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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (4 page)

BOOK: O ella muere
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—¿Algún alumno cabreado contigo?

Esa idea no se me había ocurrido.

—Ninguno en especial, que yo sepa.

—Comprueba si alguno va a suspender, y piensa también si has tenido roces con algún miembro de la facultad.

—¿En mi primer mes?

—Tu historial este año no ha sido muy ejemplar —me recordó Julianne—, en lo que se refiere a las… relaciones personales.

—El departamento está lleno de tipos que hacen películas —explicó Marcello, abarcando todo el edificio con un gesto—. La mayoría de ellas son tan logradas como esta grabación, de modo que no faltan sospechosos. Seguro que no es más que una bromita mezquina.

Había perdido el interés y volvió a sus exámenes.

—No sé… —Julianne prendió otro cigarrillo con el anterior—. ¿Para qué vas a informar a alguien de que lo estás observando?

—Quizá lo catearon en la escuela de espías —sugerí.

Ella carraspeó pensativa, mientras seguíamos observando a los estudiantes que salían al patio desde nuestro edificio. Provisto de enormes ventanales, columnas y un empinado tejado metálico, el Manzanita Hall siempre me había parecido extrañamente precario, teniendo en cuenta que era uno de los edificios construidos a resultas del terremoto del 97.

—Marcello tiene razón. Lo más probable es que tan solo lo hayan hecho para molestarte. Y en ese caso, ¿qué más da? Salvo que se convierta en algo más. Pero la otra posibilidad —lanzó una bocanada de humo por la rendija de la ventana— es que se trate de una amenaza velada. Es decir, tú eres profesor de cine y guionista…

Sin dejar de mirar sus papeles, Marcello puntualizó:

—Antiguo guionista.

—Como quieras. Lo cual significa que quien haya filmado esto sabe seguramente que has visto todos los
thrillers
que hay en las estanterías del Blockbuster. —Con el codo en la cadera, la muñeca flexionada y el cigarrillo consumiéndosele entre los dedos, parecía por derecho propio un estereotipo de cine negro—. Una grabación como pista… Es
Blow-Up
, ¿no?

—O
Blow Out
—repliqué yo—. O
La conversación
. Excepto que yo no me he encontrado la grabación, sino que me la han enviado.

—Vale, pero ellos han de saber que tú captarías esas referencias cinematográficas.

—¿Y para qué hacer una cosa así?

—Quizá no busquen lo habitual en estos casos.

—¿Qué es lo habitual?

—Revelar un secreto enterrado desde hace mucho tiempo. Aterrorizarte. Vengarse. —Se mordió el labio y se pasó la mano por la pelirroja melena. Reparé en lo atractiva que era. Tenía que hacer un esfuerzo para darme cuenta, porque desde el principio habíamos mantenido una relación fraternal. Ariana, pese a su susceptibilidad italiana, nunca había sentido celos de ella, y con razón.

—Podría haber alguien de los estudios detrás del envío —añadió.

—¿De dónde?

—De Summit Pictures. Ten presente el pequeño detalle de la demanda judicial…

—¡Ah, sí, la demanda!

—Ahí tienes un montón de enemigos. No solo ejecutivos, sino abogados, investigadores, toda la pandilla. Alguno podría querer joderte. Desde luego ya han dejado bien claro que no están de tu lado.

Reflexioné: tenía un amigo en Lot Security; quizá valiera la pena hacerle una visita. El DVD, al fin y al cabo, lo habían metido en la sección de «Espectáculos».

—¿Y por qué no Keith Conner? —aventuré.

—Cierto —dijo ella—. ¿Por qué no? Es rico y está loco. Y los actores siempre tienen tiempo de sobra, así como personajes turbios en su entorno dispuestos a cumplir sus órdenes.

Sonó la campana desde la biblioteca. Marcello se levantó y salió de la sala, haciéndonos una reverencia desde la puerta. Julianne dio unas caladas rápidas, y la brasa anaranjada avanzó a sacudidas hacia el filtro.

—Además, le diste un puñetazo en la cara. Tengo entendido que eso no les gusta a las estrellas de cine.

—No le di ningún puñetazo en la cara —respondí con hastío.

Ella advirtió cómo la miraba fumar. Yo debía de mostrar una expresión de avidez en la cara, porque me ofreció la punta del cigarrillo con la ceniza en alto.

—¿Lo echas de menos?

—No tanto el fumar en sí. El ritual más bien: darle unos golpecitos al paquete, mi mechero de plata, un cigarrillo por la mañana, en el coche, acompañando una taza de café… Había algo tan relajante en todo el proceso, en el hecho mismo de saber que contabas con ello. Siempre estaba ahí, a mano.

Aplastó el cigarrillo en el filo del marco de la ventana sin dejar de mirarme a los ojos. Desconcertada, preguntó:

—¿Estás tratando de dejar algo más?

—Sí. A mi esposa.

Capítulo 6

Cuando detuve el coche en el sendero de la entrada, Don Miller salió muy decidido de su casa, como si me hubiera estado esperando. Eran casi las diez. Había cenado palomitas de maíz y pastillas de chocolate en el multicine Arclight, porque le había prometido a uno de mis alumnos que iría a ver la película pseudoindependiente que estaba imitando en el corto que preparaba para la clase. Lo cual me había venido bien porque había visto todos los demás estrenos. Era una manera de ganar tiempo, de dejar las cosas como estaban en casa. Mientras iba a recoger el correo, Don vino a mi encuentro. Un tipo fornido y seguro de sí mismo, con toda la apostura de un antiguo atleta. Se aclaró la garganta:

—La… eh…, la cerca del jardín se está cayendo. Se trata de la sección de la parte trasera.

Me acomodé la bolsa de la tintorería que llevaba al hombro, y respondí:

—Ya me he dado cuenta.

—Pensaba llamar al operario para que lo arregle. Pero quería asegurarme de que estás de acuerdo.

Le miré las manos. Le miré la boca: se había dejado perilla. Me bullía por dentro un odio animal, pero me limité a asentir:

—Buena idea.

—Mmm… Sé que las cosas te han ido un poco justas últimamente, así que he pensado que me haré cargo yo.

—Nosotros pagaremos la mitad.

Me volví para entrar en casa. Él se acercó.

—Escucha, Patrick…

Bajé la vista. Una de sus botas pisaba el borde de la acera, justo del lado de mi sendero de acceso. Siguió mi mirada y se quedó paralizado. De inmediato se ruborizó. Retiró el pie, asintió y continuó asintiendo mientras retrocedía. Lo estuve mirando hasta que desapareció en su casa y cerró la puerta. Luego subí por mi acera.

Entré en casa, dejé el correo y la bolsa de la tintorería en la mesa de la cocina, y me bebí un vaso entero de agua sin respirar. Apoyado en el fregadero, me pasé las manos por la cara, haciendo lo posible para no prestar atención al montón cada vez más abultado de sobres marrones que había sobre la encimera, procedentes del departamento de contabilidad de mi abogado (la provisión de fondos había descendido otra vez por debajo del umbral de los treinta mil dólares, y debía renovarla); al lado vi un ticket de la tintorería que Ariana me había dejado allí la noche anterior; con las prisas de la mañana se me había olvidado recogerlo. A pesar de los pesares, todavía tratábamos de repartirnos las tareas y de comportarnos con cortesía, sorteando las minas que flotaban bajo la superficie. Ella necesitaba ese traje para una cita que tenía al día siguiente con un cliente importante. Quizá por un milagro, el empleado de la tintorería lo había metido en la bolsa con el resto de la ropa. Iba a comprobarlo cuando un detalle del fajo del correo captó mi atención: el sobre rojo de Netflix —la plataforma de vídeo en
streaming
—, no tenía el mismo aspecto de siempre; parecía distinto. Se me subió la sangre a la cabeza. Me acerqué y lo cogí: la solapa había sido despegada y cerrada de nuevo con cinta adhesiva. La rasgué, y al inclinar el sobre, cayó una funda de plástico.

En su interior había otro DVD sin etiquetar.

* * *

Me temblaban las manos mientras metía el disco en la ranura, y a pesar de que hacía esfuerzos para dominarme, tenía la piel fría y pegajosa. Aunque me reventara reconocerlo, estaba tan cagado como un chico escuchando una historia de fantasmas junto a la hoguera de campamento. Era una sensación de desasosiego que me empezaba en los huesos y se expandía luego por todo mi cuerpo.

Regresé al diván y pasé rápido una secuencia de nuestro porche delantero. Es curioso constatar cómo el miedo puede transformarse en impaciencia; equivale a la sensación de estar deseando que caiga de una vez el hacha. La misma calidad de mierda de la otra vez. Teniendo en cuenta el ángulo oblicuo de la escena, advertí poco a poco que debían de haberla filmado desde el tejado vecino.

El tejado de Don y Martinique.

Por la mañana había dejado hecha la cama en el diván, pero ya estaban todas las sábanas desordenadas de tanto moverme. Aguardé apretando los puños sobre las rodillas, mirando con fijeza la pantalla para ver qué sucedería.

Aparecía yo otra vez, cómo no. Al distinguir mi rostro, un escalofrío me recorrió la espalda. El verme a mí mismo en una filmación clandestina, deambulando sin propósito definido, era un hecho al que no creía que me acostumbrara con facilidad.

De pronto, en la pantalla, miraba nerviosamente alrededor. Iba con la misma ropa que llevaba puesta ahora, y tenía el semblante demacrado, indispuesto, y una expresión avinagrada e inquieta. ¿Era ese en realidad el aspecto que ofrecía en estos momentos? El último año me había dejado huella. ¡Qué joven e ilusionado parecía en comparación en la fotografía que habían publicado en
Variety
cuando vendí el guión!

Mientras salía del porche, la imagen se bamboleaba un poco para mantenerme en el encuadre. Se me veía borroso unos instantes, y luego la cámara me enfocaba de nuevo.

Ese efecto, por nimio que fuera, me puso los nervios de punta. En el primer DVD, el ángulo se había mantenido fijo y estático, dando la impresión de que habían colocado la videocámara en un punto determinado y habían vuelto después a recogerla. Esta secuencia, en cambio, no dejaba lugar a ninguna duda: alguien había estado detrás de la cámara, siguiendo mis movimientos.

Me observé mientras rodeaba la casa. Estudiando el terreno con la cabeza gacha, me detenía junto a la ventana del baño, adecuaba mi posición e inspeccionaba la hierba húmeda. La chimenea de los Miller asomaba en el encuadre. Yo miraba alrededor, paseando la vista cerca de la posición de la cámara, como Raymond Burr en
La ventana indiscreta
, aunque distraído. La imagen hacía lentamente un zum y captaba mi rostro ojeroso y enojado en primer plano. Vuelto hacia la ventana, se percibía que decía algo, y entonces los librillos de la persiana se cerraban, manipulados desde dentro por la mano invisible de Ariana. Retornaba al porche arrastrando los pies y desaparecía en el interior de la casa.

Cuando la pantalla se quedó en negro, advertí que estaba de pie frente al televisor. Volví al diván jadeando y me senté. Me pasé la mano por el pelo; tenía la frente perlada de sudor.

Ariana estaba arriba, en la cama; oía su televisión por entre el entarimado. Cuando yo salía, ponía alguna comedia para sentirse acompañada. No le gustaba quedarse sola; ese era uno de los dolorosos descubrimientos que yo había hecho últimamente. Pasaron varios coches por Roscomare Road, barriendo con sus faros las persianas del salón.

Demasiado agitado para seguir en el diván, recorrí la planta baja, cerrando cortinas y persianas y atisbando por las rendijas. ¿Habría en este momento alguna cámara enfocando nuestra casa? Notaba un barullo de emociones: la inquietud se mezclaba con la furia, y se transformaba en miedo. Espoleado por las risas enlatadas que sonaban en la televisión de Ariana, mis movimientos se aceleraron hasta volverse casi frenéticos. Primero había sido la sección de «Espectáculos» del diario, y ahora Netflix, el sistema de alquiler de películas. Ambas cosas apuntaban a Keith, o a alguien de los estudios. Pero el altercado se había producido hacía meses: una eternidad para los ritmos de Hollywood. Quizá alguna persona ajena al mundillo del cine podría haberse enterado por la prensa y haberlo utilizado para despistarme.

Había luz en el dormitorio de los Miller, pero el tejado estaba a oscuras. Recordé cómo había salido Don de su casa en cuanto bajé del coche. Y el nuevo vídeo había sido filmado desde su tejado esa misma mañana cuando habría resultado muy difícil que alguien subiera allí sin ser visto. Él era, por tanto, el candidato más obvio.

Eché a andar hacia la casa de los vecinos, pero me detuve al borde de la acera. Se me ocurrió que estaba pensando en Don porque resultaba tranquilizador: era alguien familiar, una persona conocida; un gilipollas, sí, pero ¿por qué iba a filmarme?

Me situé frente a su casa, todavía a un paso del bordillo, pero ni siquiera desde ahí podía distinguir si había una cámara en el tejado. Subirme allá arriba para descubrirla habría sido el paso lógico siguiente, de acuerdo con mi lógica. Así pues, no era lo que debía hacer.

Girando en redondo, observé los demás tejados, las ventanas, los coches aparcados en la zona comercial, a media manzana. Imaginaba lentes que me atisbaban desde cada sombra. A simple vista, no había ni rastro de acosadores o de cámaras ocultas que estuvieran esperando para pillarme trepando al tejado de los Miller. Aunque tampoco se veía demasiado bien.

Tenía que dar con una posición más ventajosa para comprobar si la cámara continuaba allí. Los balcones de los apartamentos de enfrente ofrecerían una visión parcial del tejado de los Miller, y lo mismo ocurriría desde las dos farolas más cercanas o el poste de teléfonos; el tejado del supermercado quedaba demasiado lejos… ¿Tal vez lo distinguiría mejor desde otro punto del suelo? Caminé deprisa por la calle, arriba y abajo, probando distintas perspectivas, hasta quedarme sin aliento. Pero la pendiente del tejado de los Miller era demasiado suave para permitirme distinguir con claridad el punto desde el cual me habían filmado. Estaba claro que solo obtendría una perspectiva despejada desde nuestro propio tejado.

Mucho más decidido, regresé corriendo a nuestra casa. Mientras me encaramaba por los aleros bajos del garaje, el viento me azotaba con ímpetu, traspasándome la camisa y alzándome el dobladillo vuelto de los vaqueros. Un olmo tapaba el resplandor amarillo de la farola más cercana. Procurando hacer el menor ruido posible al pisar las tejas, crucé la pendiente sobre la cocina y pasé la pierna por encima del canalón del segundo piso.

—¡Eh! —Desde abajo, en pantalones de chándal y una camiseta de manga larga, Ariana me miraba de hito en hito, abrazándose a sí misma—. ¿Otra vez revisando esa cerca?

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