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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Payasadas (5 page)

BOOK: Payasadas
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De ese modo dimos vida a un genio único, que moría en cuanto nos separábamos, y que renacía en el momento en que volvíamos a juntarnos.

* * *

Nuestra especialización como mitades de aquel genio tuvo caracteres casi paralizantes. Ese ser era el individuo más importante de nuestras vidas, pero nunca lo nombrábamos.

Cuando aprendimos a leer y a escribir, por ejemplo, era yo quien realmente leía y escribía. Eliza fue una analfabeta hasta el día de su muerte.

Sin embargo, Eliza tenía las grandes intuiciones. Fue ella la que adivinó que nos convenía permanecer mudos, pero que debíamos aprender a avisar antes de hacer nuestras necesidades. Fue Eliza la que descubrió qué eran los libros y qué podían significar esos pequeños signos sobre las páginas.

Fue Eliza la que sintió que había algo raro en las dimensiones de algunos corredores y habitaciones de la mansión. Y fui yo el que se dio el trabajo de tomar las medidas y luego tentar los paneles y el parquet con destornilladores y cuchillos de cocina, buscando las puertas de un universo optativo que finalmente encontramos.

Hi ho.

* * *

Sí, y yo era el que me encargaba de la lectura. Y ahora me parece que no existe un solo libro escrito en un idioma indoeuropeo publicado antes de la Primera Guerra Mundial que yo no haya leído en voz alta. Pero Eliza se encargaba de la memorización y me decía lo que teníamos que aprender a continuación. Y era ella la que reunía ideas aparentemente sin ninguna relación para formar un nuevo concepto. Eliza era la que
yuxtaponía
.

* * *

Gran parte de nuestra información, por supuesto, estaba definitivamente superada, ya que a partir de 1912 habían llegado muy pocos libros a la mansión. Gran parte de ella también desafiaba el tiempo. Y también había cosas francamente estúpidas como los bailes que aprendíamos.

Si quisiera, yo podría ejecutar aquí mismo en las ruinas de Nueva York una versión bastante aceptable, incluso correcta desde un punto de vista histórico, de la tarantela.

* * *

¿Éramos realmente un genio cuando pensábamos como un solo ser?

Tengo que responder que sí, especialmente si tenemos en cuenta el hecho de que no teníamos profesores. Y lo digo sin jactancia porque sólo soy la mitad de esa mente extraordinaria.

Recuerdo que criticábamos la Teoría de la Evolución de Darwin basándonos en el hecho de que las criaturas se convertirían en seres tremendamente vulnerables mientras trataban de mejorar su especie, cuando intentaban desarrollar alas o una coraza. Serían devorados por animales más prácticos mucho antes de que sus maravillosas nuevas características se hubiesen perfeccionado.

Hubo por lo menos una profecía en la que acertamos con tal exactitud que pensar en ella, incluso ahora, me deja pasmado.

Escuchen: comenzamos con el misterio de cómo los antiguos habían levantado las pirámides de Egipto y México, y las grandes cabezas de la Isla de Pascua y los impresionantes arcos de Stonehenge, sin las fuentes de energía ni los instrumentos modernos.

Llegamos a la conclusión de que en la Antigüedad hubo días en que la gravedad era tan ligera que la gente podía jugar a la pelota con enormes trozos de roca.

Incluso estimamos que quizá fuese anormal que la gravedad de la Tierra se mantuviera estable durante largos períodos de tiempo. Profetizamos que en cualquier momento la gravedad podía volver a convertirse en un elemento tan caprichoso como el viento, el frío, el calor, o las tempestades.

* * *

Sí, y también Eliza y yo redactamos una precoz crítica de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica. Argumentamos que era más que nada un sistema para provocar el descontento general puesto que su éxito en mantener a la gente razonablemente feliz dependía de la fuerza de la misma gente, y sin embargo no presentaba ningún sistema práctico tendente a hacer que los ciudadanos, al contrario de sus representantes elegidos, tuvieran fuerza.

Dijimos que era posible que los que redactaron la Constitución fuesen ciegos a la belleza de las personas que no tenían una gran fortuna, o amigos poderosos o un puesto público, pero que sí eran auténticamente fuertes.

Sin embargo, nos pareció más probable que los autores no se hubiesen dado cuenta de que resultaba natural, y por lo tanto casi inevitable, que los seres humanos en situaciones extraordinarias, se viesen a sí mismos como partes de nuevas familias. Eliza y yo señalamos que esto había ocurrido tanto en democracias como en tiranías, ya que los seres humanos eran los mismos en todo el mundo, y civilizados sólo desde ayer.

De ahí que se podía esperar que los representantes elegidos se convirtieran en miembros de la famosa y poderosa familia de los representantes elegidos, lo cual, naturalmente, los haría reaccionar en forma cauta, aprensiva y tacaña ante los otros tipos de familia en que, naturalmente, se subdivide la Humanidad.

Eliza y yo, pensando como mitades de un sólo genio, propusimos que la Constitución fuese enmendada de modo que garantizara a todo ciudadano, por muy humilde, loco, incompetente, o deforme que fuese, la filiación a alguna familia tan disimuladamente xenofóbica y astuta como la que forman los funcionarios públicos.

Bravo por Eliza y por mí.

* * *

Hi ho.

* * *

Capítulo 7

CUAN bonito habría sido, especialmente para Eliza, puesto que era una niña, si hubiese resultado que éramos patitos feos, y con el tiempo hubiésemos llegado a ser bellos. Pero la verdad es que cada día que pasaba nos poníamos más ridículos.

Ser un niño de más de dos metros tenía algunas ventajas. Era un respetado jugador de baloncesto en la escuela preparatoria y en la Universidad, aunque tenía los hombros muy estrechos y voz de flautín, y ni un solo indicio de barba o vello púbico. Así es, y años más tarde, cuando mi voz se había hecho más grave y me presentaba como candidato a senador por Vermont, pude decir desde mis pancartas, ignorando los dedos que me sobraban: «Se necesita un hombre grande para hacer grande a un país».

Pero Eliza, que tenía exactamente la misma altura que yo, no podía esperar ser bien recibida en ninguna parte. No había un rol femenino convencional que pudiese admitir de alguna manera a una semigenio neandertaloide de cuatro tetillas, doce dedos en las manos y doce en los pies, que medía dos metros veinte y pesaba un quintal.

* * *

Incluso ya desde niños sabíamos que no íbamos a ganar ningún concurso de belleza.

A propósito, Eliza dijo una vez algo profético refiriéndose a eso. No tendría más de ocho años. Afirmó que quizá podría ganar un concurso de belleza en Marte.

Ella, por supuesto, estaba destinada a
morir
en Marte.

Para Eliza el premio de belleza allí sería un alud de pirita de hierro, más conocida como «el Oro de los Tontos».

Hi ho.

* * *

De hecho, durante una época de nuestra infancia, estuvimos de acuerdo en que teníamos
suerte
al no ser hermosos. Gracias a todas las novelas románticas que yo había leído en voz alta con mi tono chillón, a menudo acompañándolas con gestos, sabía que la intimidad de la gente hermosa quedaba siempre destrozada por apasionados desconocidos.

No queríamos que eso nos ocurriera, puesto que los dos formábamos no ya una sola mente sino también un universo densamente poblado.

* * *

No diré mucho más acerca de nuestro aspecto. Sólo que nuestra ropa era la mejor que se podía comprar. Nuestras asombrosas dimensiones, qué cambiaban totalmente casi de un mes a otro, eran enviadas por correo regularmente, siguiendo las instrucciones de nuestros padres, a alguno de los mejores sastres, zapateros, modistas, fabricantes de camisas y tiendas de moda del mundo.

Aunque nunca íbamos a ninguna parte, la enfermera que nos vestía y desvestía experimentaba un placer infantil en disfrazarnos para imaginarias reuniones sociales de millonarios, para tés danzantes, exposiciones de caballos, vacaciones en la nieve, para asistir a clases en colegios caros, para ir al teatro una noche aquí en Manhattan y luego cenar fuera y beber abundante champaña.

Y todo eso.

Hi ho.

* * *

Nos dábamos cuenta de toda la gracia que tenía esto. Pero, pese a lo inteligentes que éramos cuando juntábamos nuestras cabezas, no adivinamos hasta los quince años que también vivíamos una tragedia. Pensábamos que la fealdad resultaba simplemente divertida para la gente que vivía en el mundo exterior. No nos dábamos cuenta de que podíamos provocar náuseas al desconocido que se encontrara inesperadamente con nosotros.

Era tal nuestra inocencia respecto de la importancia de la belleza física que de hecho no le veíamos mucho sentido al cuento del patito feo, que un día leí en voz alta a Eliza en el mausoleo del profesor Elihu Roosevelt Swain.

Es la historia, como se sabe, de un pajarito criado por unos patos que pensaban que ese era el pato más raro que habían visto en sus vidas. Pero al crecer resultó que se trataba de un cisne.

Recuerdo que Eliza comentó que hubiera sido mucho mejor si el pajarito se hubiese quedado en la orilla y se hubiese convertido en un rinoceronte.

Hi ho.

* * *

Capítulo 8

HASTA la víspera del día en que cumplíamos quince años, Eliza y yo nunca habíamos escuchado nada malo acerca de nosotros cuando espiábamos escondidos en los pasadizos secretos.

Los sirvientes estaban tan acostumbrados a nosotros que rara vez nos mencionaban, incluso en sus conversaciones más privadas. El doctor Mott escasamente hablaba de otra cosa que no fueran nuestros apetitos y nuestras deposiciones. Y nuestros padres sentían tal repugnancia ante nosotros que permanecían mudos cada vez que hacían su viaje anual a nuestro asteroide. Recuerdo que mi padre solía hablar con mi madre de forma más bien vacilante e indiferente sobre los acontecimientos mundiales que había leído en las revistas.

Nos traían juguetes de F. A. O. Schwartz, que según garantizaba ese emporio, eran educativos y para niños de tres años.

Hi ho.

* * *

Así es, y ahora pienso en todos los secretos sobre la condición humana que oculto a Melody e Isadore, en beneficio de su propia paz de espíritu. Como el hecho de que la otra vida no es buena y cosas así.

Y una vez más vuelvo a asombrarme ante el perfecto secreto que se nos ocultó a Eliza y a mí durante tanto tiempo: Que nuestros padres deseaban que nos diéramos prisa y nos muriéramos de una vez.

* * *

Perezosamente nos imaginábamos que el día que cumpliésemos quince años sería como los anteriores. Dimos el espectáculo que siempre habíamos dado. Nuestros padres llegaron a la hora de la cena, que era a las cuatro de la tarde. Recibíamos los regalos al día siguiente.

Nos tiramos la comida en nuestro comedor cubierto de azulejos. Yo le di a Eliza con un aguacate. Y ella me dio con un filet mignon. Los panecillos rebotaban en la sirvienta. Fingíamos no saber que nuestros padres nos observaban por la puerta entreabierta.

En efecto, y luego, sin haber saludado personalmente a nuestros padres todavía, nos bañaron y echaron talco y nos vistieron con nuestros pijamas, y nuestras batas y nuestras zapatillas. Nos acostábamos a las cinco de la tarde porque Eliza y yo fingíamos dormir dieciséis horas diarias.

Nuestras enfermeras, Oveta Cooper y Mary Selwyn Kirk, nos dijeron que había una maravillosa sorpresa esperándonos en la biblioteca.

Fingimos que ignorábamos totalmente en qué podía consistir esa sorpresa. ..

En ese entonces ya medíamos dos metros veinte.

Yo arrastraba un remolcador de goma que se suponía que era mi juguete favorito. Eliza llevaba una cinta de terciopelo rojo en ese nido de pájaros que era su pelo negro como el carbón.

* * *

Como de costumbre, había una gran mesa para el café entre nosotros y nuestros padres. Como de costumbre, había una botella de coñac a su disposición. Como de costumbre, los troncos de pino y de jugoso manzano silbaban y crepitaban en la chimenea. Como de costumbre, un retrato al óleo del profesor Elihu Roosevelt Swain colocado sobre la repisa presidía la escena ritual.

Como de costumbre, nuestros padres se pusieron de pie, levantaron la vista hacia nosotros y sonrieron con una expresión que no supimos reconocer como agridulce terror.

Como siempre, fingimos que los encontrábamos adorables, pero que en el primer momento no sabíamos quiénes eran.

* * *

Como de costumbre, fue papá quien habló:

—¿Cómo estáis, Eliza y Wilbur? —dijo—. Tenéis muy buen aspecto. Nos alegramos de veros. ¿Recordáis quiénes somos?

Eliza y yo nos miramos con inquietud, babeando y balbuceando en griego clásico. Recuerdo que Eliza dijo en griego que no podía creer que estuviésemos emparentados con esas muñecas tan preciosas.

Papá nos ayudó. Nos dijo el nombre que le habíamos dado hacía años.

—Soy Blaz-la.

Eliza y yo fingimos que estábamos estupefactos. «Blaz-la» nos repetíamos el uno al otro. No podíamos creer en nuestra buena suerte.

—¡Blaz-la! ¡Blaz-la! —gritamos.

—Y ésta —añadió papá, señalando a mamá— es Mab-lab.

Para nosotros esta fue una noticia mucho más sensacional todavía.

—¡Mab-lab! ¡Mab-lab! —exclamamos.

Y en ese momento Eliza y yo dimos un gran salto intelectual, como de costumbre. Sin que nadie nos diera ninguna pista, llegábamos a la conclusión de que si nuestros padres estaban en la casa, entonces nuestro cumpleaños debía estar muy próximo. Entonamos nuestra palabra idiota para designar cumpleaños, y que era
cucaño
.

Como de costumbre, fingimos que nos sobreexcitábamos. Dábamos saltos. Ya éramos tan grandes que el suelo comenzaba a subir y a bajar como un trampolín.

Pero nos detuvimos de repente, fingiendo, como de costumbre, que habíamos quedado en estado catatónico pues tanta felicidad no era buena para nosotros.

Ese era siempre el final del espectáculo. Después de eso, nos sacaban de la habitación.

Hi ho.

* * *

Capítulo 9

NOS ponían en cunas hechas a medida en cuartos separados pero adyacentes. Las habitaciones estaban unidas mediante un panel secreto en la pared. Nuestras cunas eran grandes como vagones descubiertos. Hacían un ruido espantoso cuando les levantaban los lados.

Eliza y yo hacíamos creer que nos dormíamos de inmediato. Pero transcurrida media hora nos juntábamos en el cuarto de Eliza. Los sirvientes nunca venían a ver cómo estábamos. Después de todo gozábamos de una salud perfecta y habíamos conseguido una reputación por ser, como decían ellos, unos tesoros cuando llegaba la hora de dormir.

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