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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

Todos los cuentos (19 page)

BOOK: Todos los cuentos
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—Pero el sobre sí.

Quizá debían consultar con alguien.

—Tené cuidado —dijo Mercedes.

Horacio se tapó el rostro con las manos y balbuceó en qué clima vivimos. Mercedes fue hacia la cocina: ¿tenés hambre? No, pero comeremos igual.

Esa noche contaron las rayas de la celosía de abajo arriba y de arriba abajo, oyeron el tictac de sus propios relojes y percibieron la respiración acelerada de Rafael. Repasaron culpas posibles y advirtieron que la culpa y la inocencia se confundían. Eran culpables para los que decían hay que comprometerse, actuar, “porque esta vez el país se encamina en serio”, y ellos fueron algo indiferentes. Pero también serían culpables por no haber sido indiferentes del todo, “porque la política es la calamidad nacional”, según dicen otros. Ella metida en su odontología y él en su trabajo, no tuvieron vocación de una cosa ni de la otra. Y los querían castigar no se sabía por qué. Para volverse locos.

El encargado Martín cumplió, aparentemente, con la promesa de guardar silencio. Una semana más tarde entregó a Mercedes otro sobre sin remitente. Al cerrarse la puerta, el impertinente encargado permaneció quietito en el palier. Aguardó la reacción que se iba a producir. Escucha entonces el ruido de una silla y pudo adivinar la angustia a través del muro. Era una segunda amenaza.

Mercedes enseguida pensó en su amiga Beatriz. Nos iremos a Barcelona, murmuró, y abrazó muy fuerte a su hijito que empezaba a llorar.

En el hall se cruzó con doña Leonor, que lucía un escote más grande que los de costumbre. ¡Qué cara! ¿Te sucede algo, querida? No, no... —intentó una excusa—, usted sabe, hay que despertarse de noche para darle la mamadera... ¡Cómo no voy a saber! Ya te dije que criar hijos es un sacrificio, ¡que se levante tu marido! Lo hace, el pobre. Pero vos tenés muy mala cara, Mercedes. Qué sé yo... Contame, trataré de ayudarte —le acarició el brazo—. No sé —volvió a suspirar Mercedes—. El anónimo, ¿verdad?

Mercedes se sobresaltó. No te preocupes —Leonor la tranquilizaba—, estas cosas pasan, se difunden. ¿Se difunden? Claro, querida, pero lo importante no es el anónimo sino tus relaciones. No... no entiendo —a Mercedes le empezaron a temblar los labios—. Digo que, por ejemplo, importan tus vinculaciones, o las de tu marido, con la guerrilla, claro. ¡Pero Leonor! —gritó Mercedes— Cómo, ¿no es así? ¡Usted supone!... Querida: las amenazas no vienen porque sí. ¡Es absurdo, ridículo! —los ojos se le llenaron de lágrimas—; no tenemos nada que ver. Pero algún pariente —insistió Leonor—, algún amigo, algún favorcito, dicen que el apoyo ¿cómo se llama? el apoyo... ¡logístico! eso, consiste en llevar mensajes, ocultar a algunos... ¿nada de eso? ¡Nada, Leonor, nada! Se lo juro por lo que quiera. Está bien, entonces es un error, o una broma; ¿podría ser una broma? Así piensa Horacio, pero ¿quién puede ser tan malvado para jugar una broma semejante en estos tiempos? Es un mundo de porquería —sentenció Leonor. Mercedes se frotó los ojos con un pañuelito color arena: estamos desesperados. Te comprendo querida, no es para menos; vos y tu marido deben fijarse muy bien con quiénes se juntan.

Mercedes quedó abombada. Era evidente que Leonor desconfiaba; es decir, todos desconfiaban.

Esa noche sonó el timbre y apareció el gordo Francisco Villalba. Discúlpenme la hora —dijo mientras atravesaba la puerta con dificultad—; quería charlar con ustedes, acompañarlos.

—Siéntese —Horacio le acercó una silla.

Villalba resopló:

—Me enteré del problema.

Horacio se sentó también.

—Parece que la noticia ha circulado. No lo tome a mal, es un asunto serio y es mejor que todos nos hayamos enterado.

—Mercedes está muy preocupada, don Francisco, pero yo la obligo a reflexionar: si no tenemos culpa, si no estamos metidos en nada, ¿qué nos pueden hacer?; se trata de un error.

—¡Dos veces ya cometieron el error! Le han enviado dos amenazas —Villalba extendió el pulgar y el índice.

Horacio bajó los párpados.

—¿Puedo ver los mensajes? —preguntó don Francisco estirándose la papada.

Horacio se incorporó y Mercedes le preguntó a la inesperada visita qué deseaba beber. Un poco de whisky, hija, dijo mientras sus chispeantes ojos le recorrían la cadera. Horacio volvió con las funestas hojas. Don Francisco calzó los lentes y las examinó a contraluz, las superpuso, indagó con afán detectivesco la clave que le permitiría resolver el enigma.

—Bueno —se aclaró la voz y guardó los lentes en el bolsillo de su camisa tirante— parecen auténticas, nada menos que de las
tres
A.

Mercedes se retorcía las manos mientras aguardaba la suerte de veredicto que iba a lanzarles el gordo consorcista.

—Lamento comunicarles mi opinión, lo lamento de veras: estimo que es muy muy grave.

—¿Entonces? —Horacio lo miró como al oráculo que proveería la solución maravillosa.

—Y... supongo que ustedes deben estar complicados en alguna cosa, ¡no me pregunten qué! Piensen, sincérense con su conciencia.

—¡En nada! ¡Complicados en nada! —rugió Horacio.

Villalba bebió su whisky y se levantó trabajosamente. Desde el palier volvió a decir: estimo que es muy, muy, muy grave. Movió el pulgar y el índice: dos advertencias, ¡dos!

Mercedes cerró la puerta y dijo a Horacio: —Le escribo a Beatriz ya mismo, nos vamos a Barcelona, nos vamos enseguida.

Horacio la abrazó: —Es un error, es un error de mierda.

Mercedes insistió: —Vendemos todo y nos vamos, nos vamos antes de que sea tarde.

Horacio percibió que el gordo Villalba esquivaba saludarlo. En el ascensor, el dicharachero Luppi se resistió a desarrollar con él una conversación sobre el estado del tiempo. La hostilidad del consorcio íntegro se manifestaba sin pudor. Una tarde, al regresar Horacio del trabajo, notó que Javier le huía. Indignado, corrió al muchacho: ¡qué te pasa! Nada... nada. ¿Estás muy apurado hoy? Horacio tenía espuma en la boca como si él fuera el epiléptico, tenía la rabia de noches en vela. Sí, sí, tartamudeó Javier y logró zafarse. Horacio subió al cuarto piso esmerándose por recomponer su aspecto, que Mercedes no se llevara otro disgusto. La encontró llorando: la bruta de Leonor me dijo que debemos irnos, me lo dijo en la cara. ¿Así nomás? Que por nuestro bien, por Rafaelito, por todos, o si estamos esperando que nos pongan una bomba.

Horacio abrió el diario, lo plegó y lo tiró contra la pared: hijos de puta.

Tocó el timbre el rotisero Luppi.

—Buenas noches. Permiso —voz indecisa, labios secos.

—Qué desea —replicó Horacio con sequedad.

—Hablar con usted.

—Hable.

Luppi se bamboleó. Acarició la solapa de su saco gris.

—Es importante, ¿nos sentamos? —propuso.

Horacio crujió los dientes y le ofreció el sofá. Luppi buscó firmes puntos de apoyo.

—Mi hijo Javier se asustó... No me interprete mal, le ruego —dijo con mirada lastimosa—. Creo que usted no nos entiende, en el buen sentido quiero decir —tragó saliva, se atoró, tosió, enrojeció—. La conducta extraña suya, digamos, produce... —volvió a toser.

—¡Conducta extraña mía!

—Sí, claro —se pasó el pañuelo por la boca y la garganta—. Entre los vecinos hay una cordialidad, digamos un aprecio (Horacio evocó el “aprecio” que a Luppi le brindó Leonor cuando quiso adornar la entrada con un cacto y el “aprecio” que reinaba en las belicosas reuniones de consorcio), un clima de... de familia, ¿no?

—Ahá.

—Como toda familia —guardó el pañuelo, se aclaró la garganta—, una familia moderna, digamos, con problemitas, broncas pasajeras —sonrió con pretendida complicidad—. Pero en el fondo nos queremos. Somos... gente linda, como dicen en la tele.

—Ahá —Horacio, impaciente, cruzaba y descruzaba las piernas.

—Bueno, como le digo, de repente, ¿no?, esta situación, digamos, tan... de ustedes. Me entiende, ¿no?

—No.

—Esos papeles, cartas, cómo se dice... Anónimos. Preocupan mucho. Créame, Horacio, preocupan mucho.

—Gracias.

—Nada que agradecer, por favor —miró al cielo raso, parecía más tranquilo— Por eso le decía, somos una familia buena, nos preocupamos. Corresponde que nos preocupemos. Desde hace rato, digo días, los vecinos hablamos. Y claro, desgraciadamente, ¿ve?, desgraciadamente coincidimos en que el asunto es, cómo decir, peligroso.

Horacio contrajo su entrecejo. Luppi llegaba al motivo central de su visita: bajó la cabeza y arremetió:

—Me han designado varios, o sea una mayoría, o sea casi todos, para que venga a conversar con usted. Para que... para que le transmita eso. Eso: la preocupación general.

—Está bien —Horacio sabía que no era todo, pero tuvo que pronunciar la frase de circunstancia—. Ojalá que esa preocupación nos ayude a salir del trance.

—Sí, eso, salir del trance —Luppi se entusiasmó, era el gancho que necesitaba—. Salir. Tiene que decidirse rápido, antes de que sea muy tarde. Salir de aquí —por primera vez lo miró a los ojos con una mezcla de susto e insolencia.

—Usted insinúa...

—Claro, amigo, eso, salir, mudarse, es una solución, ¿no es cierto? Puedo recomendarle una empresa de mudanzas muy responsable. Vea —adquirió postura, seguridad: era un enano asqueroso—, en una tarde lo sacan con todos sus muebles y lo instalan donde pida, aunque sea en la otra punta de Buenos Aires. Muy eficiente. Y barata. Si dice que va recomendado por mí, hasta le harán un flor de descuento —Luppi ya se manifestaba en la plenitud de su osadía.

Horacio miró el piso. Luppi se le acercó y dijo al oído:

—Horacio, amigo, el edificio hierve, hay pavura, impaciencia. ¿Sabe qué opinan algunos?, que dos amenazas, porque ustedes recibieron dos ¿verdad?, que dos son el límite. O sea una noche de éstas nos invade un comando y volamos todos. Hágame caso —le puso la mano en el hombro—, váyase con su familia antes de que sea tarde —y agregó en el más persuasivo tono—: lo digo por su bien, créame.

—Me... —Horacio tragó saliva—, me resisto a huir... como un delincuente.

—No es huir —movió la cabeza—. Es salvarse. Eso. Tiene una mujer recién recibida, con posibilidades en cualquier país. Y un hijito. ¡Piense, hombre!

—¡Cree que no pienso! —se hundió los dedos en el cráneo y estalló; era imposible frenar tanta bronca—. ¡Por qué me amenazan, ah, por qué! ¡Soy trabajador honesto, boludo de tan honesto! ¿Por qué?, ¡dígame!

La presión que el edificio empezó a ejercer sobre Horacio y Mercedes registró otro aumento cuando la mujer del encargado la encontró a Mercedes en la terraza colgando ropa y ofreció ayudarla. Mientras extendían las sábanas chicoteadas por la brisa, le contó sobre sus dificultades en la venta a domicilio.

—Ya no es como antes —suspiraba— Hay tanto peligro en todas partes, la gente no se anima a dejarla entrar a una. Se mueren de miedo cuando ven mi bolsa; imagínese, ¡mi pobre bolsa llena de trapos! —revoleó los ojos, impotente. Al rato agregó—: ¿Sabe qué pasó anoche? —Mercedes había escuchado la gritería, por supuesto, y creyó reconocer los chillidos de Leonor, pero prefirió no darse por enterada—. Fue terrible —insistió la mujer de Martín—: venían la señora Leonor y don Víctor del cine y les pareció que un auto cargado de ladrones los estaba esperando en la esquina. La pobre se asustó, no era para menos; ni siquiera se animó a entrar porque adentro estarían los cómplices. Empezó a gritar, a pedir ayuda. Del auto, que era un patrullero, bajaron los policías y golpearon a don Víctor por equivocación, imaginando que él la asaltaba. La señora Leonor, más aterrada todavía, siguió gritando y se acercaron los pocos que andaban por la calle, sonó un tiro, o varios; no hubo heridos felizmente, pero la señora se descompuso y cayó de nuca, le salió algo de sangre por el pelo. Un desastre. Para no creer. Me dijo Martín que hoy era el comentario del barrio entero.

—Vámonos —rogó Mercedes con la cara hinchada por el llanto—. No soporto un día más.

—¿Adónde?

—A Barcelona.

—¿Con qué dinero? ¿Quién me dará trabajo?

Rafaelito empieza a chillar, lo alza, le encaja el chupete, lo agita en sus brazos, chilla más.

—¡Tengo miedo! Allí conseguiremos algo, no me importa qué, Beatriz nos ayudará.

—¡Beatriz, Beatriz! —Rafaelito chilla, Horacio chilla—. ¿Una mujer soltera como Beatriz mantendrá a toda nuestra familia? ¡Qué estás diciendo!

Sonó el timbre. Aparecieron varios consorcistas. Muchos, unos quince por lo menos. Se apretujaban en el palier. Tenían aliento salvaje. Se adelantó el abdomen de Villalba y tras él se movió la cabeza vendada de Leonor.

—Venimos a exigir que abandonen el edificio.

También estaban Luppi, su mujer y el epiléptico Javier. Todos agresivos, enojados. Decían, superponiéndose las voces, que ustedes dejaron pasar demasiado tiempo, no es justo que los buenos paguen por los pecadores, váyanse de una vez. Asomaban sus dientes y los ojos escupían abominación. ¿Qué esperan? ¿Que nos maten a todos? ¿Que nos consideren cómplices? ¡Váyanse al campo! ¡Váyanse al extranjero! Ya no era sólo Villalba, el otrora simpático picaflor, ni el conciliador Luppi ni la apasionada Leonor: la furia recorría cada rostro. Esa masa apretujada no parecía humana, sino un pulpo que extendía sus mortíferos tentáculos. Quería invadir el pequeño departamento y castigar a Horacio y a la temblorosa Mercedes. Horacio buscó en Luppi su fragmento generoso, el que había dicho que eran buenos, que lo querían ayudar. Pero eso ya no existía. Nadie deseaba ayudar, menos esperar.

Horacio se desesperó e hizo lo que jamás en su vida: aplastar la puerta en las narices de sus visitantes. Un clamor fantástico trepidó en la profunda garganta de la escalera. El monstruo rechazado bramó su cólera, zapateó el piso, golpeó las paredes. E intentó cobrar venganza: meterse con violencia en el departamento, arrancar los cuadros, tirar los muebles por el balcón. Horacio dio tres vueltas a la llave, aseguró el pasador y sostuvo la puerta con ambas manos. Del otro lado forcejeaban, insultaban, exigían. La presión haría estallar los muros. La horda ya no se conformaba con arrojarlos a la calle: quería matarlos.

El administrador Rodríguez telefoneó a Horacio. Con respeto y aparente comprensión manifestó haber sido informado del terrible problema y le rogaba que lo entrevistase enseguida. Lo recibió con un largo apretón de manos, le convidó café, cigarrillos, y le contó sin rodeos que fue llamado de urgencia por la mayoría de los consorcistas: habían celebrado una “especie” de asamblea (no la podría llamar asamblea por la convocatoria irregular y porque usted no fue citado). Rompiendo la mezquina costumbre de deliberar parados en el inhóspito hall (porque nadie quería gastar su living con los vecinos), la señora Leonor ofreció su departamento.

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