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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (39 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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—¿Por qué no lo hundieron mar adentro? —preguntó el comisario, como había hecho él mismo.

—Porque necesitaban volver a tierra sin ser vistos —presumió—. La poza forma una especie de muelle natural. Es el lugar que utilizan los pescadores furtivos para descargar.

—Entiendo.

El inspector describió la pintada que el marinero había mandado borrar. Le explicó que la fecha escrita en el casco de la chalupa coincidía con la del hundimiento del
Xurelo
, y le habló de Arias y Valverde, los compañeros a quienes había dejado de tratar, y del capitán Sousa, el patrón ahogado en el naufragio a quien varios marineros del pueblo aseguraban haber visto navegando entre la niebla.

—¿Ése no era tu sospechoso? —preguntó el comisario.

—Era —remarcó Caldas, y describió la macana asida a la cintura del capitán, cuya forma se asemejaba a la huella en la nuca del muerto.

—¿Le golpearon con la barra del capitán?

—No —dijo Caldas—. También encontramos una llave de tubo entre las rocas de Monteferro. De las que se usan para aflojar los tornillos de las ruedas de los coches. La tiene el forense, piensa que pudo ser con ella.

Luego le habló otra vez de Rebeca Neira, de la noticia en el periódico que le hizo sospechar y de la denuncia interpuesta por Diego, el hijo adolescente de la desaparecida. Le mostró la copia del atestado donde el chico se refería a los dos hombres que habían acompañado a su madre y describía al marinero rubio.

—¿Y dices que estuvisteis allí? —inquirió el comisario Soto.

—Esta mañana —asintió—, es lo que le he contado antes. La mujer nunca apareció. Su amiga más íntima está convencida de que la mataron aquella misma noche. Cuando a la mañana siguiente el chico regresó a casa se encontró la sala limpiada a conciencia, y aunque advirtió que algún mueble había cambiado ligeramente de sitio, no le dio importancia. Al día siguiente, con la amiga de su madre en casa, se alarmó al encontrar posos de café dentro de la cafetera limpia. Su madre era muy cuidadosa, no la habría dejado así jamás. Luego se percató de que faltaba todo cuanto había sobre la mesa y la encimera.

El comisario Soto revisó el atestado.

—Aquí no figura esa información —dijo, y Caldas le habló del subinspector Somoza, de las humillaciones sufridas por Diego Neira durante los días posteriores a la desaparición de su madre, de su marcha resignada del pueblo a las pocas semanas, y de las llamadas a la farmacéutica asegurándole que no olvidaba al marinero rubio.

—¿Nunca se investigó?

—Nunca —respondió Caldas—. Hubo batidas para buscarla por los alrededores, pero luego todo se olvidó. Como el chico había abandonado el pueblo, se pensó que habría ido a reunirse con su madre.

Después le llegó el turno al bar Aduana:

—Allí solía comprar tabaco la mujer desaparecida —advirtió el inspector—. El bar lleva años cerrado, pero el dueño aún recuerda aquella noche.

Soto escuchó sin un pestañeo cómo el propietario había dejado la galería abierta para que los tripulantes del barco pudiesen cobijarse de la lluvia mientras cenaban.

—No vio a los marineros —dijo Caldas—, pero reconoció al capitán. El hombre todavía no se explica cómo se les ocurrió zarpar en medio de aquella tormenta.

—Para que nadie pudiese situarlos en Aguiño por la mañana —sostuvo el comisario.

—Eso pienso yo también.

—¿Crees que todos estaban al corriente de lo que había ocurrido con la mujer?

—Tal vez.

—¿Y ese subinspector? ¿Cómo dices que se llama?

—Somoza —respondió Caldas—. Tenía una cuenta pendiente con Rebeca Neira y no movió un dedo por encontrarla ni por esclarecer su desaparición. Ni siquiera se acercó a hablar con el dueño del bar Aduana.

—¿Y los vecinos?

—Dieron por bueno que se había marchado con alguien por su propia voluntad.

Soto enarcó las cejas y le devolvió la copia de la denuncia.

—¿Localizasteis al chico?

—Aún no. Sólo sabemos que hasta hace seis o siete años vivió en Neda, cerca de Ferrol. Nada más.

—¿Te pusiste en contacto con su comisaría?

—Con el inspector Quintáns —afirmó Caldas—. Quedó en llamar para decir algo esta tarde o mañana.

Soto asintió.

—También hemos pedido la grabación de la cámara de vigilancia de una casa cercana al desvío que lleva al faro —continuó el inspector—. Clara Barcia debe de estar revisándola.

Después de un silencio, el comisario preguntó:

—¿Cómo carallo los encontraría?

—Por las noticias —respondió Leo Caldas—. Justo Castelo pescó un pez tropical. Apareció en todos los medios. Hasta le entrevistaron en el telediario.

—¿Cuándo?

—El año pasado. Tuvo todo el tiempo que necesitó para venir a inspeccionar el terreno y actuar. Diego Neira tendrá ahora veintiocho o veintinueve años. ¿Sabe la cantidad de chicos de su edad que hay en esa playa en verano? Pudo pasarse semanas enteras vigilando al Rubio sin levantar la menor sospecha, esperando que le condujera al asesino de su madre.

—¿Crees que irá a por los demás?

—No lo sé. De todas formas, sólo queda uno de los dos marineros en el pueblo.

—¿Quién?

—Valverde.

—¿Lo interrogaste?

—Sí, pero está asustado. No abre el pico.

—¿Y el otro?

—¿Arias? Se esfumó. Me temo que por mi culpa —reconoció el inspector—. El sábado por la mañana fuimos a Panxón para preguntarle si se habían detenido en Aguiño. Nos dio largas. Dijo que no recordaba bien aquella noche, y a las pocas horas desapareció.

—¿Es el que vivió en Escocia?

—Ése mismo —confirmó Caldas—. Me aseguró que no se trataban desde que dejaron de navegar juntos, pero una vecina vio entrar a Castelo en su casa la tarde del sábado, un día antes de que lo matasen. Parecía bastante nervioso.

—Tal vez temiera algo.

Caldas se encogió de hombros.

—Es posible… —dijo—. Sólo tenemos noticia de una pintada, pero debía de haber mucho más. Creo que ese chico se entretuvo jugando con ellos durante meses antes de actuar.

—Pues el juego lo ha metido en un buen lío.

—Sí.

El comisario se frotó los ojos y luego preguntó:

—¿Crees que ese Arias habrá vuelto a Escocia?

—Es posible. Vivió allí, conoce aquello.

—¿Consultasteis las reservas aéreas?

—Todavía no —dijo Caldas.

—¿Crees que fue él quien se cargó a la mujer?

—Creo que es la segunda vez que se esfuma.

Soto asintió.

—El chico irá tras él.

—Supongo —dijo el inspector, y luego murmuro—: Yo lo haría.

—Por si acaso, no pierdas de vista al constructor.

Caldas dijo que lo haría.

Ya se había levantado cuando Soto le preguntó:

—¿Por qué lo habrá matado así?

—¿Así?

El comisario unió sus muñecas.

—Lanzándolo al mar con las manos atadas, como si se tratase de un suicidio.

—No lo sé —dijo Caldas poniéndose en pie—. ¿Hablará con el juez de la desaparición de esa mujer?

Soto asintió.

—Hablaré con él —dijo—, pero primero encuentra al muchacho.

Reflexión:

1. Acción y efecto de reflejar. 2. Acción y efecto de reflexionar. 3. Advertencia o consejo.

Leo Caldas consultó su reloj y soltó una maldición. Pasó por su despacho a recoger el impermeable y salió a la calle con el cuaderno de tapas negras bajo el brazo. En la puerta se cruzo con Rafael Estévez.

—¿Adónde va?

—A la radio —dijo mostrándole el cuaderno—. Es lunes.

—¿Pero ya ha comido?

—No.

Dobló la esquina de Castelar, encendió un cigarrillo para engañar al hambre, y atravesó la Alameda esquivando a los niños que correteaban vigilados de cerca por sus madres. Dos turistas de pelo blanco consultaban el plano de la ciudad cerca de la estatua de Méndez Núñez. Caldas supuso que habrían desembarcado del transatlántico que habían visto adentrarse en la ría por la mañana.

Junto a la fuente de piedra, entre los charcos, un perrillo hostigaba a las palomas obligándolas a realizar vuelos cortos para ponerse a salvo. El dueño del cachorro llevaba en la mano la bolsa de plástico engurruñada y Leo Caldas sonrió al imaginar a su padre agachado en el suelo, recogiendo los excrementos de su perro marrón con una bolsita como aquélla.

Dio dos caladas rápidas al cigarrillo, lo apagó y entró en el portal del edificio modernista. Saludó al conserje, subió por las escaleras hasta el primer piso, recorrió el pasillo de la emisora y se asomó al control de sonido a saludar al técnico y a Rebeca.

Vio al fatuo de Santiago Losada plantado ante el micrófono al otro lado del cristal.

Abrió la pesada puerta del estudio y se deslizó en su interior. La sintonía del programa llevaba unos segundos sonando.

—Llegas tarde —rumió Losada.

El inspector no contestó. Se sentó junto al ventanal, desactivó el sonido de su teléfono móvil y lo colocó sobre la mesa junto al cuaderno casi deshojado. Miró a la asistente de Losada, en el control de sonido, y se preguntó cómo sería aquella otra Rebeca a la que nadie había vuelto a ver desde una noche de 1996. Después se volvió a observar a la gente que paseaba por la Alameda.

El locutor hizo una señal al técnico y comenzó a presentar el programa con voz fingidamente grave, repitiendo la sucesión de estupideces habitual:

—… el terror de la delincuencia, el defensor implacable del buen ciudadano, el guardián temible de nuestras calles, el Patrullero, el inspector Leo Caldas. Buenas tardes, inspector.

—Buenas tardes.

No se colocó los auriculares hasta que Rebeca les mostró un papel con el nombre de la primera oyente.

—Laura, bienvenida a
Patrulla en las ondas
—la saludó Losada como si la estuviese recibiendo en palacio.

La mujer explicó que había sido sancionada por conducir sin llevar abrochado el cinturón de seguridad.

—A mí me multan por no ir atada en mi asiento —argumentaba—, pero en los autobuses municipales la gente va de pie, hacinada, e incluso algunos llevan niños pequeños en brazos. El caso es recaudar: poner multas, vender billetes…

Muchos oyentes acudían al programa de radio para realizar una denuncia. Otros, como aquella mujer, sólo llamaban para ser escuchados. A ésos, Caldas no podía ofrecerles más que comprensión.

—Ya —murmuró.

El locutor, en lugar de despedir a la oyente y dar paso a una nueva llamada, acercó los labios al micrófono y, con su voz engolada, dijo:

—Laura, escuche en antena la respuesta del «Patrullero de las ondas».

El inspector abrió los brazos y miró a Losada con incredulidad. ¿Cómo que una respuesta? ¿Qué pretendía aquel majadero? ¿Acaso pensaba que podía modificar las normas de tráfico?

Sin embargo, Santiago Losada no rectificó. Levantó la mano y, con ella, llegaron las primeras notas de la melodía de Gershwin para amenizar a la audiencia durante su reflexión.

Caldas pidió al locutor que pulsase el botón que cortaba los micrófonos, y cuando la luz roja se apagó le pidió explicaciones.

—Pues contesta cualquier cosa —replicó Losada.

—Además, te pedí que no pusieras más esa música. Me descentra.

—No la voy a retirar sólo por eso —respondió el locutor con desdén.

—¿Cómo que sólo por eso?

La luz roja volvió a iluminarse en el estudio cuando Losada soltó el botón.

—¿Y bien, inspector? —preguntó bajando la mano para que el «Promenade» dejara de sonar—. ¿Qué tiene que decir a nuestra querida oyente?

Caldas empleó el primer tópico que le vino a la mente:

—Las leyes no son perfectas, pero son las que tenemos. De todas maneras, hablaré con la policía municipal para transmitirles su descontento.

Luego apuntó en su cuaderno: «Municipales uno, Leo cero».

El siguiente en contactar con el programa fue el presidente de una comunidad de vecinos del barrio de Teis. Varias parejas de gaviotas habían anidado en la azotea de su edificio y atacaban a todo aquel que tratase de desalojarlas. «Municipales dos, Leo cero».

Después recibieron dos quejas por ruidos nocturnos, y tres por asuntos de tráfico, y un oyente llamó indignado porque la pintura de los pasos de cebra se volvía resbaladiza con la lluvia.

—¿Cuántos días llueve en Vigo al cabo del año? —preguntó—. ¿Ciento veinte? ¿Les parece razonable que no se utilice pintura antideslizante en las calles?

Como en las demás ocasiones, antes de que Leo Caldas pudiese contestar la dichosa música estaba sonando de nuevo. No se molestó en protestar. Había claudicado. Con el clarinete y el piano en sus auriculares, se volvió hacia el mirador. Una muchacha cruzaba la Alameda caminando con los pies abiertos y la barriga abultada bajo la ropa. Leo calculó que Rebeca Neira debía de ser todavía más joven cuando se quedó embarazada. Una niña convertida a la vez en madre y padre de un recién nacido. Todo demasiado difícil. Resopló al imaginar la angustia de Diego, su dolor al ver que Somoza miraba hacia otro lado, que la justicia se burlaba de él. Entendía que hubiese decidido actuar.

—¿Y bien? —preguntó Losada con su voz de locutor, mirando fijamente a Leo Caldas.

—¿Eh?

—Los pasos de cebra…, la pintura…

—Ah, ya —dijo el inspector—. Pasaré una nota a la policía municipal.

«Municipales nueve, Leo cero».

Durante el corte publicitario que siguió a la llamada, Santiago Losada reprendió a Caldas.

—A ver si estás más atento.

—Te repito que esa melodía me descentra —murmuró, pero ya no prestaba atención a la música. Ni siquiera a los jardines que veía tras el cristal. Sólo pensaba en Diego Neira, en la desaparición de su madre y en la muerte de Justo Castelo.

Recordaba las palabras del comisario Soto. «¿Por qué le habrá atado las manos?», había preguntado. El inspector no había sabido ofrecerle una respuesta.

La undécima comunicante fue una señora al borde del llanto. Había extraviado a su perro durante el paseo de la mañana y ofrecía una gratificación generosa a quien se lo devolviese. Después llamó un hombre molesto por los olores que producía un restaurante recién abierto en el local contiguo a su vivienda.

—Eva, buenas tardes —saludó Losada a la siguiente, con su voz impostada.

—Llamo porque hay un grupo de niños que amedrentan a mi hijo y a sus amigos del parque.

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