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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (42 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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Caldas colgó el teléfono y miró la mesa. Su sitio parecía una trinchera tras las pilas de documentos. Consultó el reloj. Estévez no llegaría hasta las once. Tomó aire como quien se va a sumergir en una piscina, y acercó su mano al primer papel.

Una hora más tarde, cuando la figura de su ayudante oscureció la puerta del despacho, muchos documentos se apretaban en la papelera. Otros sólo habían cambiado de montón, convirtiéndose en los cimientos sobre los que pronto se levantarían nuevas columnas.

—¿Vamos? —preguntó el ayudante.

—Sí —suspiró aliviado el inspector.

Una brisa leve agitaba las banderas de los barcos del puerto pesquero, y más allá, en Bouzas, los esqueletos de los buques en construcción brillaban bajo el sol de otoño.

Tomaron la circunvalación de la ciudad, y luego la carretera asfaltada sobre los antiguos raíles del tranvía hasta Panxón. Monteferro ya no era una sombra oscura entre la niebla, sino un bosque verde sobre el mar azul.

De camino, Caldas le mostró la relación de propietarios de vehículos todoterreno semejantes al que habían visto en la grabación.

—A ver si hay alguno de color claro.

—¿Cree que estará en Panxón?

—No —dijo Caldas—, pero tampoco perdemos nada por comprobarlo.

—Ese chico debe de estar siguiendo a Arias, camino de Escocia.

—No sabemos si Arias está allí.

—Es igual, Diego Neira irá detrás de ese marinero como un sabueso. No hay como echar a correr para que te persigan.

En Panxón había dos Land Rover del modelo que buscaban. Se acercaron a la primera de las direcciones, pero ni si quiera necesitaron bajar del coche para descartarlo. El todoterreno estaba aparcado en la calle. Era verde oscuro. Estaba destartalado y cubierto de suciedad.

El segundo vehículo de la lista pertenecía a un marinero jubilado. Les contó que lo había comprado de segunda mano años atrás. El hombre lo guardaba como oro en paño en un garaje. Se lo mostró. Era blanco, pero no tenía un rasguño en la carrocería y la antena estaba intacta.

—¿Y ahora qué? —preguntó el aragonés al salir.

—Hay otros seis en los alrededores. ¿Por qué no me dejas en el puerto y te acercas a verlos? —propuso Leo Caldas entregándole la lista—. A mí no me gustan los coches.

Sorna:

1. Lentitud, calma con que se realiza algo. 2. Disimulo. 3. Ironía, tono burlón con que se habla.

Panxón parecía un lugar diferente bajo el sol. Había más cañas que otros días en la punta de la escollera, y también más gente que de costumbre recorriendo la playa por la orilla, de muro a muro. En muchas de las mesas de las terrazas se leía la palabra «reservado».

Caldas se cruzó con varios hombres jóvenes en el paseo. Unos caminaban y otros iban en bicicleta, solos o en pareja. Sus rostros no le dijeron nada, pero tampoco esperaba encontrar en ellos ninguna señal. Había mirado muchas veces a los ojos de un asesino y sabía que eran idénticos a los de los demás. El crimen era humano. Cualquiera podía matar.

Se quitó el jersey, se remangó la camisa y se dirigió entre las casas al callejón que cerraba la vivienda de José Arias. Por los folletos amontonados en el buzón, supo que no había regresado, pero aun así llamó al timbre con insistencia.

—Está de viaje, inspector —dijo desde arriba una voz de mujer.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Caldas a la cabeza llena de rulos que le había hablado desde la ventana.

—Se marchó el sábado por la tarde. Llevaba una maleta.

—¿Le dijo adónde iba?

—No se lo pregunté —respondió la vecina en un arrebato de dignidad—. La vida de los demás no me interesa.

Regresó al puerto. La lonja llevaba horas cerrada, pero el olor a pescado era todavía penetrante. Se acercó al Refugio del Pescador. En una de las mesas de mármol ya estaba en marcha una partida de dominó.

Cruzó la calle hasta la rampa. Vio el
Aileen
amarrado en su boya, cargado de nasas. Miró el espigón. Se preguntó cuánto tiempo irían a permanecer las de Justo Castelo apiladas contra el muro blanco.

—¿Quiere venir a pescar, inspector? —dijo una voz a su espalda.

Se volvió. El lobo de mar que aseguraba haber visto el
Xurelo
entre la niebla le miraba bajo su gorra de capitán.

—¿Cómo dice?

—Pregunto si quiere venir a pescar —repitió, y se le escapó una sonrisa.

Caldas chasqueó la lengua y se dirigió al espigón. En el patio del club náutico, dos barcas de madera recién pintadas se secaban al sol. Pasó junto a las nasas del Rubio y se acercó a los pescadores. En un cubo de zinc, un pez que no identificó se agitaba buscando oxígeno.

Se asomó a la punta del muelle y dejó que la brisa y el mar le salpicaran el rostro. En la cara exterior de la escollera había grandes bloques de hormigón con las aristas pulidas por el viento y las olas.

Un barco pequeño se aproximaba a puerto, y Caldas reconoció la gamela azul celeste de Manuel Trabazo. Cuando estuvo sobre su boya, el médico se inclinó por la borda para recoger un cabo con el bichero. Aseguró el barco, saltó a la chalupa y comenzó a remar hacia la rampa de piedra.

Caldas le estaba esperando al borde mismo del mar.

En la playa, el chico de la silla de ruedas lanzaba la pelota al perro negro.

—Mira lo que te perdiste, Calditas —dijo Trabazo tendiéndole una bolsa plástica.

Todo su rostro sonreía bajo el flequillo blanco.

Leo Caldas abrió la bolsa. Había media docena de lubinas. La vida todavía palpitaba en las branquias de alguna de ellas.

—Son de mi piedra —dijo, y le guiñó un ojo—. Las seis en una hora escasa.

El inspector le ayudó a colocar el bote sobre el remolque y lo subieron hasta la plataforma tirando de un cabo entre los dos.

—¡Doctor! —llamó en voz alta el lobo de mar, plantado en la puerta del Refugio del Pescador.

Cuando Trabazo levantó la cabeza, el hombre añadió con sorna:

—Su amigo no quiere venir a pescar.

—No seas malo, Pepe —voceó Trabazo.

—¿Por qué se lo has contado? —preguntó Leo Caldas en voz baja.

—Me vieron salir al mar contigo y volver solo —explicó, colocando los remos dentro de la chalupa y rodeándolos con una cadena—. ¿Qué iba a decir, que te había tirado por la borda?

Manuel Trabazo ciñó la cadena de un tirón y prendió dos eslabones con un candado pequeño.

—Ya sé que van a dar permiso a tu tío.

—Esta tarde le dan el alta.

—¿Estará mejor en casa de tu padre que en el hospital?

Caldas se encogió de hombros

—Al menos, más acompañado.

—No es poco.

—No.

Trabazo miró a su alrededor y se secó con la manga el sudor que humedecía sus sienes.

—Vaya un día bonito, ¿eh? —dijo—. ¿Qué hora es?

Leo consultó su reloj.

—La una.

—¿La una ya? —Trabazo dio un silbido—. Tengo que tomar la medicina. ¿Me acompañas?

El inspector siguió a su viejo amigo hasta la barra del Refugio del Pescador.

Manuel Trabazo pidió vino blanco.

Leo Caldas también.

Aviso:

1. Noticia que se comunica. 2. Indicio, señal. 3. Advertencia. 4. Precaución o cuidado.

Media hora más tarde, Rafael Estévez recogió al inspector y regresaron a Vigo. El aragonés había encontrado todos los Land Rover. Ninguno de ellos coincidía con el que había registrado la cámara de seguridad en Monteferro.

A las dos y cuarto aparcaron el coche frente a la comisaría. Caldas entró un instante por si hubiera habido noticias de Quintáns.

—Nada —dijo Olga, y el inspector volvió a la calle.

—¿Vienes a comer? —propuso a su ayudante.

—He quedado.

—Ya.

No llegó al bar Puerto a tiempo de pedir percebes. No los vio en el mostrador, y Cristina le confirmó que los pocos que habían recibido a media mañana ya estaban repartidos en las mesas.

Se sentó al fondo, junto a dos estibadores que conocía de otras veces. Pidió zamburiñas y cariocas fritas. En honor a su ayudante, acompañó el pescado con ensalada.

Cristina le dejó el vino blanco en una jarra de barro helada, y Caldas se sirvió una copa mientras esperaba su comida y volvía a pensar en Diego Neira. Ya sabía lo fundamental, quién era y qué le movía a actuar. Incluso el modelo de coche que utilizaba. Dar con él sólo era cuestión de tiempo, pero deseaba hacerlo pronto, detenerlo antes de que tuviese la ocasión de volver a matar. Esperaba que luego el comisario accediera a influir para que un juez reabriese el asesinato de Rebeca Neira. Por mucho daño que el chico hubiese producido, tenía derecho a saber qué le había sucedido a su madre, a enterrar sus restos y su dolor.

Lamentaba que Quintáns estuviese tardando tanto en encontrar una fotografía. El chico no era de Panxón, pero conocía bien la zona, la poza y las costumbres de los marineros. Tenía la certeza de que había pasado una temporada cerca del puerto, probablemente en julio o agosto, camuflado entre los veraneantes, en una casa alquilada, un camping o un hotel.

Llegaron las zamburiñas y, más que devorarlas, Caldas las aspiró una detrás de otra. Mientras lo hacía, se dijo que si al día siguiente no había recibido información útil de Quintáns, iría él mismo hasta Neda a buscarla.

Cristina se acercó a llevarle la ensalada y las cariocas tarareando «Promenade».

—¿Qué canturreas? —le preguntó Leo Caldas.

—Ni idea —dijo, retirando el plato con las conchas vacías de las zamburiñas y señalando algún lugar en el comedor—. Estaban cantándolo por ahí.

Cerró la comida con un café. Luego pagó y regresó fumando un cigarrillo a la comisaría. Se asomó a su despacho. Ningún aviso en forma de papelito amarillo en la mesa. Cerró la puerta, fue a ver a Soto y le puso al corriente de las novedades. Le habló del vídeo y le explicó que Castelo no era el hombre que la mujer de Hermida había visto en el barco.

—Sigo sin entender por qué le ató las manos —dijo el comisario después de escucharle.

—Porque era perfecto. Por una parte, le permitía simular un suicidio, acabar con Castelo sin levantar sospechas, sin ruido. Nadie investigaría el suicidio de un tipo depresivo. Por otra, porque al verse atado seguro que el Rubio le contó todo lo sucedido en Aguiño confiando en que de ese modo el chico lo soltaría.

—Menudo angelito, el chico.

Caldas chasqueó la lengua.

—No todo es culpa suya.

Soto asintió.

—¿Crees que irá a por los demás?

—Estoy seguro. Si planeó todo esto para matar al cómplice no es para dejar vivo al culpable.

—¿Estará ya buscando a Arias en Escocia?

—Si Castelo habló, es probable.

—¿Y si no lo hizo?

—En ese caso Valverde tendría un problema —dijo Caldas—. Puede que el chico quiera quitarse de en medio a los dos.

—¿Para no errar el tiro?

—Exacto.

Hueco:

1. Espacio cóncavo o vacío. 2. Presumido, orgulloso, vano. 3. Sonido profundo y retumbante. 4. Intervalo de tiempo o lugar. 5. Lo que estando vacío abulta mucho por estar estirada su superficie. 6. Abertura en un muro.

Rafael Estévez le dejó en la puerta del hospital, y Caldas cruzó el vestíbulo y subió por las escaleras hasta la segunda planta. Luego recorrió el pasillo entre puertas cerradas y entró en la marcada con el 211.

Su tío Alberto le sonrió tras la mascarilla verde. Estaba sentado en la cama sin sábanas. El pantalón y el jersey le quedaban demasiado holgados.

La mesa de la radio y los periódicos estaba vacía, y la bolsa de piel cerrada en el suelo.

—Hola, Leo —dijo su padre, que miraba la ciudad desde la ventana.

—¿Bajamos ya?

—Aún hay que esperar a la ambulancia.

—Creí que os ibais en tu coche.

—Yo también, pero el médico prefiere la ambulancia. Por el oxígeno —precisó.

Un enfermero entró en la habitación empujando una silla de ruedas en cuyo respaldo se balanceaba una pequeña bombona. Desconectó la mascarilla de la toma de la pared y ajustó el tubo a la bombona. Luego ayudó al tío Alberto a sentarse en la silla.

Recorrieron el pasillo en fila india. El tío Alberto con su mascarilla verde delante, sentado en la silla de ruedas. Detrás, el enfermero, el padre del inspector y Leo Caldas con la bolsa de piel en la mano.

Cuando la puerta de la ambulancia se cerró, el inspector preguntó a su padre.

—¿Y tú?

—Voy en mi coche.

Leo Caldas vio el automóvil de su padre aparcado a unos metros y asintió. Le pesaba no acompañarlos, pero tenía demasiadas cosas por hacer.

—¿Estaréis bien?

—Seguro.

—Yo pretendía veros el fin de semana.

—De acuerdo —dijo yendo hacia su coche—. A ver si encuentras un hueco.

Caldas esperó en la acera y se despidió con la mano cuando se pusieron en marcha. Cuando los perdió de vista, bajó caminando hasta la comisaría y se encerró en su despacho. Hizo algunas llamadas y repasó los papeles atrasados que había cambiado de sitio por la mañana. A las siete sonó el timbre de su teléfono móvil.

No reconoció el número.

—¿El inspector Caldas?

—Sí.

—Soy Ana Valdés.

Aquel nombre no significaba nada, pero la voz le resultó familiar.

—¿Nos conocemos?

—Soy la mujer de Marcos Valverde, de Panxón. ¿No me recuerda?

Aunque no conociese su nombre, no olvidaba su sonrisa.

—Sí, claro. Dígame.

—Perdone que abuse de su confianza —se excusó—, pero como me dejó su teléfono…

Caldas le impidió continuar disculpándose.

—¿Ha sucedido algo?

—Nos han destrozado la puerta de casa.

—¿Cómo?

—La puerta del jardín. Han arrancado varias tablas.

—¿Cuándo?

—Esta tarde. La he encontrado así al llegar.

—¿Han entrado en la casa?

—Parece que no.

—¿Vio a alguien?

—A nadie.

—¿Y su marido?

—Marcos estaba dentro. No oyó nada.

—¿Pero se encuentran bien, su marido está bien?

—Bien, sí, pero muy inquieto.

«Como para no inquietarse», pensó el inspector.

—¿Desde dónde me llama?

—Estoy en mi coche, yendo a Vigo. No voy a dormir en esa casa.

—¿Tiene dónde quedarse? —dijo, y al momento se arrepintió de haberlo preguntado.

—Sí, tenemos un apartamento en el centro. Duermo allí muchos sábados después de los conciertos. Pero es mi marido el que me preocupa.

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