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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera» (6 page)

BOOK: Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera»
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Habían transcurrido veinte días desde la entrega del ganado y Esley, que acababa de regresar de San Francisco, se consideraba el hombre más inteligente y sagaz del mundo. Había entrado en su domicilio un momento para dejar algunos documentos y en seguida marchó a visitar a algunos de sus clientes a quienes no había visto desde antes de su marcha. Los importantes asuntos que dejó pendientes le retuvieron lejos de San Alfonso hasta muy tarde y eran casi las once de la noche cuando Esley regresaba a su domicilio. Al abrir la puerta de la calle le asaltó la impresión de que no estaba solo, de que alguien se había introducido antes que él en la casa. Maquinalmente empuñó un corto Derringer y, encendiendo un quinqué de petróleo que estaba en el vestíbulo, fue registrando las habitaciones hasta llegar al despacho. Abriendo de un empujón la puerta dirigió la luz hacia el interior de la estancia, sin descubrir ninguna señal de presencia extraña.

Guardando la pistola en un bolsillo, Esley entró en el despacho y, dejando el quinqué sobre la mesa, volvióse para cerrar la puerta.

—No se moleste, juez Esley —dijo una voz—. Yo cerraré por usted.

Esley retrocedió un paso y con temblorosa mano quiso recuperar la guardada pistola.

—No haga tonterías, Esley —replicó agriamente el desconocido, a la vez que cerraba la puerta—. ¿No comprende que podría matarle y entonces usted perdería la vida y yo un futuro amigo?

—¿Quién es usted? —tartamudeó Esley, no atreviéndose a desobedecer la amenazadora orden recibida.

El hombre, que había estado de espaldas a Esley, volvióse lentamente hacia el juez, que esta vez no pudo contener un grito de terror al ver el horrible rostro de su inesperado visitante. Ese rostro era el de una calavera de intensa blancura con cuatro negras simas en los puntos correspondientes a los ojos, nariz y boca.

—No se asuste, es sólo una máscara —declaró la calavera—. Siéntese; tenemos que hablar. Pero antes deje sobre la mesa esa pistolita.

Al decir esto, la calavera indicó la mesa con el revólver que empuñaba con firme y no descarnada mano.

Esley dejó sobre la mesa el Derringer y su fantasmal visitante lo empujó a un lado con el cañón del revólver, luego, cuando el juez se hubo sentado, su visitante dejó el revólver ante él y acodándose a la mesa miró fijamente a Esley a través de los agujeros de la tétrica máscara.

—Supongo que le extrañará mi visita, ¿no? —preguntó.

Esley asintió con la cabeza.

—¿No me conoce? —siguió preguntando el visitante.

—No.

—¿No ha oído hablar de la banda de la Calavera?

—¡Oh! —Esley recordó la terrible fama de que gozaba la banda, cuyo jefe había muerto poco antes en Los Ángeles.

—Yo soy uno de los jefes —continuó el enmascarado—. Más de la mitad de la banda fue aniquilada en Los Ángeles no hace mucho. ¿Sabe quién fue el verdadero destructor de ella?

—¿El jefe de policía?

El enmascarado soltó una seca carcajada.

—No. El no podía nada contra nosotros. Le ayudó alguien que permaneció en la sombra, pero al que nosotros conocemos muy bien. ¿Sabe cómo se llama ese enemigo implacable?

De nuevo Esley movió negativamente la cabeza.


El Coyote
—replicó el bandido.

—¿
El Coyote
? —tartamudeó Esley, sintiendo que un escalofrío le recorría el cuerpo ante el nombre del famoso desconocido.

—Sí; él terminó con nosotros, nos arrebató el más fantástico botín jamás conseguido. Casi veinte millones de dólares. Otro se llevó la fama; pero sabemos qué cerebro fue el que planeó nuestra derrota. Pero contra nosotros no se juega impunemente.
El Coyote
debía haber elegido mejor antes de atacamos. ¿Sabe por qué? Porque desde el momento en que supimos a quién debíamos nuestra derrota, juramos vengarla. Por eso hemos venido a verle.

—¿Y qué puedo hacer yo? —tartamudeó Esley.

El enmascarado lanzó una erizante carcajada.

—Usted es de los nuestros —dijo—. ¿Comprende, juez Esley? Nosotros somos bandidos, pero usted también lo es.

—No comprendo —gimió el juez.

—Es muy sencillo. Atienda. Hace unos meses murió don Eduardo Ortiz, y en su testamento nombró tutor de su hija al honorable juez don Ezequiel Esley, o sea a usted. Por nuestra parte hacía tiempo que mirábamos con gran interés ciertas tierras del rancho Ortiz y por ello supimos en seguida en qué condiciones estaba extendido el testamento de Ortiz. Cuando nos enteramos de que el famoso y terrible juez Esley iba a ser el tutor de Dolores Ortiz, alguno pensó en la conveniencia de abandonar nuestras esperanzas. Yo opiné lo contrario. ¿Qué sabíamos nosotros de la vida privada del juez Esley? Nada. Por lo tanto, era mejor observar y enterarnos de qué clase de hombre resultaba Ezequiel Esley.

El juez, con los nervios en tensión, sentía, por primera vez en su vida, las mismas emociones que experimentaron otros hombres a quienes él juzgó.

El bandido continuó.

—Nos dedicamos a vigilarle… y pronto advertimos con gran alegría que la honradez no era su fuerte.

—¿Qué insinúa? —jadeó Esley.

—No es necesario que adopte expresiones de herida nobleza, señor Esley. Pierde el tiempo. Para que lo comprenda, le explicaré todo lo que sabemos de usted. En el momento en que supo que se le confiaba la administración del rancho Ortiz, usted proyectó un gran negocio. Sabía que en el rancho había por lo menos diez mil cabezas de ganado de excelente calidad. En un momento trazó su plan, que debemos reconocer como excelente, y buscó la inconsciente complicidad de un tal Ralph Bolton, a quien encargó la tarea de traer desde Tejas cinco mil bueyes de baja calidad. Tan pronto como supo que habían llegado los cornilargos tejanos, usted anunció que estaba dispuesto a vender cuatro mil quinientas cabezas escogidas al precio de setenta y cinco dólares cada una. Un precio económico y que fue aceptado sin vacilación. Envió usted al rancho Ortiz a Bolton para que recogiese el ganado ése. Al mismo tiempo, arregló en San Francisco la venta de cuatro mil quinientos cornilargos tejanos al precio de veintidós dólares cada uno. Vendió en San Luis Obispo los cuatro mil bichos de Ortiz y recibió trescientos treinta y ocho mil dólares, poco más o menos; después marchó a San Francisco y en cuanto Bolton llegó allí con los cornilargos, los llevó usted a los corrales donde los esperaban, y a fin de que Bolton no sospechara nada si se enteraba del precio a que eran vendidos, hizo personalmente todos los trámites. En resumidas cuentas, que los cornilargos vendidos a veintidós dólares fueron pagados por usted a Bolton a treinta, es decir, que perdió usted ocho dólares en cada uno de los animales, o sea treinta y seis mil dólares. Es decir, que ha tenido que pagar noventa y nueve mil dólares a la cuenta de Dolores Ortiz, a quien dirá que las reses vendidas eran pésimas, y para ello le mostrará los documentos de venta de los cuatro mil quinientos cornilargos y le ocultará la de los cuatro mil quinientos.

Esley no dijo nada y su interlocutor siguió al cabo de un momento:

—Sus gastos en esta empresa son los siguientes: Noventa y nueve mil dólares a Dolores Ortiz y unos ciento cuarenta mil a Ralph Bolton. Sus ingresos, en cambio, son: trescientos treinta y ocho mil dólares por los excelentes animales del rancho Ortiz y noventa y nueve mil por los cornilargos. En total: cuatrocientos treinta y siete mil dólares, es decir, que su beneficio neto en esta operación es de casi doscientos mil dólares, pues finge que el ganado vendido por el rancho Ortiz es el de Tejas y presenta los documentos correspondientes; paga religiosamente a Bolton lo que le prometió y él hace un buen negocio, aunque no tan bueno como el de usted. Claro que existe el peligro de que los vaqueros que ayudaron a entregar los bueyes del rancho Ortiz afirmen que el ganado entregado por ellos al representante de la A. P. C. no eran vulgares cornilargos, sino Herefords de la mejor clase. Si eso llegara a saberse, el tonto de César de Echagüe podría hacer algo por quitarle la administración del rancho; pero usted lo ha previsto y con diversas excusas se ha librado de todos los testigos, despidiendo a unos por supuestas faltas y a otros por otras supuestas necesidades de la situación económica del rancho. Se ha librado de los testigos y ahora podrá afirmar que don Eduardo cometió la tontería de tener en sus tierras unos bueyes de mala raza que comían mucho y engordaban poco. Y como ya ha apartado mil animales de clase excelente, fingirá su compra en noventa y cinco mil dólares a la Astoria Packing Company, para lo cual utilizará a esa ficticia empresa fundada por usted. Es decir, que se embolsará casi trescientos mil dólares.

Ezequiel Esley sentíase como si de pronto el mundo entero se hubiera derrumbado sobre él. Su bien planeada estafa había sido descubierta ante él con toda claridad.

—Como ve —siguió el enmascarado—, sabemos a qué atenernos respecto a usted, Esley, pero no queremos hacerle ningún daño; al contrario, estamos dispuestos a hacerle un favor y a dejarle que se aproveche de ese dinero. ¿Sabe cuál es uno de los peores vicios del
Coyote
? Pues el de ayudar a las víctimas de los canallas como usted o como nosotros. Desde que entró usted en escena,
El Coyote
le ha venido observando, y hoy se le ha visto entrar en esta casa y dejar un aviso para usted. Supongo que lo ha dejado dentro de esa caja —y el enmascarado señaló la caja de caudales—. Por lo menos, yo, en su lugar, lo hubiera hecho así.

—No puede haberlo hecho —declaró Esley—. Esa caja es de toda segundad.

El bandido se encogió de hombros.

—No hay nada seguro cuando se lucha contra
El Coyote
. Como le he dicho, queremos vengarnos de él, y por eso le hemos buscado a usted. Sabíamos que tarde o temprano
El Coyote
procuraría intervenir en favor de la señorita Ortiz. Eso era inevitable desde el instante en que usted empezó a robarla. Por eso, en vez de tender trampas contra
El Coyote
, hemos preferido vigilarle a usted y aguardar el momento en que se decidiera a castigar su poca vergüenza. No, no tome mis palabras como un insulto. No soy aficionado a perder el tiempo en tonterías. Pero dando a cada cosa su nombre se ahorra uno el tiempo. Hemos esperado junto a usted y al fin
El Coyote
ha llegado. Desde este momento se cernirá sobre usted, dispuesto a castigarle. Y en alguno de los ataques que le dirija a usted caerá en nuestras manos y entonces nos vengaremos y le haremos un favor. Si no cree mis palabras, abra la caja y vea si dentro hay algo. Y no se figure que le digo eso para hacerle abrir la caja y poderme apoderar de lo que hay dentro. Si hubiera querido hacerlo no habría tenido más que ordenárselo con mi revólver.

Como impelido por una fuerza superior, Esley se puso en pie y fue a la caja de caudales, haciendo girar el disco de la combinación y marcando la palabra y la cifra. Abrió después la pesada puerta y en la parte interior de la misma vio trazado con yeso un dibujo que representaba una estilizada cabeza de lobo o de coyote.

Debajo del dibujo se leía, escrito también con yeso:

«Cuidado, juez Esley: el camino que sigue conduce a la muerte».

—Es una broma —tartamudeó Esley.

—En su lugar yo no opinaría eso —declaró el enmascarado—. El aviso me parece muy serio y digno de tenerse en cuenta; y si usted lo desoye se expone a llegar donde dice
El Coyote
.

—¿Y si lo hubiera escrito usted? —preguntó suspicazmente Esley.

—¿Para qué? ¿Cree que conseguiría algo asustándole? No; me interesa terminar con
El Coyote
y le necesitó para eso. A cambio de su ayuda le ofrezco la mía y la de mis hombres. Si prefiere luchar solo, puede hacerlo; pero le aseguro que no saldrá vencedor. En cambio, si nos ayuda podrá conservar todo lo robado y mejorarlo, y aun le obtendremos algunos beneficios más.

Esley quedó pensativo. Era indudable que el hombre que estaba ante él se había informado muy a fondo de todo lo relativo a su estafa. Por ese solo hecho ya lo tenía en sus manos. Sin embargo, le ofrecía su ayuda contra un enemigo que era tan famoso como implacable.

Por el cerebro del juez comenzaron a pasar una serie de audaces proyectos contra
El Coyote
y también en contra del hombre que tenía delante. Se daba cuenta de que su secreto en manos de otros sería siempre una amenaza suspendida sobre su cabeza.

—Bien —dijo por fin—. Acepto. ¿Qué debo hacer?

—Aguardar órdenes. Pronto sabrá lo poco que le pedimos por su ayuda. Desde este momento entra a servir en la banda de la Calavera. Obtendrá usted ayuda y deberá prestarla. Y si intenta traicionarnos, una bala o un cuchillo terminarán con su traición. Buenas noches, juez Esley.

Al levantarse, el enmascarado cogió la pistola y abriéndola quitó los dos cartuchos y los tiró al suelo; después, volviéndose, salió del despacho del juez, que no intentó moverse de su asiento y desde el cual oyó cómo el enmascarado salía de la casa.

Durante más de una hora Ezequiel Esley estuvo meditando sobre lo que acababa de ocurrirle. No le era nada grato, pero no podía tampoco alterar el curso de los acontecimientos. Debía hacer frente a la situación, porque la suerte estaba ya echada; pero en aquella lucha que iba a empezar Ezequiel Esley no admitía aliados, todos eran sus enemigos.

Capítulo VI: Un consejo del
Coyote

Ralph Bolton, después de depositar el dinero cobrado en el Banco de California, de Los Ángeles, buscó alojamiento en la más famosa de las posadas de la ciudad, o sea la del Rey Don Carlos, encargó una buena cena y subió a la habitación que le fue asignada a fin de cambiar de ropa. También a él le aguardaba una sorpresa. Cuando salía de la alcoba adjunta a la salita y con la cual formábase el conjunto de la habitación, vio, sentado en uno de los frailunos sillones, a un hombre vestido a la mejicana y con el rostro cubierto por un negro antifaz.

Rápido como una centella Ralph buscó la culata de su revólver, pero interrumpió el movimiento antes de terminarlo al recordar que sus revólveres estaban sobre la cama, dentro de la alcoba.

—Vengo en son de paz —declaró el enmascarado.

—¿Quién es usted? —casi gritó Bolton.

—Tal vez mi nombre no sea conocido en Tejas —replicó el otro—. Me llaman
El Coyote
.

—Ya he oído hablar de usted —replicó Bolton, con gran dureza—. Pero siempre creí que era una fantasía.

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