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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los hombres lloran solos (46 page)

BOOK: Los hombres lloran solos
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* * *

Ignacio habló con Manolo. Éste había simulado siempre no estar al corriente del tema. Esta vez, no. Le dio un baño a Ignacio. Le habló de los ritos de iniciación, del catecúmeno —el propuesto— en manos del hermano Terrible; de los diferentes grados, de los diferentes países; del rito escocés, de la masonería operativa, de la especulativa, de las relaciones entre la Masonería y la Iglesia católica; etc. Manolo terminó diciendo: «Ahora comprendo muchas cosas. Y vamos a actuar de acuerdo con este vuelco de la situación».

La perplejidad de Ignacio aumentó todavía más. ¿Vuelco de la situación? Manolo llevaba uno de sus clásicos pijamas tropicales y fumaba tabaco inglés.

—Sí, vamos a modificar nuestros planes… Andaba pensando en ello desde que te casaste con Ana María, y eso ha sido la gota que ha colmado el vaso. No vamos a proceder contra don Rosendo Sarró… El hecho de ser tú su yerno era un hándicap prácticamente insuperable, del que hubiéramos hecho caso omiso en el supuesto de que tú dijeras: no me importa. Pero siendo masón don Rosendo Sarró, y me imagino que de alto grado, la cosa cambia. Perderíamos mucho tiempo y me temo que al final arremeteríamos contra molinos de viento. La masonería es una fuerza tremenda, sobre todo a caballo de la victoria aliada. Nos estrellaríamos, eso es… —Manolo se recostó en el diván, mientras Ignacio se quemaba los labios con la colilla—. Pudimos con los Costa, podríamos con ellos, incluso con la EMER, pero contra los grandes negocios de don Rosendo Sarró, imposible. ¿Cómo probar que hace exportaciones con barcos cargados de piedra o de papel y que se incendian o hunden adrede para cobrar el seguro? ¿Cómo probar que usa medios ilegales para llevarse todas las subastas importantes, como aquella del material ferroviario, que luego resultó que era útil para el servicio? ¿No viste en su casa ningún símbolo que te llamara la atención: un triángulo, un compás, un mallete, un nivel, una regla, una plomada?

Ignacio negó rotundamente.

—No vi nada de eso… Claro que tampoco me invitó a visitar su despacho.

—Claro… Además, en España ahora han arramblado con toda esa mojiganga… ¡Ya lo ves, mi querido amigo! Ahí tienes la explicación de los éxitos de Julio García, y también los de don Rosendo Sarró.

El problema que se presentaba era múltiple. En primer lugar, tirar a la hoguera el voluminoso expediente llamado Sarró. Chaqueteo antes de empezar. ¿Qué pensaría el viejo del Aranzadi y qué pensaría el notario Noguer? En segundo lugar, algo debería decirle a Ana María. ¿Cuál sería la reacción de la muchacha? Al pronto, de alegría, porque la atemorizaba la llegada del día en que Manolo —Ignacio había quedado descartado— tuviera que habérselas con los abogados de don Rosendo Sarró; pero después, de perplejidad, como a él le había ocurrido. ¡Masón! Seguro que a la pobre Ana María la palabra le olería a azufre y a Lucifer, como, según el padre Forteza, olía el libro
Camino
, del Opus Dei. Y que se distanciaría más que nunca de su padre, el cual ni siquiera les había visitado en su piso de la avenida del Padre Claret. ¡Tal vez le detestara! Ana María era enemiga de todo lo subterráneo, de todo lo críptico, quería poder palpar las cosas y verlas a la luz del día.

Ignacio debía de andar con mucho cuidado. Ninguna fricción con Ana María; pero era evidente que ésta, en el piso de la Rambla, no se sentía jovialmente cómoda. Todos la querían mucho y se reía con las bromas de Matías; pero «no eran de su clase». Se sentía mucho mejor —cumpliéndose la profecía de Manolo— con Esther que con Pilar. Y sobre todo Carmen Elgazu la tenía preocupada. Había hablado de esto, sólo a medias, con Ignacio. Carmen Elgazu era una fanática religiosa, con una carga de represiones que sin duda habían influido en sus hijos y en toda la familia en general. Ana María era creyente, pero no en lo que decían los catecismos de principios de siglo ni en lo que predicaba el doctor Gregorio Lascasas. Aquello era una frustración. «¡Continuamente en presencia de Dios!». Imposible. Ella no quería vivir rodeada del fantasma del pecado, y menos referido al sexto mandamiento. Ahora, con la llegada de la primavera, ella salía a la calle con un escote que a Carmen Elgazu —Ana María se dio cuenta de ello— le sentó como un tiro. Y sin medias. Quería aire, mucho aire y ello podía aplicarlo a algunos escrúpulos de Ignacio, incomprensibles en él, aunque la víctima propiciatoria había sido, sin duda, Pilar, y quién sabe si César… Era evidente que Pilar había crecido en un mundo de inhibiciones y que ahora, a raíz de la muerte de la «nonata» Carmen se formulaba preguntas con vagos, o quizá, hondos, sentimientos de culpabilidad.

Nunca nadie le había hablado a Ignacio con tanta claridad como Ana María. Ignacio, que tenía a su madre en un pedestal, o tal vez en un altar, al pronto se encalabrinó y por un momento temió que entre él y Ana María se hubiera roto el encanto. Pero luego recapacitó y no tuvo más remedio que darle la razón. Pensando, por ejemplo, en sus prolongadas relaciones con Adela hubiera sido farisaico no hacerlo así. ¡Si su madre se hubiera enterado! Y él no se consideraba un degenerado por el hecho de tener una «amante» cuyo marido era un pobre diablo. Y tampoco sentía remordimientos por sus antiguas relaciones con Canela, que le proporcionaron una enfermedad venérea —pus en la cama— y un bofetón por parte de Matías. En aquella edad estaba justificado. El hombre pecaba y si Dios era infinitamente misericordioso, como creía Carmen Elgazu, esas cosas las perdonaba porque era Él quien había insuflado en el ser humano el apetito sexual, sin el cual no habría procreación.

Ignacio acabó por admirar más aún a Ana María, cuyos sentido común y ponderación se manifestaban cada vez más y en cualquier circunstancia. Tal vez le conviniera ese frenazo que ella sabía darle a la imaginación de Ignacio, a su temperamento fogoso y colérico. Por eso le gustaba tanto el icono —un pantocrátor— que les regaló Mateo. Irradiaba a un tiempo serenidad, autoridad y sensatez. Ese pantocrátor no le hubiera ocultado nunca a Pilar que la sangre que le fluiría un día significaba simplemente que «ya era una mujer».

Por fin Ignacio, a tenor de estas reflexiones, decidió comunicar a Ana María el gran descubrimiento: su padre era masón.

Ana María parpadeó. No sabía exactamente en qué consistía la masonería, pero seguro que era algo «feo» a juzgar por los viajes secretos, los negocios, las personas que su padre recibía en su casa. Ignacio le dictó el ABC del tema, basándose en lo que antaño había aprendido del subdirector del Banco Arús y en lo que le había contado Manolo. Por supuesto, Ignacio se propuso enterarse mucho más a fondo del tema, sobre todo teniendo en cuenta lo que apuntaba Julio García en su carta: que vencerían los aliados.

Ana María, después de un rato de reflexión le preguntó a Ignacio, con voz tranquila:

—¿Qué debo hacer…? ¿Despreciar a mi padre todavía más?

Ignacio se llevó las manos a la cabeza.

—¡Yo no he dicho eso! Simplemente, no quiero tener secretos contigo y he querido ponerte al corriente…

Ana María asintió:

—De acuerdo. Has hecho muy bien… Te lo agradezco —marcó una pausa, mientras se ajustaba un pendiente—. Mi padre masón y tu madre una beatona de tomo y lomo. ¿Qué cosas tiene la vida, verdad? —y abrazándose a Ignacio le apretó contra sí y le dio un beso interminable.

* * *

El camarada Núñez Maza, ex consejero nacional, destituido y desterrado a Ronda a raíz de un informe y una carta remitidos al Caudillo en los que protestaba contra la corrupción del Régimen, fue atendido en su súplica de trasladarse a un clima más templado y, confirmándose las previsiones, en el mes de mayo fue trasladado a Caldetas, en la provincia de Barcelona. Pueblo pequeño y tranquilo, con aguas termales que no funcionaban, pescadores y un hotel, el hotel Colón, muy conocido antes de la guerra por haber sido casino de juego.

El «mítico» falangista se trasladó, pues, a Cataluña y se alojó en el hotel Colón, funcionalmente remozado a raíz de la prohibición del juego. La anterior sala del casino era ahora un espléndido comedor, con una terraza anexa que daba al mar. Núñez Maza eligió dos habitaciones comunicadas entre sí, desde las cuales podía ver las barcas de pesca y la hermosa playa. Apenas llegado se enteró de que el paseo marítimo, uno de los más elegantes de la costa, se llamaba paseo de los Ingleses, con torres de muy diverso estilo pero de una solera que nadie hubiera podido discutir. «Lo raro —comentó— es que no se llame ahora paseo de los Alemanes».

Núñez Maza tenía treinta años y había estudiado Filosofía y Letras. Vasta cultura, basada sobre todo en los clásicos. Ahora quería aprovechar su destierro para ampliar conocimientos, especialmente de literatura francesa e inglesa. Sabía que le costaría encontrar los libros adecuados, pero confiaba en la multitud de amigos que le otorgaban su confianza y le ayudaban a pagar su estancia en el hotel. Salazar le había acompañado a Caldetas y al contemplar la belleza del paisaje le dijo: «Aquí te repondrás pronto…» Dijo esto porque Núñez Maza continuaba enfermo, como cuando Mateo y Sólita le conocieron en el hospital de Riga. Fiebre ilocalizable, malestar, fortísimos dolores de cabeza. No era enfermedad infecciosa, en cuyo caso las recientemente descubiertas penicilina o estreptomicina le habrían curado en poco tiempo. Podía ser una alergia… Los médicos se estrellaban contra un muro y los había que, a la vista de la pérdida de peso, auguraban un próximo desenlace.

Núñez Maza, no. Era todo vida, todo fibra y optimismo. Confiaba en sus propias fuerzas, que durante la guerra civil y en la propia Rusia le hicieron enfrentarse en situaciones límite. Bajito, con una gran cabeza y unos ojos como bolitas de fuego, el día que se quitó la camisa azul le pareció que se quedaba desnudo. Su voz era convincente. Vocalizaba a la perfección y sabía medir los silencios, las pausas. En cualquier tertulia al poco rato se convertía en el oráculo seductor. Por eso fue delegado nacional de Prensa y Propaganda y Franco le encargó la transmisión de incontables mensajes.

Necesitaba poco equipaje. La opulencia le repugnaba. El gerente del hotel, señor Vilalta, le dijo: «Lo que le haga falta, dígalo. Estamos a su disposición». Los camareros le miraban como a un ser de un estadío superior. «Por desgracia —les informó— podré daros pocas propinas. Ando muy justo de esas monedas que los millonarios califican de vil metal». Sólo una súplica: que le cambiaran el espejo del lavabo de las habitaciones. Era un espejo que «envejecía», que multiplicaba y ampliaba las arrugas.

—Necesitaré mucha letra impresa… —le dijo al señor Vilalta—. Muchos periódicos y revistas. Tráigame todos los que le parezca; sobre todo, y por descontado,
La Vanguardia
, ABC y
Amanecer
, de Gerona. Y cárguelo en mi cuenta.

La característica de Núñez Maza, aparte de su miraba febril, era su castellano correcto, rotundo. Había nacido en Segovia y el sentido del lenguaje circulaba por sus venas. Con él escribía sonetos que en Caldetas no iban a interesar a nadie. De repente le vencía un enorme cansancio y durante unos días era incapaz de escribir; pero de golpe, como si sonara una campana, los endecasílabos le fluían con pasmosa seguridad.

Pronto Caldetas fue un lugar de peregrinación, como lo había sido Ronda. Peregrinación en pequeña escala, naturalmente, pero de personas de calidad. Salazar, al despedirse de él porque debía regresar a Madrid, le dijo: «Apuesto a que el problema catalán te va a interesar. Estudialo y tenme al corriente… Yo te tendré al corriente de las cosas importantes que pasen por Madrid».

La palabra destierro no le gustaba a Núñez Maza. Prefería que le dijeran: «has cambiado de aires». Porque la tierra de donde lo sacaron, Madrid, era España, lo mismo que lo eran Ronda y Caldetas. Barcelona le estaba prohibida; no así Mataró y Gerona, a condición de que la guardia civil le extendiera el correspondiente salvoconducto, de veinticuatro horas de duración.

A los tres días de su llegada, Núñez Maza llamó por teléfono a Mateo y le dijo: «Aquí estoy. Ven a verme en cuanto puedas…»

Mateo acudió a Caldetas aquella misma tarde, en compañía de Miguel Rosselló. El abrazo de los dos hombres fue espectacular. Miguel Rosselló quedó a la espera. Finalmente Mateo le presentó: «Miguel Rosselló, camisa vieja y secretario del gobernador».

Núñez Maza estornudaba con frecuencia. En esta ocasión estornudó dos veces y estrechó con fuerza la mano del acompañante de Mateo. Tomaron asiento en el salón de estar, pues en la terraza Núñez Maza cogía frío en seguida. El inició del diálogo se limitó a los sucesos personales. «He mejorado muy poco. Confío en que el aire del mar me sentará bien…» Mateo le dijo: «Yo, ya lo ves. Con la cadera lesionada para siempre. Pero en fin, gajes del oficio. Lo que no figuraba en el programa es que la niña que mi mujer esperaba naciera muerta». Núñez Maza, estremecido, le preguntó detalles. «Nada. Tres vueltas del cordón umbilical». Mateo añadió: «Pero dejemos esto. Yo también confío en que con el tiempo olvidaré».

Pronto abordaron el tema que interesaba a todos: el porqué de la rebelión de Núñez Maza, tan drástica… Núñez Maza negó con la cabeza. «No fue drástica. Lo que ocurre es que habéis beatificado a Franco antes de tiempo y cualquier contraopinante os parece un traidor. Me limité a decirle que encontré una España corrupta, porque es verdad. La España de ahora no tiene nada que ver con aquella en que soñara José Antonio. Los generales, los obispos y los dirigentes nacionales se llevan la gran tajada, mientras aquí en Caldetas mucha gente viene a buscar las migajas que el gerente del hotel tiraría a la basura».

Mateo se defendió con el argumento clásico: el estallido de la guerra mundial.

Núñez Maza le objetó:

—Precisamente ahí Franco hubiera debido dar la talla como jefe de Estado, como ha hecho De Gaulle. Nuestra situación geográfica se lo ofrecía en bandeja… Ha ido oscilando y ahora, cuando los aliados desembarquen en Francia, seremos el farolillo rojo del pelotón.

Mateo le recordó que fue precisamente él, Núñez Maza, quien tuvo la idea de enviar la División Azul. Núñez Maza estornudó otra vez y lo admitió.

—Me equivoqué… Pero yo no soy jefe de Estado. A mí se me puede perdonar; a un jefe de Estado, no. Y si acepto de buen grado mi situación es por los errores que cometí, no porque Franco firmara la papeleta condenatoria.

Pronto se vio que se enfrentaban dos mundos. Mateo y Miguel Rosselló admitieron sin ambages que muchas cosas les decepcionaban. «De Gerona, podríamos contarte la tira…». Pero también en el haber del Régimen había logros importantes y detrás de ellos estaban Franco y sus hombres de confianza.

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