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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera» (3 page)

BOOK: Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera»
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El rancho Ortiz se levantaba en lo alto de una suave colina en las tierras de San Alfonso y era cruzado por el río Cristales. Los primeros Ortiz plantaron en torno al amplio edificio de adobes unos cincuenta robles, a quienes el tiempo había dado majestad y reciedumbre y que parecían proteger con sus gruesos troncos la blanca casa de una sola planta.

Sentados en cómodos sillones de mimbres y separados por una mesita sobre la que se veía un gran jarro de agua con limón, refrescada con nieve que traían en invierno de la sierra, y que se guardaba en un hondo pozo, al estilo impuesto muchos siglos antes por los árabes en España, estaban Dolores y don César.

—¿Qué opina usted del testamento de mi padre? —preguntó Dolores, al cabo de varios minutos de silencio.

—Estoy seguro de que tu padre hizo lo que juzgó más conveniente para tus intereses, Lolita —replicó César.

—Pero ¿estuvo acertado?

—Ésa es una pregunta muy difícil y que en distintos aspectos se viene repitiendo desde hace muchos siglos. Generalmente, cuando un hombre hace una elección, se fía de lo aparente. Un monarca elige a un general que jamás se ha destacado en nada y lo coloca al frente de sus ejércitos. Ese general puede triunfar en la guerra y entonces todos afirmarán que el monarca anduvo acertado. Podrá ser vencido, y todos dirán que su derrota era lógica, porque jamás se había destacado como conductor de masas, y que las virtudes entrevistas en él fueron un espejismo engañoso. Tu padre debió de elegir a ese Esley por las virtudes que creyó ver en él. En cuanto a si esas virtudes son reales o no, eso el tiempo lo dirá. A ti no te es simpático Ezequiel Esley, ¿verdad?

—No, no me lo es.

—¿Porqué?

—Es un hombre frío que jamás se emociona por nada…

—Para ciertas cosas, un carácter así es el mejor.

—Además, es un hombre falso.

—¿En qué te fundas para decir eso?

—Pues en que al dar la mano lo hace como si tendiera un mal pingajo.

—Ése no es motivo para opinar mal de una persona. Seguramente Esley será un administrador perfecto. Ya verás cómo el tiempo demostrará que tus dudas son equivocadas.

—Pero eso de que yo tenga que depender de él en la elección de mi marido…

—Tu padre debió de querer librarte de un casamiento precipitado, Lolita. Eres riquísima y al olor de tu fortuna acudirán muchos roedores de oro. Tú, debido a lo joven que eres, podrías dejarte engañar por lo que se te ofrecería bajo el aspecto de amor y que en realidad sólo sería interés. Tu tutor verá más claro que tú y podrá guiarte. Luego, cuando dentro de cinco años hayas cumplido los veintitrés, estarás en mejores condiciones para elegir marido, y entonces serás tú quien podrá decidir tu futuro.

—Estoy ahora tan capacitada para elegir marido como pueda estarlo dentro de cinco años.

César sonrió.

—No, chiquilla; eso no. Desde los quince años la juventud se cree en posesión de toda la inteligencia del mundo y de toda la capacidad posible para la elección de marido o de mujer, en el caso de los hombres. Viene luego el curso de los años y todos vemos lo equivocados que estuvimos al creernos ya supersensatos.

—Yo soy distinta —afirmó Dolores, irguiendo la cabeza.

—Tal vez lo seas; pero, de todas formas, aún serás más distinta dentro de cinco años. Ten confianza en tu tutor y empieza a perderla cuando los hechos te demuestren que debes hacerlo. Entretanto, espera. ¿O es que existe algún hombre que…?

—No, no existe ningún hombre; pero le aseguro, don César, que si llega a existir no me importaría perder por él toda mi fortuna.

—En un caso así no bastaría sólo tu deseo; habría que consultar también el suyo.

—¿Cree que no puedo ser amada sólo por mí?

—Lolín, eres lo suficientemente hermosa para que seas amadas exclusivamente por tu hermosura; pero no debes olvidar que eres dueña de una gran fortuna y que los hombres que se acerquen a ti lo harán teniendo en cuenta esta fortuna. Un hombre pobre y honrado no se atreverá a declararte su amor por miedo a que le creas interesado en tu riqueza; de la misma forma que ningún simple mortal se atreverá a enamorarse de una princesa, porque, por muy bella que la crea, no podrá dejar de tener en cuenta la diferencia de clases. Es muy posible que se acerquen a ti aventureros que, fingiendo una posición elevada, soliciten tu mano. Tú podrás dejarte engañar y caer en sus lazos. Tu tutor, más frío y sereno, podrá ver la verdad.

—¡Habla usted como todos los viejos, don César! ¿Por qué se creen en posesión de la verdad?

—Por la sencilla razón de que continuamente vamos aprendiendo en nuestros errores, y aunque no haya nadie, si es inteligente, que se crea supremamente sabio, en cambio, sí puede darse cuenta de que son muchos los errores que ha ido dejando atrás. Si alguna vez te asaltan dudas o te enfrentas con problemas de difícil solución, acude a mí. Tal vez yo pueda ayudarte.

Dolores Ortiz dirigió una profunda mirada a César y, después, movió la cabeza, murmurando:

—Tal vez acuda a usted.

—Ahora no piensas acudir nunca; pero no olvides lo que voy a decirte: Yo nunca trataré de humillarte diciendo que tal o cual suceso fue ya previsto por mí. Si sufres un desengaño, te consolaré y te ayudaré a rehacerte del golpe que hayas podido recibir. Y si creo que debo ayudarte incluso contra los dictados de tu tutor, lo haré.

Dolores guardó silencio y, por último, preguntó:

—¿En qué otra persona pudo pensar mi padre?

—A eso no puedo contestarte; pero tal vez… tal vez algún día te pueda decir en quién pensaba.

—¿Por qué no ahora?

—Porque no me gusta ser profeta y equivocarme. Es más práctico aguardar el curso de los acontecimientos. Adiós, Lolita. Debo volver inmediatamente a Los Ángeles.

Cuando se alejaba del rancho Ortiz, César de Echagüe recostóse en el asiento del coche y dejó vagar por sus labios una extraña sonrisa; luego, a media voz, murmuró:

—Eduardo Ortiz, fuiste un gran sinvergüenza. Nunca creí que hubieras adivinado quién era
El Coyote
; sin embargo, tu hija tendrá, si la necesita, la ayuda del
Coyote
.

Después de esto hizo restallar el látigo sobre la cabeza de los dos caballos, que emprendieron un alegre trote en dirección a la cercana ciudad de Los Ángeles.

Capítulo III: Los proyectos del juez Esley

Ezequiel Esley pasó lentamente la mano, como si lo acariciase, por encima de la copia del testamento de Eduardo Ortiz. De buen grado habría expresado a gritos su entusiasmo. Además de la satisfacción material, estaba la moral. No sólo iba a ser, prácticamente, el dueño de una inmensa fortuna, sino que, además, sería una figura principalísima en la rica California.

Muy poco se había imaginado Esley al tener que huir de Tejas empujado por la guerra civil que su emigración forzada iba a dar tan buenos frutos. Tampoco se imaginó al refugiarse en el rico rancho Ortiz que antes de dos años la hacienda pasaría a sus manos por obra del estrafalario don Eduardo, de quien tantas
latas
había soportado.

—Creo que si vivo dos meses más con él hubiera acabado llamándole imbécil —sonrió—. Por fortuna la guerra se acabó antes que mi paciencia.

Abriendo el testamento comenzó a repasar diversas cláusulas. De cuando en cuando murmuraba algunas palabras como éstas:

—Mil pesos oro mensuales por mi trabajo durante cinco años y, además, todos los gastos de manutención y vestido cubiertos.

O bien:

—Libertad para vender las tierras que yo crea convenientes, siempre y cuando adquiera otras mejores que compensen las pérdidas o las superen.

Indudablemente Ortiz estaba loco.

Lentamente un audaz plan de acción se formó en su cerebro.

—Ante todo, debo ir a hacerme cargo de la herencia y comprobar exactamente a cuánto asciende.

Soltando una carcajada, exclamó de pronto:

—Esto va a ser como manejar salvado con las manos untadas de manteca. Aunque quisiese no podría evitar llenarme las manos de oro.

Como lo principal era disponer el viaje, el juez se puso en pie y, guardando en un cajón el testamento, marchó a ordenar los preparativos para el largo viaje.

Al llegar a la agencia de la diligencia, vio a Ralph Bolton que avanzaba por la calle empujando ante él unos quince bueyes cornilargos viejos, sólo aprovechables por sus cueros. Eran animales salvajes, de mirada centelleante, dispuestos, a la menor provocación, a cargar sobre hombres, bestias o cosas. A todos se les podían contar los huesos y hubieran necesitado muchos cientos de kilos de alfalfa para estar pasablemente gordos.

Ezequiel Esley conocía ya la actual ocupación de Bolton, que, al fin y al cabo, era la de todos los tejanos que habían regresado del ejército confederado después de la victoria del Norte. Al volver a sus hogares se encontraron con que todo estaba destruido. No por la acción de la guerra, que sólo tuvo en aquellos lugares ligeras repercusiones, sino por la falta de hombres capaces de trabajar la tierra y cuidar de los ganados que, vagando por los pastos, retornaron, poco a poco, a su estado natural de selvatiquez.

Menos de mil ranchos se hubieran encontrado en la inmensa extensión de Tejas conservando sus reses en orden. Y aun ese resultado se obtuvo gracias al trabajo incansable de las mujeres. El resto de la que fue república independiente presentaba un aspecto desolador. Los corrales de los ranchos aparecían con las cercas derrumbadas, las casas en ruinas, los sembrados de alfalfa y maíz invadidos por las plantas parasitarias; los pozos artesianos en completo descuido, los heniles abatidos por las tormentas, muchas haciendas fueron destruidas por los incendios naturales o los provocados por los pieles rojas. Sólo una raza como la tejana, que tanta sangre española llevaba en las venas, hubiera sido capaz de emprender la reconstrucción con el brío con que la emprendieron aquellos hombres que regresaban a sus pueblos con la amargura de la injusta derrota en los labios. Todos habían luchado heroicamente y si sólo hubiese contado el valor, los tejanos hubiesen ganado la guerra; pero durante más de cuatro años se enfrentaron con un imposible y al fin resultaron derrotados por la potencia industrial del Norte.

Una de las primerísimas tareas a que se lanzaron los tejanos fue la de rescatar los animales en estado salvaje. Aquellos cornilargos que galopaban, como caballos, por las praderas, de duro pellejo, sobrados de huesos y de cuernos y faltos de grasa, eran casi un peligro, y aunque no hubiese sido más que para terminar con él, se hubiera tenido que capturarlos.

En algunos puntos del golfo de Méjico se compraban ya a bajo precio aquellos animales para utilizar su piel y sus huesos. Y como ya nadie sabía a quién pertenecían, pues las marcas estaban medio borradas y, además, en aquellos años habían nacido muchos, se declararon de propiedad pública, y todo tejano que tuviese un caballo y una cuerda podía lanzarse a cazarlos y a marcarlos con sus hierros.

Ralph Bolton fue de los primeros en entregarse a aquel trabajo. De un pariente lejano heredó un mal rancho y después de reparar como pudo y supo el pozo artesiano, cultivó alfalfa, y cuando la primera cosecha estaba a punto tenía ya medio centenar de bueyes de cuernos musgosos, o sea, animales viejos en la base de cuyos anchos cuernos crecía un a modo de verdoso musgo que acusaba la extremada vejez de los animales, sólo utilizables como piel y huesos. De entre ellos separó Bolton los más jóvenes y los instaló en un corral aparte.

—¿Cómo va la caza, Bolton? —preguntó Esley al joven.

Bolton no podía dominar la profunda repulsión que sentía por el juez Esley; sin embargo, su situación, como la de los demás tejanos, no era tan buena como para enemistarse con un personaje que entonces era todopoderoso en San Juan.

—Regular, señor juez —replicó el joven—. Tengo ya casi cien bichos de éstos. Y he descubierto un lugar donde podré cazar diariamente tantos como llevo hoy. Si no se asustan y escapan, pronto tendré suficientes animales para emprender un viaje al golfo.

Esley se acarició la barbilla y por sus ojos pasó un destello de astucia.

—Quisiera hablar contigo sobre esos animales —dijo—. Quizá pudiéramos hacer algún negocio.

Bolton guardó silencio, esperando que Esley se explicase mejor. El juez montó en su caballo y se colocó a la altura de Bolton, marchando los dos detrás de los animales.

—¿Cuánto te pagan en el golfo por tus cornilargos? —preguntó Esley al cabo de unos minutos.

—No he llevado aún ninguna manada; pero sé que pagan hasta quince dólares por cada uno. Claro que el precio ese es el más alto, y el más corriente no pasa de los diez.

—El ganado de California se cotiza a precios más elevados, ¿no?

—Desde luego. Hasta se pagan sesenta dólares por un buey. Pero son otros bueyes.

—Claro. ¿Te considerarías capaz de llevar una manada de cornilargos hasta California si te prometiera pagártelos a treinta dólares cada uno?

Bolton miró suspicazmente a Esley.

—Treinta dólares son muchos dólares por semejantes animales —dijo.

—Ya lo sé; pero el viaje hasta California no tiene nada de fácil, Bolton. Son muchas las dificultades y los obstáculos a vencer.

—¿Y de qué pueden servir en California unos animales como éstos?

—En este mundo todo se puede aprovechar. A veces las cosas que en un sitio se tiran en otro se aprovechan ventajosamente. Te estoy muy agradecido por lo bien que te portaste conmigo en cierta ocasión. Tengo la oportunidad de ofrecerte un buen negocio y prefiero que seas tú quien lo realice. Yo debo marchar a California para un importante asunto. Antes de partir te entregaré dos mil quinientos dólares. Con ellos podrás vivir unos meses, que emplearás en ir reuniendo animales de ésos. No me importa la cantidad que reúnas. Todos te los compraré, a condición de que me los entregues en California. No creo que puedas formar una manada de más de cinco mil; pero si llegases a ese número, ganarías ciento cincuenta mil dólares, de los cuales más de la mitad sería beneficio neto.

Bolton reflexionó unos instantes sobre las palabras de Esley. Si conseguía reunir una suma como aquélla podría realizar su sueño dorado: comprar por poco precio tierras abandonadas y transformarlas con su trabajo en ranchos magníficos, en los cuales criaría excelentes bueyes Hereford, de cara blanca, de fácil engorde y que, si su instinto no le engañaba, serían, con el tiempo, la base de la futura gran riqueza de Tejas.

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