Read La costa más lejana del mundo Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

La costa más lejana del mundo (31 page)

BOOK: La costa más lejana del mundo
3.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

¡Empujen más fuerte! —gritó el contramaestre cuando sintió un ligero temblor en el fondo de la fragata, y enseguida el cabrestante empezó a girar más rápido, acompañado del incesante clic-clic de sus lengüetas, y el ancla salió de un montón de oscuro sedimento.

¡Empujen para que entre!

Pero el ancla estaba colocada en la parte de la popa y la cadena pasaba por la porta de la cámara de oficiales, y aunque los tripulantes de la
Surprise
estaban contentos de que el ancla estuviera colgada allí, tenían que pasarla hasta la proa. Esa era una tarea difícil, ya que el ancla pesaba treinta y un quintales, y ahora lo era todavía más porque al mismo tiempo tenían que hacer que la fragata atravesara la bahía hasta llegar a la otra ancla, que estaba mucho más adelante. Siguió un período de gran actividad en que el cabrestante se movía continuamente al ritmo de
All aboard for Cuckolds
, y en que el contramaestre y sus ayudantes iban de un lado a otro y subían y bajaban como monos. Pasó un largo período antes de que Jack tuviera tiempo libre para decir:

¡Hola, doctor! ¡Hola, señor Martin! Siento haberles interrumpido cuando herborizaban, pero me alegro de verles a bordo. Es posible que nuestro enemigo se encuentre a sotavento, y por eso tenemos que zarpar enseguida. Además, el viento está rolando al sur, y si no nos damos prisa, nos quedaremos aquí mucho tiempo. ¿Todos están a bordo, señor Mowett?

No, señor. El condestable, su esposa y Hollom todavía están en la costa.

¿El señor Horner? ¡Dios mío! ¡Hubiera jurado que había venido en la lancha! Dispare otro cañonazo para avisarle.

Dispararon tres cañonazos a largos intervalos mientras la
Surprise
atravesaba lentamente la bahía, pero hasta que la fragata no estuvo casi encima del ancla y el cable se tensó, no vieron aparecer en el embarcadero al condestable, que venía solo.

¿Qué demonios quiere? —preguntó Jack, lanzando una mirada furibunda al otro lado del mar, que ahora estaba agitado por un fuerte viento que soplaba en la dirección de la marea—. ¿Qué hacen los otros? ¿Están recogiendo flores? Vayan a recogerles en el chinchorro. ¿Qué ocurre, señor Hollar?

Disculpe, señor —dijo el contramaestre—. El cabrestante ha vuelto a hacer de las suyas.

¡Maldita sea! —exclamó Jack—. Afloje el virador.

Aflojaron el virador para que disminuyera la presión en el cable y Jack pasó a gatas por debajo de las barras hasta el aro de hierro donde estaban las lengüetas. A una de ellas se le había roto la punta y la otra estaba tan resquebrajada que podría romperse de un momento a otro, y si se rompía cuando el cable estaba tenso, el movimiento de las olas y el movimiento ascendente de la fragata podía transmitirse a las barras y hacerlas retroceder con fuerza derribando a los marineros como simples bolos.

¿Quiere que mande a encender la fragua? —inquirió Mowett.

Tarde o temprano tendrían que encenderla, porque había que cortar nuevas lengüetas y luego martillearlas, templarlas y colocarlas. Pero eso tardaría horas, y no sólo desaprovecharían la marea sino también el viento bastante fuerte que ahora agitaba el gallardete.

No —respondió Jack—. Levaremos el ancla con un virador y el motón con que se izan las vergas.

Cuando dijo esto, vio que el contramaestre le miró horrorizado. El señor Hollar siempre había navegado en barcos modernos y nunca tuvo que levar anclas con un virador, pues era un procedimiento anticuado. Pero cuando Jack era un guardiamarina había navegado con muchos capitanes conservadores y anticuados, y, además, en la primera embarcación que tuvo bajo su mando, la
Sophie
, una corbeta sumamente vieja, generalmente había usado un virador. En ese momento llamó a los guardiamarinas y dijo:

Les enseñaré cómo levar un ancla con un virador —dijo—. Fíjense bien. No verán esto muchas veces, pero puede serles muy útil. —Fue hasta el interior de la proa seguido por ellos y al llegar allí dijo—: Éste es un virador diferente a otros. Bonden, colócalo como en la
Sophie.

Bonden ya había traído un motón con una enorme roldana.

Atiendan ahora —continuó—. Amarra el virador a la cadena, lo pasa por la roldana, lo ata al torno y forma un motón móvil en vez de uno fijo, ¿comprenden?

Todos comprendieron. Sin embargo, como el motón había estado sin usarse tanto tiempo, la presión lo rompió y tuvo que ser sustituido por varios más; y cuando la cadena subió por fin y Jack volvió a la cubierta, vio que el chinchorro estaba abordado con la fragata y que dentro sólo estaban los tripulantes en sus puestos. Se dirigió a la popa, donde Maitland hablaba con Mowett, quien, al verle, fue a su encuentro, se quitó el sombrero y, en tono solemne, dijo:

El condestable ya ha subido a bordo, señor. Vino solo y dijo que Hollom ha desertado, que no quiere volver a la fragata, y que la señora Horner se quedó con él. También dijo que piensan quedarse a vivir en la isla. Se lastimó una pierna en el bosque y se ha hundido.

La atmósfera era muy extraña. Jack reprimió un comentario y miró a un lado y a otro del alcázar. La mayoría de los oficiales estaban allí, pero ninguno tenía una expresión serena. Dos de los tripulantes del chinchorro estaban cerca, halando unas betas, y parecían preocupados, turbados y asustados. Era evidente que todos los que estaban a bordo sabían algo y que nadie iba a decírselo. Ni siquiera el gesto de Maturin traslucía nada. Tenía que tomar una decisión él solo y enseguida. Había que capturar a los desertores, porque eso servía de ejemplo, pero este caso era especial. Tardarían una semana en registrar la isla, pues tenía numerosas cuevas y valles, y eso significaría perder una semana cuando posiblemente el enemigo estaba cerca. Mientras Jack pensaba en todo esto, tuvo la tentación de preguntar: «¿El condestable no dijo si les persiguió y trató de recuperar a su esposa?», pero se dio cuenta de que la respuesta estaba implícita en lo que le había contado Mowett, así que la pregunta era absurda. Ahora tenía la mente clara y ordenó:

Leven el ancla. Nos ocuparemos de castigar la deserción más tarde, si es posible. Adelante, señor Maitland.

¡Arriba! —gritó Maitland, y enseguida los marineros subieron a las vergas—. ¡Suelten los tomadores! —añadió, y los marineros soltaron los tomadores y sujetaron las velas con sus brazos—. ¡Largar las velas! ¡Cazar las escotas!

Las velas se extendieron. La guardia de babor cazó las escotas del velacho, la de estribor cazó las de la gavia mayor y los grumetes y los desocupados cazaron las de la mesana. Después, un poco antes de que dieran la orden, tiraron de las drizas, subieron las vergas, desplegaron las sobrejuanetes y orientaron las velas para tomar el viento. Entonces la
Surprise
se acercó despacio hacia donde estaba el ancla y los marineros la recogieron sin apenas detener su movimiento y corrieron al cabrestante y enrollaron la cadena. Los marineros realizaron todos esos movimientos sin pensar en ellos, ya que tenían mucha práctica en hacerlos, pero en silencio, sin los gritos de alegría que solían dar cuando zarpaban deprisa y tenían muchas posibilidades de entablar un combate al cabo de poco tiempo. La mayoría de ellos vieron al condestable subir a bordo y notaron que tenía la cara pálida y la ropa salpicada de sangre. Algunos habían oído lo que había informado al oficial de guardia y su voz les pareció inhumana, y los tripulantes del chinchorro le vieron arrodillarse a la orilla del mar y lavarse las manos y la cabeza.

Cuando la fragata se alejó considerablemente de la costa, los tripulantes largaron las alas arriba y abajo y el capitán estableció un rumbo que le permitiera interceptar el barco desconocido. Blakeney había determinado cuidadosamente su posición y había observado que navegaba con las velas amuradas a babor, ligeramente escorado y con las mayores y las gavias desplegadas. La
Surprise
navegaba a ocho nudos y Jack esperaba avistar el desconocido al atardecer, y después arriar todas las velas excepto la de estay hasta que cayera la noche y vigilar el horizonte para acercarse a él navegando a toda vela al amanecer.

Desde la cruceta del palo mayor observó el mar a su alrededor por el telescopio, describiendo un arco de veinte grados desde el grátil de estribor de la juanete de proa, y debajo de él, en la cofa del trinquete, oyó que algunos marineros que ignoraban que estaba allí murmuraban algo. Estaban disgustados, más disgustados de lo que normalmente habrían estado por el hecho de que un ayudante de oficial de derrota se quedara con la esposa de un condestable en una isla agradable y de clima cálido. Volvió a ver ballenas, una enorme cantidad de ballenas que echaban chorros de agua y abarcaban una milla de mar aproximadamente. Era la primera vez que veía tantas juntas, casi doscientas.

Sangre inocente bajo el sol —dijo alguien en la cofa, y Jack reconoció a Vincent, el ayudante de un predicador del oeste de Inglaterra.

No era sangre inocente —dijo otro, que parecía ser Phelps.

Más allá de las ballenas, Jack vio algo brillante que no era un chorro de agua. Enfocó el telescopio y pudo ver el barco desconocido, que seguía su rumbo. Todavía no se veía el casco, pero allí estaba. Entonces bajó la cabeza, miró hacia la cubierta y gritó, aunque no muy alto, como si tuviera miedo de que le oyera el distante barco.

¡Cubierta! ¡Arriar las sobrejuanetes!

Descendió despacio, dio las órdenes para que la
Surprise
siguiese un rumbo paralelo al del desconocido sin ser vista por él y se fue a su cabina. Conocía bien su fragata y a sus tripulantes y, a pesar de que pasaba mucho tiempo aislado, sabía cuál era la atmósfera a bordo. Por eso, su interés por que llegara la mañana había disminuido. Naturalmente, eso no le impidió tomar las medidas pertinentes, y calculó cuidadosamente un rumbo junto con el oficial de derrota y mandó poner faroles con portezuelas antes de que oscureciera para que no se viera ninguna luz a bordo. Media hora antes de ponerse el sol, la fragata movió la proa 60° hacia el norte y, gracias al fuerte viento, aumentó la velocidad hasta siete nudos, aunque podía alcanzar dos nudos más si desplegaba más velamen. Jack dijo a Mowett:

Sería cruel molestar al pobre Horner esta tarde. Vamos a tratarle como si estuviera enfermo y llamar a su ayudante de más antigüedad. Es Wilkins, ¿no? Es un hombre fiable. Estoy seguro de que los cañones se encuentran en buenas condiciones, pero será necesario llenar más cartuchos, porque tal vez mañana tengamos suerte.

Mientras la fragata avanzaba a velocidad constante por la noche sin luna, cabeceando con fuerza entre las olas, en la cabina se oía continuamente el murmullo de la jarcia entrelazado con el rumor de las olas al pasar por los costados, y Jack añadió más cosas a la carta serial que escribía a Sophie:

Aunque un capitán está casado con su barco, le pasa lo mismo que a muchos esposos, que es el último en enterarse de algunas cosas que ocurren a su alrededor. Aquí pasa algo más de lo que se nota, de lo que yo noto. Los tripulantes están asombrados y apenados, y eso no se debe solamente a lo que dicen que ocurrió: la esposa de un oficial asimilado le dejó y se quedó con un ayudante de oficial de derrota en una isla española. Detesto a los soplones y no me fío de ellos, y los capitanes que les escuchan no me merecen muy buena opinión, y mucho menos los que les animan; y aunque estoy seguro de que Mowett, Killick y Bonden (por nombrar sólo tres de los marineros que navegan conmigo desde tiempos inmemoriales) saben muy bien lo que ocurre, también estoy seguro de que ninguno me lo dirá sin que yo se lo pregunte, y yo no se lo preguntaré. Sólo hay un hombre con quien podría hablar como a un amigo, y ese hombre es Stephen, pero no sé si me lo dirá.

Entonces hizo una larga, larga pausa y luego gritó:

¡Killick! ¡Killick! Presenta mis respetos al doctor y dile que si quiere tocar música yo estoy preparado para acompañarle.

Sacó su violín del estuche y empezó a afinarlo, y se oyeron sonidos metálicos, chirridos y crujidos que formaron un curioso conjunto y le hicieron pensar en otra cosa.

Tocaron el viejo Concierto en re menor de Scarlatti; algunas variaciones de un tema de Haydn que habían interpretado muchas veces e improvisaron algunas melodías, pero ninguno tenía muchos ánimos para tocar, y cuando Killick entró con el vino y las galletas, Jack dijo:

Tenemos que acostarnos pronto, pues es posible que nos encontremos con la
Norfolk
mañana. No es probable, pero es posible. Sin embargo, antes que nos acostemos quisiera preguntarte algo. Tal vez creas que no es una pregunta apropiada, y no me molestaré si no quieres responderla. ¿Qué piensas de la deserción de ese hombre?

Mira, amigo mío —respondió Stephen—, no es correcto preguntar al cirujano de un barco por los tripulantes, porque casi todos han sido sus pacientes en algún momento; y al igual que un pastor no puede revelar lo que los penitentes confiesan, un médico no puede hablar de lo que ocurre a sus enfermos. No voy a decirte lo que pienso de su deserción ni de las personas relacionadas con él, pero si quieres te contaré lo que piensa la mayoría de los marineros, aunque no puedo decirte si es falso o verdadero ni expresaré mi opinión acerca de ello ni añadiré ningún detalle que sepa.

Por favor, dímelo, Stephen.

La mayoría de los marineros suponen que Hollom era amante de la señora Horner desde hace bastante tiempo, y que Horner lo descubrió hace más o menos una semana…

Eso es suficiente para hacer que un hombre se vuelva loco —dijo Jack.

… y cuando bajaron a la isla aprovechó la ocasión para llevarlos a un lugar recóndito con el pretexto de hablar con ellos privadamente y allí les golpeó hasta matarles. Es muy fuerte y, además, llevaba una porra. Los marineros dicen que llevó sus cuerpos al acantilado y los arrojó desde allí. Están apenados por lo que ocurrió a la señora Horner, porque era muy joven y bondadosa y nunca se quejaba de nada, y hasta cierto punto lamentan lo que le sucedió a Hollom, pero lamentan aún más que haya subido a bordo, porque era un hombre que traía mala suerte. Sin embargo, creen que Horner no podía soportar una provocación así, y aunque no le tienen simpatía, piensan que tenía derecho a hacer eso.

Es lógico que piensen así —dijo Jack—. Y puesto que conozco cómo son las cosas en la Armada, sé que no le delatarán. Sé que será inútil hacer una investigación, pues nadie presentará pruebas contra él. Gracias, Stephen. Eso es lo que quería saber. Si fuese un poco más perspicaz, no tendría que preguntar. Tendré que aceptar la situación como aparentemente es y escribir una D junto al nombre de Hollom y mirar a Horner con naturalidad, si es posible.

BOOK: La costa más lejana del mundo
3.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Love Is Red by Sophie Jaff
Riders on the Storm by Ed Gorman
Venture Forward by Kristen Luciani
Driftwood Lane by Denise Hunter
Fire & Ice by Alice Brown, Lady V
I Want To Be Yours by Mortier, D.M.