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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (3 page)

BOOK: O ella muere
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Estaba demasiado distraído para escribir, o al menos para escribir bien. Al mismo tiempo que el proyecto de
Te vigilan
seguía desarrollándose, mi agente revisó mi último trabajo y no lo encontró mucho más atractivo que los guiones que llevaban tiempo pudriéndose en mis cajones. Sentí que mis aspiraciones se desinflaban lentamente, como un neumático atravesado por un clavo. Y mi agente también parecía estar perdiendo entusiasmo. Aunque mi falta de concentración se acabó convirtiendo en un bloqueo en toda regla, nunca tenía tiempo para la gente que me rodeaba. Estaba perdido en un torbellino de posibilidades; me cuestionaba si la película acabaría saliendo adelante, si estaba preparado para lo que me exigiría, o si yo no sería, en el fondo, un fraude.

Ariana y yo no logramos recuperar el equilibrio tras el giro que dio nuestra relación con la venta del guión: abrigábamos callados rencores, y cada uno de nosotros interpretaba mal las emociones del otro. El sexo se volvió incómodo. Nos habíamos alejado demasiado para desearnos y nos estábamos desenamorando. Habíamos perdido la conexión, esa percepción aguzada de la pareja; y al no conseguir que saltara la chispa, dejamos de intentarlo. Nos enterramos en la rutina diaria.

Mi mujer había entablado una amistad, basada en la conmiseración, con Don Miller, el vecino de al lado: un café dos veces por semana, un paseo de vez en cuando… Yo le advertí que era una ingenua por creer que ese hombre no estaba colado por ella, y también por no darse cuenta de que tal circunstancia acabaría afectando su relación con Martinique, la esposa de Don. Nosotros nunca nos habíamos dedicado a vigilarnos mutuamente, así que no la presioné más; el hecho reflejaba mi propia ingenuidad, más que con respecto a Ariana, acerca de hasta qué punto permitiríamos que las cosas se deteriorasen.

Aunque resultara duro reconocerlo, lo cierto es que la mayor parte de ese año estuve pendiente de todo el mundo menos de mí mismo. Lo perdí todo de vista, salvo la película, que entró por fin en fase de preproducción y luego de rodaje.

Tuve que trasladarme a un gélido Manhattan de mediados de diciembre para cumplir como corrector de producción, y allí sufrí una especie de ataque de pánico de efectos retardados. La prohibición del director de utilizar los móviles en el plató no hizo más que empeorar las cosas, porque yo era demasiado tímido para usar las líneas fijas de las caravanas VIP para hablar con mi mujer. Aunque ella estaba inquieta por mí, me las arreglé para devolverle las llamadas algunas veces nada más, e incluso esas conversaciones fueron muy superficiales.

Enseguida quedó claro en el plató que no me habían contratado como corrector de rodaje, sino para escribir al dictado del actor principal, Keith Conner, que tenía veinticinco años. Despatarrado en el sofá de su caravana, sorbiendo ruidosamente un verdoso mejunje macrobiótico, y parloteando la mitad del día con el único móvil exento de la prohibición, Keith me suministraba notas y modificaciones constantes de los diálogos. Solo se interrumpía para alardear como un estúpido, mostrando fotografías de chicas desnudas que les había sacado mientras dormían con su Motorola RAZR. La elevada tarifa semanal que me pagaban no era por generar ideas, sino por hacer de niñera. Los alumnos de bachillerato daban mucho menos trabajo.

Tras algo más de una semana de dieciocho horas diarias, Keith me convocó en su caravana para decirme:

—No creo que el perro de mi personaje haya de tener un muñeco de goma; más bien debería ser una cuerda con nudos o algo así, ¿sabes?

Yo le respondí con hastío:

—El perro no ha protestado, y él sí tiene talento.

La tensión que se había creado entre nosotros estalló al fin como si dos placas tectónicas hubieran chocado. Mientras me apuntaba furiosamente con el dedo, resbaló con las hojas reescritas que había tirado al suelo y se golpeó con el canto de la mesa en su perfecta mandíbula. Cuando sus adláteres entraron corriendo, mintió con descaro y dijo que yo le había pegado; tenía contusiones considerables. Con la cara de la estrella principal en tales condiciones, habría que parar el rodaje al menos unos días. Y dado que nos hallábamos en Manhattan, supondría perder casi medio millón de dólares al día.

Después de realizar el sueño de mi vida, solamente había tardado nueve jornadas en lograr que me despidieran.

Mientras esperaba el taxi que habría de llevarme al aeropuerto, Sasha Salanova, que se hallaba en su caravana, se compadeció de mí. Antigua modelo en Bulgaria, Sasha tenía un acento arrebatador y unas pestañas naturales más largas que la mayoría de las estrellas adolescentes de Hollywood. Trabajando junto a Keith, había tenido que soportar su personalidad de plano. Si estuvo amable conmigo fue más bien porque temía por sí misma, en vez de hacerlo por verdadera amistad, pero yo me sentí conmovido a pesar de todo, y tampoco me venía mal un poco de compañía.

Fue justo entonces cuando Ariana telefoneó al plató. No había contactado con ella ni le había devuelto las llamadas desde hacía tres días, porque me daba miedo desmoronarme si oía su voz. Y como, por casualidad, Keith andaba por allí en ese momento, cogió el teléfono de manos del asistente de producción. Todavía aplicándose hielo en la mandíbula hinchada, le dijo a Ariana que Sasha y yo nos habíamos retirado a la caravana de la artista, como hacíamos todas las noches al terminar la jornada, siempre con instrucciones de que no nos molestasen «por ningún motivo». Esa fue tal vez la mejor actuación de su vida.

Irónicamente, yo le dejé a Ariana un mensaje en el móvil casi a la misma hora, dándole la última noticia y los detalles de mi vuelo. Poco podía figurarme que Don Miller había ido a mi casa para darme las hojas de inscripción del sindicato de escritores, que habían depositado por error en su puerta. Muchas veces me he imaginado lo que ella debió de sentir «después», cuando, sudada y arrepentida, escuchó mi mensaje en el buzón de voz y cotejó mis abatidas explicaciones con la maliciosa patraña de Keith. Una escena para revolverte el estómago.

El vuelo de vuelta a Los Ángeles fue largo y pródigo en reflexiones. Pálida y desencajada, Ariana me esperaba en la zona de equipajes de la terminal 4, con noticias todavía peores. Ella jamás mentía. Al principio pensé que lloraba por mí, pero antes de que yo abriese la boca, dijo:

—Me he acostado con otro.

No fui capaz de hablar en todo el trayecto a casa. Notaba como si tuviera la garganta llena de arena. Yo conducía; mi mujer lloraba.

A la tarde siguiente me llegó la primera demanda judicial, presentada conjuntamente por Keith y la productora. La póliza de errores y omisiones del seguro no cubre, por lo visto, las heridas sufridas en un berrinche, así que alguien tenía que responder de los gastos ocasionados por la interrupción del rodaje. Conner me había demandado para respaldar su embuste, y la productora se había sumado a la demanda de buena gana.

La versión del actor fue filtrada a los diarios sensacionalistas, y me llovieron toda clase de calumnias con tal frialdad y eficiencia que me pillaron desprevenido. Ya estaba quemado antes de haber logrado brillar, y mi agente me recomendó un abogado carísimo y me dejó tirado como una colilla.

Por mucho que lo intentara, ya no me era posible hallar la motivación necesaria para sentarme frente al ordenador. Mi incapacidad como escritor se había vuelto fija e inmutable, igual a una roca plantada en mitad de la página en blanco. Supongo que ya no me sentía capaz de posponer la incredulidad.

Julianne, una buena amiga desde que nos habíamos conocido ocho años atrás en Santa Ynez, en un modesto festival de cine, me echó entonces un cable: un trabajo como profesor de escritores de guiones en la Universidad de Northridge. Después de largas jornadas rehuyendo el despacho de casa, agradecí esa oportunidad. Los alumnos estaban preparados y llenos de entusiasmo, y su energía y los destellos de talento que mostraban a veces conseguían que las clases constituyeran algo más que un simple alivio. Te daba la sensación de que valía la pena. No llevaba allí más de un mes, pero empezaba a reconocerme a mí mismo, aunque fuese a base de breves destellos.

Todavía, sin embargo, volvía por la noche a una casa que ya no me parecía la mía, a un matrimonio que no era el mío. Luego llegaron las facturas legales, la profunda apatía y las mañanas despertando en el sofá del salón… Una sensación de estar como muerto, de que nada me arrancaría de mi estado. Y así había sido durante un mes y medio.

Hasta que el primer DVD se escurrió del periódico y cayó en mis manos.

Capítulo 5

—Venga, hazlo —dijo Julianne, levantándose para volver a llenarse la taza en la cafetera de la sala de profesores—. Al menos una vez. Marcello se pasó una mano por el ahuecado pelo y fingió que volvía a concentrarse en los exámenes que estaba corrigiendo. Iba con unos gastados pantalones marrones, camisa y bléiser, pero sin corbata. A fin de cuentas se trataba del departamento de cine.

—Lo siento, no estoy de humor.

—Recuerda que te debes a tu público.

—Ten piedad, por el amor de Dios.

—Venga… Por favor.

—No tengo preparado mi instrumento.

Yo estaba de pie junto a la ventana, hojeando el
Variety
, ya que antes no había llegado a mirar la sección de «Espectáculos» del
Times
. Y cómo no, en la página tres había un breve artículo sobre
Te vigilan:
La producción acababa de terminarse y se habían desatado grandes expectativas.

—Marcello —dije girando un poco la cabeza—, hazlo ya para que se calle.

Él bajó las hojas, se dio unos golpecitos con ellas en las rodillas y declamó:

—EN UN MUNDO DE CONSTANTES FASTIDIOS, UN ÚNICO HOMBRE SOBRESALE DE ENTRE LOS DEMÁS.

Era la voz que sonaba en miles de anuncios de películas. Cuando Marcello la saca, te cala hasta los mismísimos huesos. Julianne aplaudió con las manos horizontales, una subiendo y la otra bajando, en una estrepitosa muestra de diversión.

—De puta madre.

—EN ÉPOCA DE CALIFICACIONES ATRASADAS, UN HOMBRE AGRADECERÍA QUE LO DEJASEN EN PAZ.

—Vale, vale.

Julianne se dio media vuelta, ofendida, y se me aproximó. Me apresuré a dejar el número de
Variety
antes de que viera lo que estaba leyendo y miré otra vez por la ventana. Yo también debería estar corrigiendo exámenes, pero después del asunto del DVD no lograba concentrarme. A lo largo de la mañana me había sorprendido varias veces estudiando las caras de la gente que pasaba, buscando indicios amenazadores o de disimulado regocijo. Ella siguió mi inquieta mirada.

—¿Qué estás mirando?

Los alumnos salían a borbotones de los edificios aledaños y se congregaban abajo, en el patio.

—La vida en movimiento —contesté.

—Siempre tan filosófico. Debes de ser profesor.

El departamento de cine de la Universidad Estatal de Northridge reúne básicamente a tres tipos de profesores. En primer lugar, están los que se dedican a enseñar y disfrutan con todo el proceso, abriendo perspectivas a las mentes jóvenes y demás. Marcello es de esos profesores, pese a su cultivado cinismo. Luego están los periodistas como Julianne, que llevan suéter de cuello alto y salen siempre corriendo de clase para escribir su siguiente reseña, o un artículo sobre Zeffirelli o lo que sea. A continuación hay algún ganador de un Oscar que disfruta del otoño de su carrera y de la admiración de una legión de devotos aspirantes. Y, aparte, estoy yo.

Contemplé a los estudiantes del patio, que escribían en sus portátiles o discutían acaloradamente, con toda su desastrosa vida por delante.

Julianne se apartó de la ventana.

—Necesito un cigarrillo —comentó.

—EN UNA ÉPOCA DE CÁNCER DE PULMÓN, UNA IDIOTA DEBE TOMAR LA DELANTERA.

—Sí, ya, ya.

Cuando salió, me senté sosteniendo los guiones de varios alumnos, pero enseguida me sorprendí leyendo una y otra vez la misma frase. Desperezándome, me puse de pie, me acerqué al tablón de anuncios y ojeé los folletos expuestos. Y ahí me quedé, echando un vistazo y tarareando unas notas: Patrick Davis, la viva imagen de la despreocupación. Advertí que actuaba más para mí mismo que para Marcello; no quería reconocer lo mucho que me había perturbado el DVD. Había pasado tanto tiempo entumecido por emociones sombrías —depresión, letargo, rencor—, que ya había olvidado lo que se sentía cuando una viva inquietud te atravesaba la piel encallecida y se te clavaba en carne viva. Una mala racha, desde luego, pero aquella grabación parecía marcar una nueva etapa de… ¿de qué?

Marcello arqueó una ceja sin levantar la vista, y comentó:

—Oye, en serio, ¿te encuentras bien? Se diría que tienes las clavijas un poco tensas. Más de lo normal, quiero decir.

Se había creado entre nosotros una rápida confianza. Pasábamos juntos muchas horas muertas en la sala de profesores; él había escuchado gran parte de mis conversaciones con Julianne sobre el estado actual de mi vida, y a mí me había sido útil su mordacidad a veces brutal y siempre irreverente. Pero pese a ello, vacilé antes de responder.

Julianne volvió a entrar en la sala, entornó una ventana con irritación y encendió un cigarrillo.

—Hay unos padres de visita; las miradas críticas me crispan.

—Patrick estaba a punto de contarnos por qué está tan distraído —dijo Marcello.

—No es nada. Una estupidez. Me ha llegado a casa un DVD, oculto en el periódico, y me ha trastornado un poco.

Marcello frunció el entrecejo mientras se alisaba su barba perfectamente recortada.

—Un DVD… ¿de qué?

—De mí.

—¿Haciendo… qué?

—Cepillándome los dientes. Iba en calzoncillos.

—¡Qué cagada! —exclamó Julianne.

—Lo más probable es que se trate de una travesura —insinué—. Ni siquiera estoy seguro de que sea algo personal. Podría tratarse de algún chico que merodeaba por el barrio en el preciso momento en que el único gilipollas meando con las persianas abiertas era yo.

—¿Tienes el DVD? —Julianne abría los ojos, excitada—. Echémosle un vistazo.

Tratando de no rascarme los nudillos magullados, saqué el disco de mi bolsa y lo metí en el reproductor.

Marcello miró la grabación con un dedo apoyado en la mejilla. Al terminar, se encogió de hombros.

—Un poco siniestro, pero no espeluznante. La calidad es penosa. ¿Es digital?

—Eso creo.

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