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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (5 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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A veces «La Voz de Alerta» titubeaba pensando que los Borbones tenían mala suerte, pero esto era una superstición. Lo que le asustaba era que don Anselmo, desde Pamplona, con su colección de trenes eléctricos, algún día le propusiera firmar algún documento para entregarlo al Caudillo. Carlota lo animaba. «Tienes que hacerlo. Es tu obligación. Don Juan apoyaría a los catalanes». Carlota, a través de la Corona inglesa, empezaba a sentir inclinación por los aliados. Hitler le parecía lo contrario de la aristocracia y el papel que, en Italia, frente al Duce, jugaba el emperador Víctor Manuel III se le antojaba poco airoso.

Al margen de esto, se estableció un duelo entre Carlota, condesa de Rubí y la mujer del gobernador, María Fernanda de Bustamante, también aristócrata. Carlota, preñada, no podía en aquellos meses presumir demasiado, pero su clase era innegable y cuando ambas mujeres coincidían sus diálogos se parecían a partidas de
ping-pong
. Quienes las conocían prejuzgaban que ninguna de las dos ganaría la partida, que habría empate. Ángel lo resumía con una palabra ajedrecística:
tablas
.

«La Voz de Alerta» tenía poco trato con Agustín Lago, pero empezaba a interesarse por el Opus Dei, ya que Carlota le decía que en Barcelona estaban consiguiendo fichajes de categoría. Le habían dicho que Carrero Blanco, futuro subsecretario de la Presidencia del Gobierno, les hacía el caldo gordo. A «La Voz de Alerta» le hubiera gustado encontrar un ejemplar de
Camino
, pero no lo consiguió. Se lo encargó a Jaime y éste le dijo: «En mi librería no interesan esos temas. Si quiere usted las obras completas de Emilio Zola, o de Reclus…»

Una noticia que apareció en
Amanecer
por orden del camarada Montaraz fue que la Falange, al estallar la guerra, contaba sólo con diez mil afiliados, mientras que los requetés alcanzaban los setenta mil. Y que en esos años se había igualado la cifra, lo cual no era de extrañar, puesto que en la Falange entraron en tromba muchos «decepcionados» de los regímenes anteriores… «La Voz de Alerta» comentó que la operación había sido fácil, pues se inscribieron en Falange incluso miembros de la FAI, motivo por el cual la gente la llamaba la FAILANGE.

En un tema concreto el camarada Montaraz y «La Voz de Alerta» coincidían plenamente: era preciso acabar con el estraperlo. Acabar era mucho decir, mientras durara la guerra; pero paliarlo en lo posible y, sobre todo, dar la sensación de firmeza. La primera medida que tomó el gobernador fue colocar en su antedespacho un letrero que decía: «Prohibidas las recomendaciones. Sólo perjudican al recomendado». La segunda, fue drástica. Aprovechando que acababa de publicarse una ley según la cual los delitos de estraperlo podían ser castigados incluso con la pena capital, trascribió el decreto en
Amanecer
y obligó a la emisora de radio a que lo fuera repitiendo durante quince días. «A ver si empezamos a hacer política seria —dijo el camarada Montaraz—. Se ríen en nuestras propias barbas y esto es inadmisible».

«La Voz de Alerta» asintió. Y pensó que sus cuñados, los hermanos Costa, echarían marcha atrás. Y se equivocó. Hubo un frenazo para el estraperlo menudo, el de la orquesta
Gerona Jazz
, por ejemplo, que continuaba llenando de lentejas y demás productos comestibles el interior de los instrumentos. También se esfumaron como por encanto los hombres disfrazados de sacerdotes o de frailes que hacían su agosto subiendo a los pisos y pidiendo «para la reconstrucción de la parroquia». ¡Pero los hermanos Costa! Don Rosendo Sarró, el padre de Ana María, ¡más que nunca seguro de sí! Claro que tenían varios asuntos pendientes en el juzgado, y que Manolo e Ignacio iban a por ellos. Pero eran duros de pelar. Muchos testigos hacían marcha atrás, temerosos de que alguna amenaza pendiera sobre sus cabezas. Manolo le decía a Ignacio: «Tiempo al tiempo… Los hermanos Costa, con este gobernador, caerán. Lo de tu suegro, el inefable don Rosendo, lo veo más peliagudo».

La tercera medida tomada por el gobernador fue la de castigar a los dueños de varios establecimientos —comestibles y calzado— a permanecer durante veinticuatro horas en el escaparate de sus tiendas, a la vista del público. Desfiló toda la población, entre divertida y asustada. En el café Nacional, Galindo y Carlos Grote le dijeron a Matías: «Sabíamos que
la Escoba
, perdón, el gobernador, tenía sentido del humor y colaboraba en “«La Codorniz»”, pero no hasta ese punto. Señores, en lo que a nosotros respecta,
chapeau
…»

Tristes conquistas comparadas con el alud de ingenio y mala uva de los estraperlistas. Productos buscadísimos eran los metales: tuberías, cables, cañerías de plomo, hilos telefónicos, las tapas de las bocas de riego, las de los alcorques. Y el mármol. Las mismísimas lápidas mortuorias se convertían en veladores de café. Hubo cliente que al pasar la mano por el reverso de la mesa palpó la leyenda: «Tus hijos no te olvidan». Y en las pensiones barcelonesas, según Ezequiel le contaba a Ana María —y ésta a su vez a Ignacio—, daban gato por liebre. En una fonda próxima a la estación de Francia se descubrió que habían servido dieciocho mil gatos desde la terminación de la guerra civil. El dueño, Renato Zato, temió ser fusilado, acorde con el reciente decreto; se salvó. Le salieron doce años y un día y el hombre se dio por satisfecho.

A todo esto,
Amanecer
publicó un anuncio que movilizó a la población. Alemania pedía obreros españoles, en cantidad ilimitada, mediante un contrato que mejoraría al ciento por ciento su nivel de vida. En toda la nación tal noticia causó una especie de escalofrío, acaso un suspiro de alivio. ¡Trabajar en Alemania! ¡Las puertas de la riqueza abiertas! ¡Se acabó el racionamiento, sobraría para enviar divisas a la familia! Se formaron colas. «La Voz de Alerta», y el camarada Revilla, delegado provincial de Sindicatos, contabilizaron veintidós emigrantes dispuestos en la ciudad, seis de ellos, precisamente, «productores» de los Costa, de la EMER, que dirigía el hijo del profesor Civil.

Y allá se fueron gran cantidad de obreros —la primera remesa fue de cinco mil—, montados en los mismos trenes que antaño utilizaran los voluntarios de la División Azul, y siguiendo el mismo itinerario a través de Francia. Las despedidas fueron una mezcla de tristeza —separación— y de júbilo. «¡Mujer, no llores, que ha llegado la ocasión!». El padre Forteza, conocedor de Alemania, le dijo a Alfonso Estrada: «Me temo que al llegar allí se encontrarán con alguna sorpresa desagradable».

Moncho y Eva comentaron:

—¡Más lazos con Alemania! Hay que ver…

A todo esto, Franco hizo un viaje a Cataluña. Lo tenía prometido desde hacía tiempo, pero no veía el momento. Por fin llegó. Y he ahí que la santa montaña de Montserrat, a donde Franco iba a subir para rendir culto a la Moreneta, se llenó como en las grandes fiestas de las peregrinaciones. Subieron allí varios obispos, todas las autoridades de la región —el camarada Correa Veglison, el camarada Montaraz, etc.—, y también una serie de ciclistas que pedalearon con brío asombroso, como si cumplieran una promesa o estuvieran en pleno tour de Francia.

Como es natural, entre los obispos presentes figuraba el de Gerona, el doctor Gregorio Lascasas, que no había estado sino una vez en el monasterio y que nuevamente se quedó con la boca abierta y suspenso el ánimo. Fue precisamente a él a quien correspondió decirle al Caudillo que las jerarquías eclesiásticas lo saludaban con las siguientes palabras: «Vemos en Vos el instrumento de la Providencia». Franco no se inmutó. Por lo visto estaba acostumbrado a los halagos más fervientes. No podía olvidar que el sacerdote Herrera Oria le había dicho en Málaga: «Fue enviado por Dios un hombre cuyo nombre era Francisco». Y que el obispo de Madrid y Alcalá, doctor Eijo Garay, llegó a decirle viéndole bajo palio un día en que el obispo balanceaba el incensario: «Nunca he incensado con tanta satisfacción como lo hago ahora con Vuestra Excelencia».

Franco contestó con un largo discurso, en medio de aplausos y vítores de la multitud que cubría la explanada frente al monasterio. Y entre otras cosas dijo algo que agradó mucho al camarada Montaraz y a Marta, pero que disgustó al notario Noguer, Presidente de la Diputación: «Sólo existe una nación cuando tiene un jefe, un Ejército que lo guarda y un pueblo que la asiste. Nuestra Cruzada demostró que tenemos el jefe y el Ejército. Ahora necesitamos el pueblo y éste no existe más que cuando logra tener unidad y disciplina».

—¿Cómo puede un hombre autoelogiarse de este modo? —le preguntó el notario Noguer al camarada Rosselló, que estaba a su lado.

El camarada Rosselló le miró con firmeza.

—No se trata simplemente de un hombre. Es el Caudillo y todos sabemos lo que esta palabra significa.

El notario Noguer enmudeció. No quiso encrespar a su joven interlocutor, entre otras razones porque tenía asma y se sentía débil. Pero recordó con cierto regusto unas palabras del cardenal Segura, el único «enemigo», junto con el cardenal Vidal y Barraquer, del generalísimo Franco; y dichas palabras eran: «La palabra Caudillo, en la literatura clásica, significaba jefe de una banda de ladrones; e Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios espirituales, clasifica la figura del Caudillo entre los demonios».

Este recuerdo del notario Noguer empezó y acabó en su claustro personal. El exterior, en la gran explanada, continuaba cantando himnos y aplaudiendo. Fue un triunfo de Franco, que tuvo su momento culminante cuando el Generalísimo subió al camerino de la Virgen y besó con fervor la imagen.

Y cabe añadir que la estancia en Montserrat no fue más que una etapa. Luego le tocó a Barcelona: desfile de «productores», organizado conjuntamente por el camarada Girón y las autoridades locales. Fue una ceremonia apoteósica, tanto más cuanto que no procedía de las Fuerzas Armadas, sino de la población civil. El número de «productores» que desfiló brazo en alto ante el Caudillo, en la avenida que llevaba su nombre —antes Diagonal—, superó los cuatrocientos mil. La urbe se tiñó del azul de las camisas por espacio de varias horas. Era invierno, hacía frío, pero el entusiasmo podía con todo. El general Sánchez Bravo, también presente, al ver el mundo del trabajo marcando el paso barbotó, a oídos de su ayudante, el coronel Romero: «Nunca imaginé que el pueblo, tres años después de haber terminado la guerra civil, continuara siendo milicia». Naturalmente, de Gerona había llegado un tren entero de «productores» procedentes de toda la provincia, presididos por el delegado provincial de Sindicatos, camarada Revilla. Y los Costa, por su cuenta, habían inscrito a todo su personal.

El camarada Montaraz se palpó varias veces la cicatriz de la mejilla izquierda, por cuanto le habían dicho que Montserrat era el ombligo del separatismo catalán. Aquello le dio ánimo, le mantuvo la moral. Tal vez Cataluña fuera más permeable de lo que los pesimistas podían pensar. Lamentó no tener a mano media docena de cacahuetes, porque hubiera ido partiéndolos por la mitad con su reconocida maestría.

Capítulo III

LA VIDA DE LOS EXILIADOS proseguía su camino. Julio García y Amparo continuaban en Washington, en el Imperial Hotel. Recibían algunos periódicos y revistas que les mandaba Matías, entre las que figuraba «La Codorniz». Este semanario provocaba en Julio verdaderos ataques de risa, lo mismo que la noticia publicada en
Amanecer
, según la cual su caso había sido ya juzgado por el Tribunal de Responsabilidades Políticas, que lo había condenado a treinta años de cárcel, a multa de cien mil pesetas y a la pérdida de la nacionalidad española. Julio, que de vez en cuando añoraba a Berta, su tortuga, puso esas cien mil pesetas a disposición de David y Olga para reforzar la editorial que los maestros dirigían en Méjico —Editorial Ibérica—, que se ocupaba sobre todo de libros de texto e iba viento en popa.

En la última carta que Julio escribió a Matías, el optimismo rebasaba la dimensión del papel. ¡Estados Unidos en guerra! Entre líneas le recordaba a su amigo, y también a Ignacio, que el país de Roosevelt era el más rico y poderoso de la tierra. «A veces pintan oros, a veces pintan bastos. Aquí, a partir de ahora, pintan oros». A Julio no le cabía la menor duda de que, a la larga, la victoria no podía escaparse de las manos de los aliados. Amparo no estaba tan segura, pero, por las trazas, le importaba poco. Vivía como una reina. Y el aire de libertad que soplaba en el país que los había acogido llegaba a conmoverla. Tenía la impresión de que en Estados Unidos todo el mundo, incluso los chiquillos, hacía lo que le daba la gana.

* * *

Washington, 20 de enero de 1942.

Queridos Alvear: Estoy atiborrándome de libros sobre la conquista de América en general y de California en particular. Realmente la raza española hay que tomarla en serio. Aquellos hombres eran gigantes y fray Junípero Serra una figura mítica. Casi da gusto andar por ahí y decir: soy español, aunque la verdad es que fui con Amparo a las cataratas del Niágara, donde se me ocurrió hacer pis. ¡Nunca me había sentido tan insignificante! Bueno, escribidme más a menudo. ¿Qué tal el pequeño César, el hijo de Pilar? ¿Qué tal Ignacio, con su título en el bolsillo y trabajando, si lo entendí bien, en el que fue mi despacho? ¿Qué tal Carmen? ¿Y tú, Matías, sigues siendo el campeón del dominó? Me entero del destino de Mateo. ¡Que tenga suerte! Eso de las guerras es un tostón. Yo prefiero irme de vez en cuando a Miami a tomar el sol. Claro que echo de menos la Dehesa, por lo que intentaré convencer a Roosevelt de que la traiga aquí con el botín. Muchos abrazos, y recibid otro sombrerazo fraternal. Julio.

* * *

A Olga se le había pegado increíblemente el acento mejicano y lo que al principio le sonaba mal ahora la entusiasmaba: Jorge Negrete, Cantinflas… David estaba al frente del Círculo Catalán, donde se hacían exposiciones de todas clases y donde iban exiliados a leer, a charlar y a jugar a las cartas. También los maestros habían continuado atiborrándose de libros sobre el descubrimiento de América, y la gesta de la raza les dejaba más que atónitos.

En Méjico, paraíso de los arqueólogos —había culturas enteras que estaban por desenterrar, en la mismísima capital—, se habían dado cuenta de que sus ideas socialistas eran perfectamente válidas. ¡Había tanto desnivel! Unos cuantos ricachos, petróleo, que ahora con la guerra doblaba su valor, y luego la gran miseria, que recordaba la calle de la Barca pero multiplicada por mil. En sus libros de texto se las arreglaban para meter todo esto en la mollera de los críos, y personalmente tenían la impresión de que cada día que pasaba los enriquecía en el sentido de tener una visión del mundo más certera.

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