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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

La costa más lejana del mundo (29 page)

BOOK: La costa más lejana del mundo
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Carguen la trinquete y echen la sonda al agua —ordenó.

Minutos después empezó el rito de medir la profundidad del mar. Desde la proa cayó al agua el plomo y a continuación se oyó el grito: «¡Cuidado, cuidado!», que repitieron uno tras otro los marineros que estaban en el costado a la vez que soltaban el cabo que tenían agarrado, hasta que sólo se quedó sujetándolo el piloto, que estaba en el pescante de popa, que comunicó la medida de la profundidad al guardiamarina de guardia y luego dijo: «Preparado». Y enseguida volvió a empezar la operación.

¡Basta! —gritó Jack cuando sonaron las ocho campanadas, justo a medianoche, y un grupo de sonrosados y soñolientos marineros y el oficial de derrota relevaron a los hombres que estaban de guardia—. Buenas noches, señor Maitland. Señor Allen, creo que deberíamos acercarnos al cabo Saint John, ya que la profundidad es de más de cien brazas, aunque es posible que disminuya un poco. ¿Qué le parece?

Bueno, señor —respondió el oficial de derrota—, creo que debemos seguir sondeando hasta donde la profundidad sea de noventa brazas y el fondo esté cubierto de conchas blancas.

Una campanada. Dos campanadas. Luego se oyó:

¡Noventa brazas y el fondo cubierto de arena y conchas blancas! —dijo el piloto, acercando la sonda al farol.

Entonces Jack ordenó orzar y sintió un gran alivio porque la
Surprise
iba a apartarse de aquella horrible costa a sotavento, aunque seguiría navegando hacia el sur, y, por tanto, él podría irse abajo y dormir tranquilamente. Regresó a la cubierta cuando aparecieron las primeras luces. Era un día claro y el viento era fuerte y llegaba en ráfagas, pero no se avistaba tierra. El oficial de derrota, que había estado encargado de la guardia de media, debería estar durmiendo; pero no lo estaba, y Jack y él determinaron un rumbo para doblar el cabo de Hornos a poca distancia de la costa, sólo a la suficiente para tener seguridad y, al mismo tiempo, aprovechar los vientos favorables que soplaban cerca de la costa, pero que eran variables, y a veces venían del norte y otras del noreste.

Todavía disfrutaban de ellos cuando los invitados de Jack se comieron el último queso que le quedaba, bajo la mirada de reproche de Killick y de su ayudante negro como el carbón, en el cual parecía muy extraña pues en su cara siempre había una blanca sonrisa. La comida no fue agradable, porque las circunstancias que la rodeaban no permitieron que se desarrollara en una atmósfera franca y alegre, y, además, el Jack Aubrey simpático y conversador que sus amigos conocían era muy diferente del capitán Aubrey vestido con su espléndido uniforme que había recibido a los dos jóvenes invitados norteamericanos (mucho más distintos de lo que había imaginado) y que tenía un aspecto imponente y una expresión muy seria que había aprendido a poner después de ejercer la autoridad durante tantos años. Por tanto, Jack sintió un gran alivio, que disimuló muy bien, cuando todos se separaron y sus compañeros fueron con él a pasear por el alcázar y los prisioneros se fueron con Mowett y Martin a la cámara de oficiales.

En el alcázar Jack comprobó que la
Surprise
seguía su rumbo, aunque por el aspecto del cielo le parecía que no podría seguirlo durante mucho más tiempo. El oficial de derrota también estaba en la cubierta y de vez en cuando miraba el horizonte por el telescopio desde la amura de estribor hasta la altura de la crujía de la fragata. Junto a él había otros hombres que hacían lo mismo, pues había corrido el rumor de que podría verse el cabo de Hornos si el cielo estaba despejado. Eso era cierto, y cuando Jack había caminado varias veces de un lado a otro del alcázar, que medía diecisiete yardas de longitud, y apenas había recorrido tres estadios
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de las tres millas que Stephen le había recomendado que caminara (debido a su obesidad), el serviola gritó que avistaba tierra. Maitland, Howard y los mejores guardiamarinas subieron a la cofa del mayor para verla, y poco después todos los demás pudieron verla desde la cubierta. Se veía una oscura franja de tierra no muy grande, aunque, en realidad, la que formaba aquel inhóspito extremo del mundo lo era, y en ella se veían los blancos destellos de las olas que rompían en la orilla y hacían saltar la espuma hasta lo alto del acantilado. Subieron a la cubierta muchas más personas, entre ellas el doctor y el pastor, y Jack, al ver a ambos, movió la cabeza pensando: «¡Pobrecillos, parecen marineros de agua dulce!». Entonces les llamó, les aseguró que aquel era el cabo de Hornos y les prestó el telescopio para que lo miraran. A Martin le encantó verlo, y mientras contemplaba el peligroso acantilado que la espuma cubría hasta una altura increíble, dijo:

Así que esas olas que rompen y esa espuma pertenecen al Pacífico.

Algunos le llaman el Gran Mar del sur y le llaman Pacífico a partir del paralelo cuarenta —dijo Jack—, pero es el mismo mar.

De todos modos, señor, más allá de este punto están los confines del mundo y hay otro océano y otro hemisferio. ¡Qué maravilla!

¿Por qué todos tienen tanto interés en doblar el cabo hoy? —inquirió Stephen.

Porque temen que el tiempo cambie —respondió Jack—. En esta zona sopla el viento del oeste, como podrás recordar ya que viajamos por aquí en el
Leopard
, pero si la
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logra doblar el cabo de Hornos, contornear las islas Ramírez y avanzar unos cuantos grados más con rapidez, el viento del oeste, si quiere, puede soplar con tanta intensidad que arranque los cañones, porque la fragata ya estará del otro lado del cabo y podrá refugiarse en la costa de Chile. Pero antes de que la fragata doble el cabo, es posible que sople el viento del suroeste o el del oeste con gran intensidad y nos impida avanzar. Lo que más tememos ahora es el viento del suroeste.

El sol se ocultó tras un banco de nubes de color púrpura y el viento se encalmó. Antes de que soplara otro viento, la corriente del cabo de Hornos arrastró la fragata a una considerable distancia al este, y al principio de la guardia de prima el viento vino aullando del sursuroeste. El viento no dejó de aullar durante varios días e incluso semanas. A veces soplaba tan fuerte que los mástiles parecían correr peligro y nunca dejó de tener una intensidad que en otras ocasiones seria considerada extraordinaria, aunque, en este caso, pronto fue juzgada normal. Durante los tres primeros días, Jack luchó con todas sus fuerzas por que la fragata siguiera navegando hacia el suroeste en contra del viento hasta los sesenta grados de longitud, mientras todos temblaban porque el hielo cubría la cubierta y toda la jarcia, incluidas las vergas, las velas, los cabos y los motones, y porque la espuma que llegaba hasta ellos era extremadamente fría. Quería que siguiera ese rumbo, a pesar de que había peligro de que chocara con algún iceberg durante la noche, porque tenía la esperanza de que mucho más al sur el viento cambiaría. El viento cambió, pero arreció y roló al oeste, y a causa de ello, las enormes olas que se movían hacia el este aumentaron mucho más, y entre sus blancas crestas, separadas un cuarto de milla, el mar verde grisáceo formaba profundos senos. Lo único que la fragata podía hacer era estar en facha, y un día, un día espantoso en que la superficie del mar se había convertido en un conjunto de gigantescas olas y profundos senos y el aire estaba casi saturado de espuma, tuvo que dejarse arrastrar por el viento y retrocedió buena parte de la distancia que había recorrido. Por cada horrible hora de retroceso de la
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, sus tripulantes tendrían que trabajar duramente un día para hacerla avanzar hacia el oeste la distancia que había retrocedido, y aunque la fragata y la mayoría de sus tripulantes estaban acostumbrados a navegar entre las enormes olas de las altas latitudes del sur (sobre todo de la zona de los cuarenta grados, que era muy peligrosa, y de la de los cincuenta grados, que lo era aún más), nunca habían navegado contra el viento por allí y ni siquiera lo habían intentado. Las olas eran tan grandes que cuando la fragata las atravesaba navegaba como un esquife, pues a pesar de que tenía cuarenta yardas de longitud no podía avanzar ni dos entre ellas, y cabeceaba violentamente y a veces se movía en zigzag.

Como consecuencia de eso el doctor Maturin casi pierde la vida. Cuando el doctor iba a irse abajo, en contra de su voluntad porque había nada menos que siete albatros revoloteando alrededor de la fragata, vio al gato del contramaestre relamiéndose en el segundo escalón, y el gato, que sabía que no le iban a matar de hambre ni le iban a maltratar ni le iban a tirar por la borda, ya no se mostraba afectuoso con nadie, le miró despectivamente y siguió lamiéndose.

Éste es el gato más arrogante que he conocido —dijo Stephen en tono malhumorado, levantando el pie para pasar por encima de él.

Pero en ese momento el gato saltó hacia un lado y la
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desvió la proa para atravesar una gigantesca ola verde y, debido a eso, Stephen perdió el equilibrio y cayó hacia delante. Desgraciadamente, un enjaretado de la siguiente cubierta estaba abierto, y Stephen pasó por él y cayó sobre un montón de carbón que iba a usarse para las estufas colgantes.

No se rompió ningún hueso, pero se magulló de pies a cabeza, se dio innumerables golpes y se llenó de cardenales.

Eso ocurrió un día desgraciado, pues esa misma tarde, en un período de calma entre dos chubascos cuyas gotas cayeron horizontalmente con tanta fuerza que parecían perdigones, cuando Jack ordenó aferrar la gavia mayor y el velacho y todos los marineros subieron a la cubierta para mover los chafaldetes, los brioles y las escotas a la vez, se rompieron todos los chafaldetes y los brioles casi al mismo tiempo. Entonces, como las escotas estaban flojas, las velas se desprendieron de las relingas y la vela mayor gualdrapeó con tanta violencia que el tope del palo mayor se habría desprendido si no hubiera sido porque Mowett, el contramaestre, Bonden, Warley, el encargado de la cofa del mayor, y tres de sus hombres, subieron a la jarcia y se deslizaron por la verga cubierta de hielo y cortaron la vela justo junto a los rizos. Pero cuando Warley se encontraba apoyado en el marchapié del peñol de sotavento, el marchapié se rompió, él se cayó fuera de la borda y enseguida desapareció entre las agitadas aguas. En ese momento el velacho se rompió en pedazos y la vela mayor se desprendió y empezó a romperse dando golpes a derecha e izquierda con estrépito. Los marineros quitaron la verga mayor haciendo un gran esfuerzo, un esfuerzo casi sobrehumano, a menudo con el agua a la altura de la cintura; luego también quitaron la verga trinquete y aseguraron a las botavaras las lanchas, que estaban a punto de soltarse; la
Surprise
siguió navegando solamente con la vela mesana. Al final los marineros lograron mantenerla a flote y al poco tiempo empezaron a anudar y a ayustar la dañada jarcia y llevaron a sus compañeros heridos abajo.

Jack bajó a la enfermería en cuanto la fragata tuvo los aparejos colocados lo más adecuadamente posible.

¿Cómo está Jenkins? —preguntó.

No creo que sobreviva —respondió—, porque toda la caja torácica… Y probablemente Rogers pierda el brazo. ¿Qué es eso? —preguntó, señalando la mano de Jack, que estaba envuelta en un pañuelo.

Se me partieron algunas uñas, pero no me di cuenta cuando ocurrió.

Desde el punto de vista de la navegación, las cosas mejoraban cuando ocurría algo así, pues si los marineros trabajaban incansablemente, la fragata podría avanzar; y aunque el viento del oeste se entabló, durante varios días pudieron dar bordadas en vez de tener que virar en redondo y recuperar la gran distancia que la corriente y el viento les forzaba a retroceder. Pero desde el punto de vista sanitario, las cosas no mejoraban, pues los marineros tenían siempre la ropa mojada y mucho frío y, además, estaban deprimidos. Stephen estaba preocupado porque había visto los primeros signos de escorbuto en algunos de ellos y sólo tenía a bordo zumo de lima, no de limón, que era más efectivo, y sospechaba que el zumo de lima estaba adulterado. Atendió a los pacientes, amputó el brazo a Rogers con éxito y luego atendió a otros enfermos que llegaron, y aunque Martin, Pratt (un ayudante que era un buen hombre, y un pederasta) y la señora Lamb le ayudaron mucho (Higgins le ayudó menos), tuvo que trabajar muy duro. Durante ese tiempo vio pocas veces a Jack, que casi siempre estaba en la cubierta o durmiendo, y se sorprendió al darse cuenta de que echaba de menos las modestas comidas de la cámara de oficiales. Las comidas eran modestas porque ya habían muerto todos los animales vivos excepto
Aspasia
, que era inmortal, y se habían terminado o destruido todas las provisiones que eran propiedad de los oficiales; así que ahora consistían en las raciones que les daba la Armada, que todos comían con rapidez y sin muchas ganas, y a veces, cuando no se podía encender el fuego en la cocina, se reducían a galletas y finas lonchas de carne de vaca salada cruda. Había trabajado duro mientras pensaba con tristeza en Diana, y a veces tenía el presentimiento de que algo malo iba a ocurrir entre ellos y sufría pesadillas. Afortunadamente, tenía hojas de coca, esa virtuosa hierba, que mascaba durante el día para poder trabajar sin parar y no sentir hambre, y también láudano, que tomaba por la noche para que la oscuridad fuera realmente un refugio para él. Pasaba buena parte del día con la señora Horner. Eso lo hacía al principio de la enfermedad porque era necesario examinarla casi cada hora, pero después se había convertido en algo habitual, en parte porque el condestable tenía una silla colgante tejida con cabos, que era el único asiento en toda la fragata donde a Stephen no le dolían los huesos del cuerpo y los miembros llenos de cardenales, y en parte porque le había tomado afecto. Había pocas cosas que admirara más en una mujer que la valentía, y ella tenía mucha, y, además, entereza. Era una mujer que no sentía lástima de sí misma ni se quejaba, aunque algunas veces se le escapaba un gruñido cuando el dolor era muy agudo.

Ella se franqueó con él enseguida. Le contó que amaba a Hollom, que iba a huir con él, que ambos abrirían una escuela de náutica y matemáticas en la que ella cocinaría, lavaría y zurciría la ropa, como hacía con la de los guardiamarinas. Al principio Stephen creía que ella murmuraba esas cosas a causa de que la fiebre era muy alta, y por eso dejó que hablara cuanto quisiera, pero le repetía con dulzura que se calmara. Más tarde comprendió que no era así y, en tono autoritario, le prohibió que hablara de ello porque le perjudicaba hacerlo, pero comprendió que ella se había percatado de que él sentía afecto por ella y sus duras palabras no tuvieron efecto.

BOOK: La costa más lejana del mundo
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