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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (30 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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—Yo vi dos serpientes —dije—. Una casi me pica.

—Construimos otra trampa para hombres. Tú no sabes dónde está. Te caerás y te matarás, Charlie.

—Duérmete ya, guarro.

Más tarde, a través de la pared de bambú, oí a Madre consolando a Padre. Su voz era tan dulce que, al principio, pensé que hablaba con April o con Clover. Pero hablaba del hielo, y de la barca y de cuánto trabajaba él. Dijo que todo era extraordinario. Estaba orgullosa de él, y todo lo demás no importaba.

Padre no le llevaba la contraria.

—No era lo que yo esperaba —dijo—. Yo no quería eso. Me rezaron, Madre.

—Me gustaría ir río arriba algún día —dijo Madre.

—Iremos. No es como crees. No te gustará. Es malo, pero en la forma más desesperante. Bueno, supongo que estarán bien, el hielo les servirá de algo. Pero ¿qué puede uno hacer con gente que ya ha sido corrompida? Me saca de mis casillas.

Pasaron dos semanas antes de que regresáramos a Sevilla, y, en esas dos semanas, los niños pasamos más tiempo en El Acre, en nuestro pequeño campamento con su estanque. Me encantaba pensar que nuestro campamento era más robusto que todo lo de Sevilla. Tejíamos hamacas con enredaderas verdes. Comíamos cebollas silvestres. Las hamacas nos daban sarpullidos y las cebollas calambres. Un día salió un perro de agua del estanque y lo ojeamos hasta una de las trampas y lo matamos a palos. Después lo cortamos en pedazos y secamos las tiras de carne en un trípode, al estilo zambu. Pero, al día siguiente, habían desaparecido. Peewee dijo que se las había comido un monstruo, pero yo supuse que debió ser un animal, porque el trípode no era lo bastante alto.

Cogíamos bayas, algunas eran para comer, otras para ahuyentar a los mosquitos frotándolas sobre la piel y dejando que el jugo se secara. Alice Maywit nos mostró un manojo de bayas color púrpura y dijo:

—Estas son veneno.

—No te creo —dijo Clover—. Tú siempre tienes miedo de todo. Apuesto a que son moras o algo así.

—¿Quieres probar una, niña? —dijo Drainy, enseñándole sus dientes doblaalambres.

Dio la impresión de que Clover estaba dispuesta a probar, simplemente por ostentación y para demostrar que tenía razón, pero le di un buen puñetazo y le dije que ni se acercara a ellas.

—¡No hay que pegar! —dijo—. Es la regla, lo dice Papá.

—Esto no es Jerónimo —dije yo—. Esto es nuestro Acre y tenemos nuestras propias reglas.

Eso era lo mejor de El Acre, que podíamos hacer lo que nos viniera en gana. Teníamos dinero, escuela y religión, y trampas y veneno. No había inventos ni máquinas. Teníamos secretos, hasta sabíamos el verdadero nombre de los Maywit. Podíamos jugar a escolares o vivir como zambus. Aquel día constituyó un buen ejemplo. Drainy sugirió que nos quitáramos toda la ropa, y se bajó los pantalones para demostrar que lo decía en serio, Peewee hizo entonces otro tanto, y también Clover y los demás. Alice se sacó el vestido por encima de la cabeza y dejó caer las bragas y yo me quité mis pantalones cortos. Los ocho nos quedamos inmóviles, completamente desnudos, riendo como tontos, hasta que me dio tanta vergüenza que me zambullí en el estanque fingiendo ganas de nadar, mientras los otros comparaban sus cuerpos y danzaban libremente.

Alice se acercó al borde del estanque.

—¿Has visto alguna vez una almeja?

Se arrodilló con las piernas abiertas y se apretó las negras arrugas con los dedos y por un momento pensé que me ahogaba.

—¿Qué es eso? —cerró las piernas y escuchó.

Yo no oía más que los ruidos habituales. Alice dijo que oía tábanos. Vio que se acercaba uno y lo miró serenamente y se quedó muy preocupada. Dijo que significaba que había extraños en los alrededores.

Nos vestimos rápidamente y salimos del campamento por el sendero del río. Unos minutos después, vimos canoas. Alice dijo que eran indios. Lo había sabido por el tábano. Las canoas eran piraguas viejas y encharcadas, y los remeros se parecían a la gente de Sevilla, brazos flacos asomando entre harapos, pajas rotas en el pelo lanudo.

—Quieren espiarnos —dijo Jerry.

Pero no podían ver que les observábamos. Habíamos sido más listos que ellos, y nos reímos en voz baja —incluso April, que por lo general tenía miedo de todo— viéndoles esforzarse por remontar la corriente en sus viejas canoas.

—Vienen de Jerónimo —dijo Clover.

—¡Menos mal que no nos han visto desnudos! —dijo Drainy.

—Nunca encontrarán nuestro campamento —dije yo—. Nadie encontrará jamás El Acre.

Me agradaba disponer de un lugar seguro en la jungla. Y ahora, después de ver Sevilla, sabía que nuestro campamento estaba bien ordenado, mejor que los poblados construidos por la verdadera gente de la jungla.

En Jerónimo mencionamos las canoas. Nadie las había visto.

—¡Quizá hambrones! ¡Quizá dobles! —dijo Padre, tratando de asustar a los Maywit.

La mañana en que Padre dijo que íbamos otra vez a Sevilla, Mr. Peaselee, que estaba de guardia en el fogón, dejó que el fuego de «Niño Gordo» se apagara. El hielo se derritió.

—Puede que tengamos que suspender el viaje —dijo Padre—. ¡Todo el mundo a la Galería!

Nos soltó un sermón sobre la responsabilidad y las buenas costumbres. ¿Creíamos que «Niño Gordo» podía vivir sin cuidados y atenciones? «Niño Gordo» era cariñoso porque lo cuidábamos, pero, si lo descuidábamos, podía volverse peligroso. Si no cumplíamos con nuestro deber, reventaría y se vengaría matándonos a todos.

—¡Está lleno de veneno! —dijo.

Cuando se hubo alimentado de nuevo a «Niño Gordo» y el hielo estaba listo y empaquetado, oí a Padre decir.

—No puedes dejar de vigilar a esta gente ni un minuto.

—Eso exactamente solía decir Polski —dijo Madre.

—No me compares con ese pavo.

—Te estás amargando, Allie.

—Veneno —dijo Padre—. Hidrógeno y amoniaco enriquecido... treinta pies cúbicos de cada uno de ellos. También tú te amargarías si supieras lo peligroso que es.

—Voy a buscar la comida —dijo Madre, alejándose.

Padre observó que escuchaba.

—Yo soy el único que se ocupa aquí de todo. ¿Por qué, Charlie? Dímelo tú.

Pensé que ciertamente sonaba a Polski.

Partimos hacia Sevilla. La familia Fox, nadie más. Padre pedaleaba, hablando sin parar.

—No creáis que esto me gusta —dijo—. Lo que menos me apetece del mundo es volver a Sevilla. Antes volvería a Hatfield. Pero estamos obligados. No podemos abandonarles después de llevarles un cargamento. Pensé que podíamos inspirarles, ayudarles, refrigerar su pescado y darles tiempo para trabajar la tierra... hacer todo lo que el hielo te permite hacer. De eso se trata en definitiva, ¿no es así? Darles el beneficio de nuestra experiencia. Pero ya sé qué harán con el hielo: lo cortarán en cubitos y lo echarán en sus vasos de Coca-Cola y enloquecerán como todos los demás.

—No me comentaste lo de la Coca-Cola —dijo Madre.

—Dales tiempo.

Llegamos a Sevilla en menos de tres horas. Padre pedaleaba con furia gritando que iba a abrir un canal en la jungla con dinamita y a dragar los jacintos del río. En su mal humor imaginaba grandiosos proyectos. Al llegar a las caobas, nos recibieron cinco sevillanos; aparecieron entre las espinacas y las hierbas y nos sorprendieron. Dijeron que nos habían visto en el río. Pero nosotros no les habíamos visto. Danzaron alrededor de Madre, advirtiéndole que tuviera cuidado.

—La otra vez no nos recibieron así —dijo Padre.

—Creo que pretenden que les sigamos —dijo Madre.

Como en la primera ocasión, yo pasé primero, pateando los tablones para espantar las serpientes. Jerry iba detrás de mí, mirando preocupado a ambos lados.

—¿Qué es eso? —dijo.

—La otra vez no estaba ahí —dijo Clover.

En el claro de Sevilla había una caja de madera, tan alta como yo, y de lejos se parecía a «Niño Gordo». Era más pequeña, en cierto modo parecida a la «Bañera de Gusanos». Tenía chimenea y fogón. Había varias mujeres en cuclillas a su alrededor, alimentando el fuego. Aquello le gustó a Padre.

—A lo mejor hemos conseguido inspirarles —dijo. Habló a grandes voces al jefe, quien esperaba para darnos la bienvenida—. ¿Qué tienen ahí? —preguntó Padre—. Me resulta familiar.

Se encaminó directamente a la cosa, mientras la gente de Sevilla se agrupaba en derredor.

—¡Jielo! —dijo el jefe.

Padre abrió la puerta, pero los goznes de enredadera medio rota eran tan frágiles que la puerta se cayó. Una esquina se prendió al pegar contra el fogón. Padre apagó el fuego a pisotones. Miramos dentro. Estaba vacía.

—¿Qué demonios significa esto? —dijo Padre.

Habían hecho una copia de «Niño Gordo». Pero, dijo Padre, ¿de qué les servía? Naturalmente, no funcionaba. No servía más que para cocer huevos o prenderse uno fuego.

—¿Quién les ha metido esta idea idiota en la cabeza?

Sonrieron. Trataban la caja con cierta deferencia y pidieron a Padre que les guiara en el cántico de himnos frente a ella. Al oírlo, Padre montó en cólera. Empezó a destilar su olor de rabia. El jefe trató de regalar a Padre el perrito cojo, pero Padre dijo que ya tenía suficientes animales enfermos, y gente enferma también. Así que descargamos el hielo y, sin siquiera desenvolverlo, regresamos al
Carámbano
. «Espero que estés satisfecha», dijo a Madre. También dijo que no pensaba volver a Sevilla en su vida.

—No he venido aquí a dar a la gente falsos ídolos que venerar —dijo.

Pero el ídolo estaba allí, a la vista de todos, hecho de tablones alabeados y sujeto con lianas.

—Esto es realmente el problema —dijo Padre—. Ninguna tecnología suficientemente avanzada se distingue de la magia.

16

—¿Para qué
sirve
el hielo? —había preguntado el pequeño León Maywit.

Pero a Padre no le molestaba que los niños pequeños le hicieran preguntas tontas.

—Es fundamentalmente un preventor —respondió—. Mantiene la comida fresca, y así te defiende de la inanición y la enfermedad. Mata los gérmenes, suprime el dolor y hace bajar las inflamaciones. Hace que todo cuanto toca sepa mejor sin alterarlo químicamente. Hace que los vegetales sean crujientes y que la carne dure eternamente. Mira, es también anestésico. Yo podría sacarte el apéndice con una navaja si tuviera un bloque de hielo para calmar tus nervios y hacer que tu cabeza se olvidara de la carnicería. La naturaleza no lo produce en la Costa de los Mosquitos. Y, por tanto, éste es el principio de la perfección en un mundo imperfecto. Antes, lo transportaban en barco desde las latitudes septentrionales, igual que llevaban el oro y las especias...

Estábamos en la Galerías, todos nosotros, los Fox, los Maywit, los zambus, la Señora Flora Kennywick y los demás: una de las reuniones organizadas por Padre a la hora de la cena. Padre apuntó con el muñón del dedo hacia las montañas que se alzaban detrás de «Niño Gordo».

—Eso es lo siguiente. Territorio indio. Vamos a llevarles una tonelada.

La gente más nueva miró el dedo, no las montañas, y justo cuando dijo «Tonelada» se produjo un temblor de tierra y casi se les salen los ojos de las órbitas.

Fue un bamboleo silencioso, una semiondulación que hizo vibrar la Galería. Fueron veinte segundos de rotación, como la caída de la cubierta de una embarcación. Nada se cayó, pero se oyó un alarido humano procedente del bosque y un ladrido preocupado y sin aliento del lado del río. Tuve la impresión de que se había movido todo menos nosotros. La piel del mundo se había arrugado, dando un pequeño resbalón. Eso fue la primera vacilación temblorosa, pero las sacudidas y la calma intermitentes duraron un minuto entero.

Padre resopló ruidosamente y exclamó: «¡Rediez!».

—Oh, Dios mío, ¿qué vamos a hacer, Roper? —dijo la Señora Maywit, y ella y la Señora Kennywick se pusieron rápidamente a rezar.

Al oír «Roper», miré a Mr. Maywit. Se cubrió el rostro con las manos y sollozó. «¡No importa!» La tensión pasó. Creo que fui el único en oírlo.

—Recen, si se empeñan —dijo Padre—, pero preferiría que me escucharan.

Todos menos nosotros pusieron cara de preocupación, como si temieran que apuntara otra vez a las montañas, provocando otro terremoto.

—Sólo estoy pensando en voz alta —dijo Padre—, pero si tuviera la ferretería adecuada, ¿saben lo que haría?

Madre sonrió al oírle. Supuse que pensaba que por qué había que hacer algo.

Desde donde estábamos sentados se veía claramente que Jerónimo era un éxito. Habíamos derrotado a los mosquitos, amansado el río, drenado el pantano y regado las huertas. Habíamos visto pasar el peor tiempo hondureño —las inundaciones de junio, el calor de septiembre— y nos habíamos sobrepuesto a una y otra cosa. Acabábamos de soportar un temblor de tierra... ¡no se había soltado una sola cosa! Estábamos organizados, dijo Padre. Nuestra agua de beber se purificaba en un destilador que dependía del fogón de «Niño Gordo». Teníamos la única fábrica de hielo de toda Mosquitia, la única de su especie del mundo, y la capacidad, dijo Padre, de fabricar un iceberg.

Allá abajo estaban los tallos del maíz, ocho pies y medio de altura y mazorcas de un pie de largo, «tan grandes que once de ellas hacen la docena». Teníamos fruta y verduras frescas y una incubadora (calor residual de «Niño Gordo») para empollar los huevos. «Control, ésa es la prueba de la civilización. Cualquiera puede hacer cualquier cosa una vez, pero mantenerla y repetirla, ésa es la verdadera prueba.» Cultivábamos arroz, el más difícil de los cultivos. Teníamos un sistema extraordinario de alcantarillado y aparatos de ducha. «¡Estamos limpios!» Una eficiente bomba propulsada por un molino de viento se superponía a la rueda hidráulica los días de fabricación de hielo. La mayor parte de los inventos se habían fabricado con materiales locales, y había tres edificios nuevos protegidos por las tejas de bambú de Padre. Teníamos gallinero y dos barcas en el embarcadero y los mejores retretes de toda Honduras. Jerónimo era una obra maestra de orden, lo que Padre llamaba «tecnología adecuada».

Producíamos más de lo que necesitábamos. Los peces sobrantes nadaban en un depósito que Padre llamaba la «Granja de Peces». Sus nombres eran siempre un poco más impresionantes que las cosas mismas. Cosechábamos más de lo que podíamos comer, pero el exceso no se vendía. Padre entregaba parte del mismo a otra gente, a cambio de trabajo, aunque jamás daba comida a mendigos. Prefería cortar el producto —por ejemplo las sandías—, sacar las semillas y secarlo. Lo entregaba a quien quisiera ayudarle. Siempre había cosas que hacer. Estaba decidido a enderezar el río y limpiarlo de jacintos. «Puede tomar una vida entera. Pero tengo una vida. ¡No voy a ningún lado!» Los trabajadores del río eran recompensados con bloques de hielo y sacos de semillas. «¡Híbridos! ¡Dondiego! ¡Maíz milagroso! ¡Fríjoles mágicos! ¡Tomates de sesenta días!»

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