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Authors: Paul Theroux

Tags: #Aventuras, Relato

La Costa de los Mosquitos (29 page)

BOOK: La Costa de los Mosquitos
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El poblado —si era un poblado— estaba desierto. Falto de gente, era como una corteza de campamento donde algunos viajeros —demasiado perezosos o demasiado holgazanes para levantar colgadizos bien hechos— habían cortado unos cuantos arbustos, encendido un fuego junto a una roca y pasado una noche incómoda antes de ponerse otra vez en marcha para morir en cualquier parte. La única señal de vida era un perrito enfermo que nos ladraba, protegido por un montón de desperdicios —peladuras de fruta y tallos de caña mascados—, sin intentar siquiera levantarse. Di al pobre animal hambriento el sándwich que me había embutido en el bolsillo a la hora de comer. Trató de morderme y después se comió el bocadillo. En el centro de las cinco chozas, todas hechas con manojos de hierba, había un hogar humeante y unas cuantas calabazas rotas. Ningún ser humano a la vista.

Pero habíamos visto caras donde pusimos los tablones.

—No les culpo por largarse de este sitio —dijo Mr. Haddy—. Lungley, lo que dices es verdad. Esto es una mierda —mientras hablaba, miraba a su alrededor y se mojaba los dientes.

—¿Por qué no volvernos a casa, Padre, a matar nuestros propios mosquitos?

Padre se estaba abanicando con su gorra de béisbol.

—No pueden andar muy lejos —dijo—. Probablemente en la autohamburguesería —levantó la vista y vio que Mr. Haddy se alejaba en dirección de los tablones.

—¿Alguno de ustedes desea un refresco?

Mr. Haddy se quedó tan tieso como si le hubieran clavado una flecha entre los hombros. Se volvió riendo, con una risa que parecía un estornudo.

—O quizá —dijo Padre, que se había agachado a recoger algo del suelo—, quizá están en el taller reparando sus linternas. Echen un vistazo a este supuesto bien de consumo duradero.

Era una pila de linterna arrugada, con la envoltura roñosa y abierta, y la pintura pelada y casi imposible de reconocer de aplastada que estaba. Parecía una salchicha vieja.

—¡Francis, me había dicho que eran salvajes!

El pobre zambu, quien probablemente no había visto una pila de linterna en su vida —las linternas estaban prohibidas en Jerónimo—, se limitó a sonreír a Padre, mostrando los dientes como un perro al oír un portazo.

—Claro que si usan estas chucherías, lo probable es que sean salvajes.

Nos sentamos y esperamos y observamos las hormiguitas.

—O a lo mejor están en la gasolinera, esperando para llenar el depósito con super-extra.

—No vi ninguna gasolinera por aquí —dijo Francis.

—No me estará tomando el pelo, ¿verdad?

Había indicios de que alguien vivía allí: camastros de paja en las chozas, moscas girando sobre la montañita de desperdicios y un trípode con un bebé requemado encima, o lo más parecido a ello, un mono tostado, con los dedos de los pies y las manos encogidos.

—¿Cómo hablaba usted con ellos la otra vez que estuvo aquí? —dijo Padre.

Francis abrió la boca y meneó su lengua azul.

—¿En qué idioma?

Francis no entendió a Padre. Dijo que él les hablaba y ellos le hablaban a él.

—Saben.

Era una explicación muy de Jerónimo. La gente hablaba inglés, español y criollo, pero no se daban cuenta cuándo pasaban de una lengua a otra. Daba la impresión de que simplemente mirando a alguien a la cara ya sabían qué lengua usar, y a veces las mezclaban todas, de forma que lo que salía sonaba a otro idioma. Yo mismo me había habituado. Podía hablar con todos, y a menudo no me daba cuenta de que no estaba hablando en inglés. Pero todos los de la Costa de los Mosquitos, fueran cuáles fueran su aspecto y la lengua que hablaran, decían que eran ingleses.

Paseando por el claro con Clover, Padre parecía un hombre conduciendo a su hija por el zoológico: impaciente y orgulloso, tomándose su tiempo y levantando la nariz. De pronto, oímos su voz estentórea al otro lado del hogar.

—Bueno, se acabó el juego. ¡Les estamos viendo! ¡Basta ya de esconderse! ¡Están perdiendo el tiempo! ¡Salgan de ahí, no vamos a hacerles daño! ¡Salgan de detrás de esos árboles!

Su voz resonaba en los estirados árboles y el elevado techo de la selva. Insistió varios minutos, chillando a los arbustos mientras los demás observábamos. Clover se asomaba a los helechos que Padre golpeaba con un palo. Se parecía a Tiny Polski espantando colines en Hatfield.

Lo asombroso fue que dio resultado. De pronto, vimos que estábamos rodeados de gente, más de veinte personas. Ocurrió mientras mirábamos, y aparecieron igual que habían desaparecido, sin el menor movimiento ni sonido. En determinado momento, Padre gritaba «¡Salgan de ahí!» y, un segundo después, la gente salía y él se lo gritaba a la cara. Nunca supimos si Padre los había visto o si sólo había fingido verlos.

Las mujeres llevaban unos vestidos harapientos y los hombres pantalones cortos. Pero la ropa no ocultaba su desnudez. Más parecía una evocación de vestido que una prenda que sirviera para tapar. Entre los rotos y desgarrones se veían sus partes íntimas. Y los niños —de la edad de Clover y de la mía— estaban completamente desnudos, lo que resultaba embarazoso.

—Almejas y percebes —dijo Mr. Haddy, sacando los dientes.

—No me parece que tengan tan mal aspecto —dijo Padre—. ¿Está usted seguro de que es aquí?

Francis dijo que era allí.

Esperábamos que Padre dijese hola. No lo hizo. Les dio la espalda como si les conociera desde hacía mucho tiempo y, hablando por encima del hombro, dijo:

—En marcha —se refería a ellos—. Síganme, tenemos trabajo.

Tres de los hombres —se parecían un poco a Francis, sólo que estaban más desnudos y tenían el pelo más greñudo— siguieron a Padre hasta los tablones.

—Ustedes, quédense aquí —nos dijo Padre—. Tranquilícense, preséntense, dense a conocer.

Se marchó caminando impaciente, espantando moscas con la gorra, y no tardamos en oírle patear los tablones para espantar a las serpientes. Los tres hombres le siguieron sin abrir la boca.

—Se siente como en casa en cualquier parte —dijo Clover.

Hablaba igual que Madre. La gente miró fijamente a Clover a través de la bruma del fuego del hogar. Sus rostros eran grises y borrosos, y sus harapos estaban quemados. Tenían las piernas manchadas de barro.

—Se... villa, sí señor —dijo Mr. Haddy—. ¡Menudo sperimento!

—Casi me muero aquí, Haddy —dijo Francis—. Dos veces. Ahora la gente nos miró a nosotros.

—¿Qué les hiciste a estos chicos, Lungley?

—No hice nada.

—¿Cómo les va?

—Mr. Haddy se dirigió a la gente.

Sacó los dientes y abrió la boca para escuchar. Nadie respondió.

—Deben de estar enfermos —susurró Mr. Haddy.

Los niños desnudos se escondieron detrás de sus padres. Nos miramos unos a otros desde los extremos del claro y fue como si lo hiciéramos desde los extremos de la Tierra.

Volvieron las cabezas. Un anciano salió de los pilares de árboles selváticos y entró en el claro cojeando y arrastrando los pies. Vestía unos pantalones a rayas recortados y llevaba unas gafas de alambre y calcetines, pero iba sin zapatos, las uñas de los pies asomaban amarillas por los agujeros. Tenía un harapo anudado al cuello. Había pajas rotas en su cabello. Llevaba pinzas de bicicleta en ambas muñecas a modo de pulseras.

—Ése es el jefe —dijo Francis.

—Parece como si deseara un refresco —dijo Mr. Haddy—. ¡Uf!

En ese mismo instante oímos la voz de Padre. Estaba oculto y decía:

—¡Cuidado! ¡No tropiecen! ¡No se les vayan a caer!

Habíamos envuelto tan cuidadosamente el hielo en las hojas de banano que los bloques eran como paquetes atados con enredaderas. Los hombres silenciosos llevaban dos paquetes cada uno. Padre les guió hasta el centro del claro, indicándoles que dejaran los paquetes en el suelo.

—¿Quién manda aquí? —dijo Padre.

—El de anteojos —dijo Francis— es el jefe.

—Señaló con la cabeza al hombre que se había adelantado ligeramente al grupo de mirones.

Al ver nuestros ojos posados en él, el anciano se rascó algunas pajas de la cabeza. Padre le estrechó la mano.

—¿Es usted el jefe?

—Jefe —dijo el hombre, riendo bajito.

—Tenemos una sorpresita para usted —dijo Padre en su tono amistoso—. ¿Quiere decir a esa gente que se acerque? —sacó su navaja y nos guiñó un ojo—. Me gustaría enseñarles algo.

Cuando la gente se hubo acercado, Padre cortó las enredaderas y apartó las hojas, descubriendo un bloque de hielo. Hincó la navaja como si fuera un picahielos y arrancó una esquina. Entregó el pedazo de hielo al jefe.

El anciano se lo pasó de mano a mano, exactamente igual que Tiny Polski en Hatfield, sin saber si estaba caliente o frío. La gente se apiñó a su alrededor para tocarlo. Se reían y se daban empellones para acercarse y pisaban a los niños. Los que tocaban el hielo se olían los dedos o se apartaban unos pasos para chupárselos.

Padre no paraba de guiñarnos el ojo mientras hablaba con el anciano, el jefe.

—¿Cuál es el veredicto?

—Buenos días tenga usted señor yo estoy bien gracias dónde va usted yo voy a los arbustos —los anteojos del Jefe estaban torcidos por efecto de los empujones de la gente—. Hoy es lunes martes miércoles gracias es una buena lección.

Mientras hablaba, se pasaba el hielo de mano a mano.

—No tiene la menor idea —nos dijo Padre.

El hielo se iba derritiendo en la mano del anciano. El agua le caía por el brazo haciéndole marcas de mugre en la piel. Goteaba del hueso del codo.

—En la más completa oscuridad —dijo Padre.

Pasó un brazo sobre los hombros del anciano y sonrió abiertamente. El Jefe se estremeció.

—¿Qué es eso? —dijo Padre, señalando.

—Jielo —dijo el Jefe.

—¡Jesucristo Todopoderoso! —rugió Padre, dando tal empujón al jefe que casi le derriba.

Pero no había apenas terminado de pronunciar las palabras cuando todo el mundo, incluido el jefe, cayó de rodillas. El repentino movimiento asustó a los pájaros. Una multitud de ellos, pequeños y grandes, sacudió las ramas sobre nuestras cabezas, y esos pájaros alertaron a los pájaros posados en las copas de los árboles, que levantaron el vuelo como pavos. El perrito enfermo ladró y se tambaleó mientras la gente se hundía aún más sobre sus rodillas, llevándose las manos al cuello y murmurando:

—Bade nuestro quetás en cielos antifigado se atu nombre...

—¡Basta ya! —dijo Padre—. ¡Arriba! ¡En pie! —trató de levantarlos a la fuerza y después se volvió hacia Francis y gritó—: ¡Muchas gracias, traidor! ¡Me has hecho hacer el ridículo!

Mr. Haddy se reía discretamente, aliviado de ver que eran cristianos. Y quizá se alegraba de que Padre, que rara vez se equivocaba, hubiera cometido el desatino de llevar hielo a aquel lugar, cuando Mr. Haddy mismo podía haberlo embarcado más fácilmente hasta la costa, causando mayor impresión. Dio un paso adelante para calmar a aquella gente confundida, que aún boqueaba y seguía rezando, y dijo:

—Creemos que sois buena gente, pero esto sí que es selva, eso seguro.

Padre estaba tan furioso que desapareció donde los tablones igual que los habitantes de Sevilla lo habían hecho. Se volatilizó como el humo, sin dejar más rastro que su aroma de rabia. Sacamos los paquetes que quedaban en la barca y hablamos con los habitantes de la aldea. Nos dijeron que habían visto hielo cuatro o cinco veces. Decían que era maravilloso y lo describían como piedras frías que se transformaban en agua. Había llegado en manos de misioneros, y pensaban que también nosotros éramos misioneros, y Padre, nuestro predicador. Querían saber dónde vivíamos y si teníamos comida o sal que darles. El Jefe se jactaba de que todos los habitantes del poblado estaban bautizados.

Dijo que estaban esperando... esperando a irse al Cielo y ver al Señor Jesús. Mr. Haddy dijo que era un lugar bastante asqueroso para esperar, lleno de cagadas de mono, pero que comprendía que quisieran marcharse lo antes posible, al Cielo o a cualquier otro sitio. Padre regresó, demasiado tarde para oír aquello, lo cual fue una suerte.

—He dado una vuelta a la manzana —dijo.

No quiso hablar con ninguno de los de Sevilla. Repetía que Francis le había traicionado. Cuando el jefe trató de entonar un himno con su gente, Padre dio un alarido, como si se hubiera aplastado el dedo gordo con un martillo, y dijo que nos esperaba en la barca.

Nos fuimos de Sevilla La gente ya empezaba a pelear por el hielo.

El mal humor de Padre hizo del regreso a Jerónimo un viaje silencioso. Pero fue un viaje más rápido. Los recodos del río ya no nos eran desconocidos, y la corriente iba a favor nuestro. Padre mejoró su mapa y no nos equivocamos de camino. Yo pedaleaba. Padre estaba sentado a proa con Clover en el regazo, refunfuñando sobre el mapa porque la gente de Sevilla ya conocía el hielo y porque rezaban. Lo único que dijo fue, «para eso, más les valdría estar en Hatfield cortando espárragos». Abrazaba a Clover como un niño grande a su osito de trapo. Francis y Mr. Haddy sabían que les estaba ignorando. Se acuclillaron en mitad de la barca, en la bóveda de almacenaje, sin nada que hacer.

Pasado un rato, Francis dijo que veía pipantos. Dijo que alguien nos estaba siguiendo. Padre no respondió ni volvió la cabeza.

—Pequeño —dijo Mr. Haddy, mirando por encima de mí—. Pipanto.

Eché un vistazo atrás pero no vi nada. Tenía que ocuparme del timón.

—Yo oigo —susurró Francis.

Empezó a murmurar como un zambu selvático. Dijo que oía seis remeros, tres pipantos.

—Nunca vieron una lancha como ésta —dijo Mr. Haddy.

Cayó la oscuridad. Parecía como si creciera de las riberas del río. Los árboles se hinchaban, engordaban con la negrura. La alta curva desapareció del cielo. Las estrellas aparecieron, primero como cabezas de alfileres, después como gotas relucientes.

—Siguen detrás nuestro en la roca-piedra.

Y la noche nos circundaba. El agua tenía aún un resplandor resbaladizo a proa, y, detrás de nosotros, la incipiente espuma de nuestra rueda de palas se extendía por la corriente.

No tardamos a ver las lámparas de Jerónimo y las chispas de la chimenea de «Niño Gordo». Las luces eran muy flojas e inmóviles en tierra, pero se derramaban desde la orilla, dibujando estanques amarillos en el río. Oí a alguien decir «Ahí vienen».

Esa noche, en el dormitorio, Jerry dijo:

—Podía haber ido con Papá. Pero no quise. Pasamos todo el día en El Acre. Mamá nos dio permiso.

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