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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (48 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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* * *

La primera embestida fue cruenta, en cinco lugares simultáneos. Con olas de dos metros y vientos de través de 28 nudos. Los seres anfibios aliados pisaron tierra francesa y la población recién liberada empezó a entonar sus cantos. Sin embargo, se había producido un hecho que mantenía en vilo al general Sánchez Bravo, a su hijo el capitán y al coronel Romero: por fin el arma secreta alemana había hecho su aparición. Se trataba de las bombas voladoras V-I, tan impacientemente esperadas por Hitler. Las primeras se desviaron de su ruta y sólo una cayó en Londres. Pero dos días después la puntería era mejor. Se lanzaron 244 misiles, de los cuales 73 sobre Londres. El sistema de pilotaje era automático y rudimentario, la imprecisión muy grande, pero la explosión era poderosa y los daños muy importantes. Desde 1943, Londres se había librado prácticamente de la guerra aérea; ahora volvía a entrar en ella y el choque fue doloroso… La población pareció tener menos ánimo. El carácter impersonal de la nueva arma producía un efecto demoledor. Hitler creía que Inglaterra, asustada por esta nueva arma, imploraría la paz; pero los avances aliados en tierras francesas continuaban, aunque con mayor resistencia de la esperada. Una tempestad de verano azotó las costas, retrasando la puesta en marcha de su plan de ataque. Afortunadamente no era un ciclón. Entretanto, Hitler prometió el próximo lanzamiento de la V-II, más demoledora aún que la V-I.

Durante días se luchó en el sector de Caen. Caen era el camino de París. La artillería naval, la artillería terrestre y la aviación bombardeaban la ciudad. Por fin la defensa cesó y Caen fue ocupado. Ante la lentitud de las operaciones, los ingleses culpaban a Eisenhower y los americanos criticaban a Montgomery.

Los ejércitos alemanes estaban desmoralizados porque comprendían que tarde o temprano todo se derrumbaría. Argumento totalmente a favor de quienes creían que la solución estaba en matar a Hitler. Sin embargo, entre los «amotinados» había ciertas vacilaciones. Todos habían jurado: «Juro ante Dios una fidelidad incondicional al Führer… y en todo momento estaré dispuesto a dar la vida por este juramento sagrado». Otros temían hacer de Hitler un mártir y otros pensaban que sería una puñalada por la espalda ante un adversario que no admitía otra salida de la guerra que una rendición sin condiciones.

Superados los escrúpulos se eligió para la ejecución del plan al conde Claus Schenk von Stauffenberg, a quien una mina había arrancado el brazo derecho, el ojo izquierdo y dos dedos de la mano izquierda. Estaba dispuesto a morir él,
kamikaze
, para que esta vez no fallara el intento.

* * *

Marta fue al hotel del Centro a visitar a Paul Günther, cónsul alemán. Lo encontró en su habitación, sentado y meditabundo en un sillón rojo desde el cual había brindado muchas veces con sus ayudantes por la victoria nazi. El hombre estaba abatido. Gigante con pies de barro. Ni siquiera sus perros estaban allí. Tal vez se hubieran ido a Normandía a luchar contra el desembarco aliado.

La muchacha advirtió que el cónsul ni tan sólo se esforzaba por disimular.

—Las cosas van mal, ¿verdad? —inquirió.

—Pues…, sí. Las cosas van mal —admitió el cónsul, pegando súbitamente un bastonazo en el suelo.

Tuvo un ataque colérico. ¡Había confiado tanto en la V-I y en la V-II! Y ahora resultaba que cada bomba volante sólo mataba a una persona y hería a cinco. De hecho, el «robot» —así lo llamaba Paul Günther—, pese a que avanzaba a una velocidad de 600 kilómetros, ocasionaba menos daño directo que una bomba de 1.000 kilos. Ahora bien, un
robot
podía llegar a cualquier hora del día o de la noche, lo que obligaba a estar en constante tensión. Paul Günther también había confiado en el Muro del Atlántico, que había visitado una vez. «Una verdadera ciudad subterránea, movida totalmente por electricidad y con la más moderna instalación, no sólo para defender el terreno sino la vida de los soldados. En las entrañas de esta ciudad había grandes cocinas y comedores, hospital, depósitos de municiones y víveres, cuadras, garajes, etc. Y todo esto había saltado como si fuera de papel».

A más de esto, la Resistencia francesa —los maquis—, que hasta el momento no había dado más que esporádicos golpes, aparecía a plena luz. Los maquis causaban mucho daño en la retaguardía. En cualquier lugar podía haber una mina o estallar un coche o un tren. Y la aviación aliada dejaba caer toneladas de octavillas invitando a los franceses, ¡y a los italianos!, a sublevarse contra el III Reich. La BBC llamaba héroes a estos hombres, la mayoría del Partido Comunista, con injertos españoles —guerrilleros—, que solían ser anarquistas. «Quién sabe si en estos momentos hay maquis gerundenses luchando con esta pandilla de asesinos». Marta no pudo por menos que evocar la figura de José Alvear.

Marta quería agarrarse a alguna esperanza.

—Pero, ¿no ve usted ninguna posible solución? ¡Lo que me está diciendo es gravísimo!

Paul Günther se llevó los dos índices a los labios y movió la cabeza de derecha a izquierda.

—Pues, la verdad, no… —Marcó una pausa—. Aunque el Führer es un genio y a lo mejor será él quien diga la última palabra…

El tono del cónsul era tan poco alentador que Marta salió de allí completamente desmoralizada. Se fue a Falange a ver a Mateo. Éste, sorprendentemente, estaba de buen humor. Confiaba en la V-I y en la V-II. Confiaba en que Hitler tenía preparada la V-III. Además, eso de los maquis era una filfa. Lo que hacían la mayoría era emborracharse en las bodegas, saquear a los ricos y dedicarse a la francachela. «Exactamente lo que hicieron aquí». Y mataban sin discriminación. Con excesos que habían obligado al mismo De Gaulle a dirigirse a ellos por radio pidiéndoles cordura. ¡Cordura! La mayoría eran comunistas y lo que deseaban era que Rusia ocupara Alemania y llegara hasta Francia al mando de algún general cuyo nombre terminara en
ov
.

—Espera, Marta, espera… También los aliados parecían vencidos y ya ves. ¿Por qué no va a producirse ahora la contrapartida? A lo mejor Rommel cede terreno ex profeso para lanzarse luego como un tigre sobre las bolsas que hayan quedado atrás… Los aliados tienen sus bases de aprovisionamiento al otro lado del canal, en Inglaterra. A mí no me gustaría luchar en estas condiciones, con el mar a la espalda, contra la clarividencia de Hitler y la experiencia de los generales alemanes.

Mateo estaba de buen humor, a pesar de todo, porque veía a Pilar recuperada del trauma… ¡y porque había aprobado el segundo curso de Derecho! Las lecciones del profesor Civil —y su uniforme— obraron el milagro. Más que nunca estaba decidido a modificar sus planes de vida y compartir la Falange con el hogar. Ello había euforizado a Pilar, a la que de repente habían entrado ganas de ir al cine. Se tragaba las películas americanas como si fuera una súbdita de Eisenhower. Y el NO-DO la tenía encantada por las noticias que daba y por la rotunda voz del locutor, Matias Prats. Por cierto, que Mateo le dijo que quien doblaba a Mickey Rooney en las películas era una mujer.

—¡Cómo! Esto es una estafa…

—Nada de eso, Pilar. En los doblajes se hacen toda clase de combinaciones. Viejos que tienen voz de niño, niños que tienen voz de viejos. Como en la vida. Los que doblan tienen que ser un poco ventrílocuos, compréndelo…

Mateo, desde que había visitado a Núñez Maza, buscaba en qué apoyarse para recobrar del todo el optimismo. El camarada Montaraz fue su eficiente lazareto. Leyó el Ideario y descascaró un cacahuete. «Nada. Literatura barata… Suponiendo que el Caudillo haya leído esto, le habrá dado un atracón de risa. ¡A estas alturas de la guerra y de la complejidad internacional querer dar lecciones desde un hotel de Caldetas…! Hasta aquí podíamos llegar —El camarada Montaraz se mantuvo en sus trece y añadió cambiando el tono de la voz—: Te repito lo que te dije la primera vez cuando hablamos de la destitución de Núñez Maza; yo lo hubiera llevado al paredón».

El tono del camarada Montaraz era tan neutro que Mateo se estremeció. Todavía resonaban en sus oídos las palabras de Núñez Maza: «Lo que ocurre es que vosotros vivís en provincias y no conocéis Madrid». Al camarada Montaraz no podía decírsele eso. Iba a Madrid con frecuencia y tenía allí al ministro Girón, gracias al cual había sido invitado a la última cacería de Franco, en la que, efectivamente, advirtió la presencia de algunas alimañas que hablaban de negocios.

—Es inevitable, ¿te das cuenta? Acuérdate de aquello del panal de rica miel…

—Cuéntame cosas de Madrid… —le suplicó Mateo. El gobernador le miró y su rostro adquirió una expresión cómica.

—¡Hala! Voy a contarte una historia que no es de ciencia-ficción… Cuando hace poco murió en Madrid el embajador alemán Hans Adolf von Moltke, que resultaba incómodo porque quería la intervención de España, se le hizo un solemne entierro. Como era de esperar, el embajador inglés, lord Samuel Hoare, que nos querría ver a todos degollados, protestó por «tanta fanfarria». Entonces nuestro ministro de Asuntos Exteriores, el conde de Jordana, le dijo: «Tenga la seguridad el señor embajador de que si le ocurriera lo que al colega alemán, sus honras serían igualmente solemnes».

Mateo se rió. El humor del conde de Jordana le pareció anglosajón. Pero lo que el muchacho quería era un antídoto contra la operación «Overlord» y contra lo que podía ocurrir en España si ganaban los aliados.

—No te impacientes —le contestó el gobernador—. Espera a que pase un mes… —Marcó una pausa—. Y perdóname que no sea más explícito.

El tono del gobernador esta vez no fue neutro. Denunciaba una absoluta convicción. Mateo quiso agarrarse a esa esperanza y lo consiguió. ¡Un mes! ¿Qué podía pasar? Recordó haber leído: «A veces, en un segundo, cambia el curso de la historia».

La conversación tranquilizó un tanto a Mateo, quien a la salida se fue a la Sección Femenina a ver a Marta. Ésta le contó su entrevista con el cónsul Paul Günther. Mateo, a medida que la oía iba negando con la cabeza. Al final comentó:

—Que yo sepa, Paul Günther no es más que un funcionario enviado a un destino casi innecesario… A lo mejor había hecho una mala digestión.

A Mateo le gustaba visitar a Marta en su feudo. La muchacha, que volvía a llevar flequillo, daba la sensación de una extrema seriedad. Limpieza y orden parecían ser su divisa. No obstante —y también, probablemente, por orden superior—, de las paredes había descolgado los retratos de Mussolini y de Hitler.

* * *

Un filántropo de Barcelona, Juan Asensio, facilitó bastones blancos a todos los ciegos que no pudieron procurárselo. Éste no era el caso de Lourdes, la novia de
Cacerola
. Lourdes hacía años que tenía bastón blanco porque su madre, Rogelia, en la pensión Imperio, siempre se las arregló para tener guardados unos cuantos billetes y comprarle a su hija, ciega, todo lo que pudiera menester.

Cacerola
y Lourdes se casaron. Ellos habían previsto una boda íntima, pero la iglesia del Mercadal se llenó. Todo el mundo quería a
Cacerola
y fueron muchos los que quisieron estar presentes en el templo. A ello contribuyó la natural curiosidad. De una parte, Lourdes, invidente, con traje blanco como su bastón; de otra parte,
Cacerola
, con traje cruzado azul marino y recibiendo el mismo día el bautismo, la primera comunión y el sacramento del matrimonio.
Cacerola
se quedó huérfano de muy pequeñín y no tenía la menor certeza de haber sido bautizado. Entonces el padre Forteza se ofreció para ser el oficiante. Lo más difícil fue la confesión.
Cacerola
sólo se acordaba de haber transgredido a menudo el sexto mandamiento, pero no consideraba que fuera un pecado. Sobre todo lo había transgredido en Rusia…, y mentalmente docenas de veces teniendo por compañera a la alemana Hilda. A Lourdes la había respetado siempre. Sólo algún beso, y con mucho pudor. Lourdes era una figura de porcelana que daba la impresión de que si se caía se rompería a pedazos.

Asistieron todos los falangistas, con el camarada Montaraz a la cabeza. Y una nutrida representación del Frente de Juventudes, del que Ignacio, en broma, solía decir que «eran niños vestidos de pijo a las órdenes de un pijo vestido de niño». En honor de Lourdes, que al no poder vivir de imágenes vivía de sonidos —la radio, los discos, la palabra—, en el templo cantó el coro de Chelo Rosselló y tocaron varios motetes los cuatro hijos pequeños del doctor Andújar. La homilía del padre Forteza le salió redonda. Dijo que al margen de los ojos, los ciegos acostumbraban a tener una honda vida interior y un sexto sentido que les permitía distinguir, entre otras muchas cosas, las personas buenas de las personas malas.
Cacerola
era una persona buena y de ahí que el matrimonio era de prever que sería feliz. «Los ciegos de nacimiento no sienten ningún complejo. Ven, a través de su cerebro, incluso los colores. No sueñan disparates, sino cosas reales. El timbre de las voces es para ellos esencial y les permite formular juicio. Y aparte de eso, Lourdes, según su propia declaración, recibió un día, a los doce años de edad, la visita de la Virgen, la cual le dijo:
No tengas miedo, hija mía, que en las horas de angustia estaré siempre a tu lado.
El día de la boda no era de angustia, sino de felicidad. El marido podía tener la certeza de que su entrega no sería un acto inútil».

Rogelia, la madre de Lourdes, había remozado con antelación la casa, la fonda, para que la nueva pareja tuviera una habitación independiente y confortable.
Cacerola
apenas si cambiaría de vida excepto a fin de mes: en vez de pagar, cobraría. De momento no quería dejar la conserjería de Sindicatos, donde día tras día, y a pesar de las maledicencias, palpaba la realidad de que la España de los «productores» conquistaba derechos impensables antes de la guerra civil. Más adelante, si optaran por ampliar la fonda Imperio, tal vez se decidiera a meter las narices en la cocina.

Dos regalos les conmovieron por encima de los demás: una colección de tangos —el ritmo preferido por Lourdes—, obsequio del gobernador y un tocadiscos flamante, marca Philips, obsequio de todos los falangistas. También Pedro Ibáñez le regaló una miniatura con palillos que le había costado medio año de trabajo y que representaba una iglesia ortodoxa de Novgorod; en cuanto al huésped Agustín Lago, les regaló un pequeño retablo que representaba a la Virgen de Lourdes.

Cacerola
, conmovido e intimidado a la vez no sabía cómo corresponder a todos los asistentes. Lourdes, con el velo sujeto en el cabello, lo cual permitía verle los ojos muertos, sonreía. Su sonrisa era especial. Era una sonrisa de adentro afuera, como había presentido el padre Forteza. Movía la cabeza de derecha a izquierda saludando a unos y a otros. Asida del brazo de
Cacerola
—a lo largo del noviazgo habían dado interminables paseos por la Dehesa— se sentía segura.

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