatos y un cementerio no funciona si no se fabrican muertos. No es tarea fácil, ¿acaso dije que era fácil? Es tan difícil que ningún otro ni siquiera la propuso en broma. Hacen falta imaginación y coraje. Tobías los tiene.

”Iré a Mercedes —anunció por doquier—, San Andrés de Giles, Luján, San Antonio de Areco, Rivas, Castelar, General Rodríguez, Escobar, San Fernando; hacia el Norte y el Sur, el Este y el Oeste; subiré la loma o la rodearé según convenga, y conseguiré muertos para nuestro cementerio. Donde haya una familia judía explicaré las ventajas de traer el difunto a Villa Mandarina, un lugar aislado, pacífico, protegido por una loma legendaria y seca como el Sinaí. Explicaré las ventajas del servicio, de las tarifas (sobre todo las tarifas) y de contar con un intendente tan amigo de los judíos que produjo una ordenanza fantástica que no nos permite morir. Describiré las ventajas del sepulturero (¿por qué no?) y su esmero por todos los detalles: linda lápida, siempre derecha y lustrada, con florcitas los que prefieren florcitas y con piedritas los que prefieren piedritas. Y bueno, usted me pregunta con los ojos todo el tiempo por qué yo, el sepulturero Tobías, me ocuparé de mendigar cadáveres si es una función de los dirigentes. ¿Me lo pregunta a mí? ¡Pregúntele a ellos! ¡Que vayan ellos si se animan! Pero no... no. Yo sé. No irán. Aumentarán la cuota, eso sí. Y armarán otra colecta, eso también. No les surge nada diferente, “original”, como se dice. ¿Y cómo les va a surgir? Vea: hay que estar en el oficio, en la muerte, para tener ideas vitales sobre la muerte. Ellos se limitan a pronunciar discursos. Se avergüenzan de los cadáveres, ¡y viven gracias a los cadáveres! Entonces, si la solución es que vaya Tobías... bueno, ¡irá Tobías!

No se publicaron sus nuevas e irritantes declaraciones, en parte por el susto del redactor y en parte porque ya no alcanzaban los fondos para editar el
Boletín.
Todos los judíos de Villa Mandarina, sin embargo, confiaron esta vez en la nueva y esperanzada iniciativa del intrépido sepulturero. Agotados los demás recursos, sólo cabía esperar un milagro.

Tobías desempolvó el viejo taxi y se lanzó por los campos como un conquistador. Recorrió ciudad tras ciudad y pueblito tras pueblito, explicaba, persuadía, lograba que le regalasen la nafta y la comida y le auguraran mejor suerte en la próxima parada. Era el salvador de su comunidad e intentaba comprometer a los otros en su empresa. Llegó incluso a ofrecer una tarifa increíblemente reducida para el primer cadáver, el que inaugurara la vía regia e incesante de cadáveres hacia la hermosa Villa Mandarina.

Su prédica fervorosa logró trizar resistencias. Su nariz gorda simbolizaba bondad, fruta, buen olfato, simpatía. En los oídos de los villamandarinenses sonaron trompetas. ¡Se produjo el milagro! Tobías era un héroe. El alocado proyecto cristalizaba por la ruta: en carroza venía el primer muerto importado. Mucha gente salió a la calle. Y cuando el inaugural paseo fúnebre recorrió las principales plazas y monumentos de la ciudad, más de uno se sintió tentado de aplaudir y gritar ¡viva el muerto! La carroza se detuvo respetuosamente junto a la sinagoga cuyas puertas fueron abiertas en señal de homenaje. Enfundada en trajes oscuros, formaba la comisión directiva en pleno, incluidos vocales suplentes y revisadores de cuentas. Transmitieron el grave pésame a la familia que, a partir de ese momento, era designada ilustre benefactora de la comunidad. Los empleados que aún no habían sido cesanteados, se incorporaron con inmensa gratitud al largo cortejo. Cuando la caravana (más festiva que llorosa) atravesó el área céntrica de la ciudad, las vidrieras atiborradas con artículos importados —que inundaron el país gracias a la nueva política económica nacional— contemplaron con asombro el único artículo “importado” a Villa Mandarina que no se autorizaba exhibir en vidriera.

Tobías abrió el reseco portón del cementerio; el chirrido de los goznes sonaba a música de violín. Su iniciativa genial reportaba el primer fruto, con dinero suficiente para oxigenar las finanzas comunitarias por una quincena. El excitado tesorero dijo al presidente que si hubiese informado al ministro de Economía sobre este insólito rubro de importación, en una de ésas mandaba un representante al entierro o ponía motocicletas con banderita delante de la carroza.

El rabino estuvo más despabilado que nunca y gorjeó maravillosas cadencias. Los solemnes llantos y los solemnes saludos terminaron en la modesta sala de sesiones de la comisión directiva con un solemne brindis en honor del difunto y los solemnes familiares. Tobías no pudo llegar porque después de un entierro debía ordenar muchas cosas; había alimentado a la tierra hambrienta con un manjar de lujo. Y como pasaba en toda cocina, al irse los invitados recién comenzaba la peor parte: limpiar y guardar. Él era el héroe de la jornada y, asumiendo su rol, prefirió que notaran (y les doliera) su ausencia.

Pocos días después llegó otro finado. Se renovó e incrementó la alegría, especialmente del tesorero, que ya calculaba excedentes y por lo tanto reactivación de proyectos archivados y reanudación de obras interrumpidas. De mantenerse el ritmo —se regodeaba besando la calculadora—, en pocos años seremos una de las comunidades más venturosas del país.

Pero luego transcurrió un mes sin que se pudiera conseguir otro cadáver. Mientras, en Villa Mandarina continuaba el hechizo: nadie daba señales de querer pasarse al otro mundo. Los miembros de la comisión directiva (en voz baja) y los restantes de la afligida comunidad (a voz en cuello) preguntaban por novedades (novedad quería decir: ¿y?, ¿para cuándo el próximo difunto?). Tobías, el perseguidor de muertos, era ya el perseguido: ¿y?, ¿qué perspectivas hay en Castelar, en San Miguel, en Rivas, en Lobos? El agobiado sepulturero relataba sus largos viajes, el esfuerzo a que se sometía y los terribles achaques de su auto. No es fácil convencer —repetía con frecuente fatiga y decepción—. La nariz se le deshinchaba y arrugaba: síntoma preocupante. Las finanzas metieron de nuevo su cabeza en la horca y el tesorero, en lugar de besar su computadora, la mordía. Para colmo de males, llegó una alarmante información: ahora ninguna comunidad vecina estaba dispuesta a permitir el éxodo de sus muertos sin ofrecer resistencia. ¡Lo único que faltaba! —dijeron—: canibalismo judío. Un grupo de activistas jóvenes de la dinámica comunidad de Abrojal había iniciado la campaña intitulada “defendamos nuestros cadáveres”.

El presidente, el secretario y el tesorero de la comunidad villamandarinense partieron a la disparada hacia las comunidades vecinas con el propósito de frenar la escandalosa guerra. Incluso detectaron un volante en el que se los acusaba de impulsar un “infame negocio necrofílico”. Recorrieron desesperados los cuatro puntos cardinales con el objeto de apaciguar y esclarecer. Y, si llegaba a ser absolutamente necesario, cargarían la responsabilidad sobre “el loco de Tobías”, autor, productor y realizador de la iniciativa. Pero en realidad fueron ellos los esclarecidos con garrotazos sobre tradición y ética. El golpe de gracia les fue asestado bajo la acusación de competencia desleal. ¿Habían supuesto ustedes, los muy imbéciles —les dijeron—, que una diferencia de tarifa y vagas promesas sobre mejor cuidado de las lápidas era suficiente para que una familia judía accediera a enterrar sus muertos en otro sitio? Los dos cadáveres que consiguieron —los únicos y los últimos— fueron llevados a Villa Mandarina por el enceguecido capricho de los deudos que se pelearon con sus respectivas comunidades. Fue un acto de venganza, no una elección.

Contusos y deshilachados, varios integrantes de la Comisión Directiva aseguraron que jamás volverían a importar cadáveres y que el cementerio, parafraseando a Abraham Lincoln, es
de, por
y
para
la comunidad local. Sin embargo los vocales, los revisadores de cuentas y los miembros suplentes (que no habían hecho penosas giras ni soportado la reprimenda de las otras comunidades) votaron en contra de esta política sosteniendo que si no se proseguía con la importación de cadáveres habría que cerrar el cementerio. Ante la insolencia de estos señores el gordo presidente, cuyo abatimiento había impresionado, se transfiguró en segundos; de una actitud vencida y quejumbrosa saltó a una furia salvaje. Parecía haber enloquecido. Lo que no pudo hacer a los presidentes de las otras comunidades, se le ofrecía como blanco tentador. Su voz recuperó bríos y, puesto de pie, tronó contra los irresponsables que le votaban al revés, contra el sepulturero, contra los que osaban contradecirlo. Siguiendo su ejemplo, también los demás miembros de la comisión directiva, incluyendo los suplentes, se pusieron de pie y en instantes los puños atravesaron la trinchera de la mesa de sesiones. El presidente se despojó del saco, la corbata y la mitad de la camisa. Aulló ¡a mí nadie me desautoriza! (y el aullido era tan fuerte que pretendía golpear a quienes sí lo habían desautorizado en la penosa gira), sacó a relucir su propia intemperancia y golpeó violentamente sobre la mesa hasta convertir en añicos el grueso cristal que a diario lustraba el gerente. Los polemistas volvieron a sentarse. Era el caos. Reinaba la confusión.

Mientras, el preocupado Tobías miraba el descenso de la noche sobre la muralla purpúrea del cementerio. Se oprimía las sienes buscando un remedio a esta enfermedad comunitaria. Lo habían obligado a abandonar su alegre oficio de taxista para que asumiera la “misión” de sepulturero. “Necesitamos hombres de ideas, de iniciativas”, le dijeron zalameramente. Y aceptó el trabajo. Tuvo la idea de plantar cítricos sobre las tumbas y vender a precio oro sus frutos a los mismos parientes, pero le vetaron la idea con horror; quiso organizar conciertos para los finados invitando a que uno o dos familiares se sentaran junto a la respectiva lápida como si fuese una butaca de teatro, y pagasen por ellos y por el muerto lo mismo que en un teatro común, la música podría ser religiosa o moderna, con todas las ventajas acústicas que sugería el lugar, pero también le vetaron esta productiva idea. Le vetaban todas sus iniciativas porque eran novedosas. Se arriesgó en el desesperado papel de héroe trayendo muertos de otra parte y fue castigado. Ahora que nadie moría en la villa ni era posible importar un cadáver de afuera, ¿qué significaba su rimbombante título de sepulturero?

Cuando la oscuridad deglutió la muralla, lo invadió otra súbita iniciativa. Fue un deslumbramiento, una revelación. Se puso de pie. Le zapateaba el pecho. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Se lanzó por el camino excitado como un profeta después de haber escuchado la voz del Señor. La doble hilera de árboles respiraba un nuevo polen. Apenas se distinguía el contorno muy negro de la loma. En alguna parte yacían los huesos del pulpero alucinado que fundó el pánico del intendente y fundó el hechizo que trastrocó el armonioso ciclo cementerio-comunidad. La nueva iniciativa le pellizcaba las piernas, le golpeaba la nuca. Se detuvo un instante, se frotó la cara con las manos, sintió dudas y exclamó a las estrellas, para probarse: ¡no, no!... La revelación, para ser creída y obedecida, debía seguir manteniéndose nítida y coherente, como en los tiempos bíblicos. Siguió caminando. Y la nueva idea continuaba nítida y coherente. Como en los tiempos bíblicos. Maciza como un martillo. Empezó a correr. La iniciativa seguía firme, estaba adherida a su alma y no lo abandonaría jamás.

De esta manera se acabó el maleficio.

En efecto, para sorpresa, dolor (y júbilo) de la comunidad judía de Villa Mandarina, murió uno de sus miembros. Pero no cualquiera. Se trataba de un personaje notabilísimo: el tesorero. El duro, amado y execrado tesorero que debía exprimir a los ricos para satisfacer al conjunto. Con el rostro hinchado (Tobías estaba viejo y este desenlace, tras tantas peripecias, le deshilachó la sensibilidad), no pudo contener las lágrimas cuando higienizó el cuerpo. Ayudó a cargar el ataúd y exigió ternura al depositarlo en medio de los cirios. Luego fue al cementerio. Ordenó a los peones que se alejaran y se puso a cavar él solo la fosa. Había terminado el maleficio con una muerte opulenta. Fue una elección terrible hecha por el pulpero y su legión de fantasmas. Tobías amaba al tesorero; ya no lo vería luchando con su gastada computadora para remendar los baches de las finanzas. Esta vez la tierra recibía un manjar excesivo. Tierra voraz, útero insaciable. Hacía meses que no comía. Su pala golpeó con ira (y entusiasmo). El borde filoso arañó, tajeó, revolvió los terrones y luego extrajo pesados montículos. El sudor chorreaba por su frente, su espalda; centelleaban la bronca y el triunfo. Triunfo sobre el maleficio.

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