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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

La conspiración del mal (6 page)

BOOK: La conspiración del mal
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—Os aguardaba con impaciencia, majestad.

—¿Malas noticias?

—He reforzado las fronteras de la provincia y desplegado todas mis tropas para aislar a Khnum-Hotep, pero todos los días temía un intento por su parte de forzar el bloqueo. Puesto que su milicia es más numerosa que la mía, yo no habría resistido mucho tiempo.

—La desgracia no ha sucedido, seguimos teniendo esperanzas.

—Soy pesimista aún, majestad. No me fío demasiado de mis propios hombres. Muchos de ellos protestan ante la idea de luchar contra los hombres de Khnum-Hotep. Y os recomiendo que no otorguéis confianza alguna a los soldados de las milicias que se han unido recientemente a la corona. Su compromiso es demasiado reciente, y la reputación del jefe de la provincia del Oryx los hace temblar. La mayoría piensan que saldrán vencedores de cualquier confrontación. En realidad, sólo podéis contar con vuestras propias fuerzas.

—Gracias por hablarme con tanta franqueza.

—Sin duda sois el gran faraón que nuestro país tanto necesita, pero el obstáculo que se levanta ante vos parece insuperable. Aunque venzáis en este combate, las heridas serán imborrables.

Djehuty se preguntó si el rey tomaba en serio sus observaciones. Reintegrar al regazo de Egipto las provincias rebeldes, a excepción de la de Khnum-Hotep, había sido toda una hazaña; sin embargo, la reconciliación efectiva exigiría tiempo, mucho tiempo. Al reclamar una victoria total, ¿no se arriesgaba Sesostris al desastre? Pero, si se demoraba, se debilitaría frente a Khnum-Hotep, que no dejaría de sacar partido de ello.

Sobek el Protector, jefe de la guardia personal de Sesostris y de todas las policías de Egipto, no dormía ya desde que el rey residía en la provincia de la Liebre. Atlético y nervioso, todavía no dominaba los datos de la seguridad en aquel territorio demasiado vasto. Además, tenía que contemporizar con los milicianos de Djehuty y formar equipos mixtos que no le inspiraban mucha confianza. Al menos, imponía con firmeza la presencia de sus mejores hombres en torno a los aposentos del soberano. Era evidente que Khnum-Hotep intentaría eliminar al monarca antes de que éste llevara a cabo el asalto. Las tropas de Sesostris, privadas de su jefe, se unirían sin duda al adversario. ¿Dónde y cuándo se produciría el intento de asesinato?

En Khemenu, la capital provincial, la atmósfera se estaba volviendo sombría. Ninguno de los exploradores enviados por el general Nesmontu al otro lado del frente había regresado. Sesostris ignoraba pues todo sobre el sistema de defensa de Khnum-Hotep. Atacar a ciegas sólo podía conducir al fracaso. Desde el amanecer, Sobek registraba personalmente a los empleados de palacio. Desconfiaba incluso de los ancianos aparentemente inofensivos, y se dirigía a las cocinas, donde los pinches probaban los platos en su presencia. Cuando se tomó tiempo para comer una torta rellena de habas, uno de sus adjuntos se acercó vacilante, con la cabeza gacha.

—¿Algún problema?

—No, jefe, en realidad, no… Pero como nos ordenasteis que os lo indicáramos todo.

—Explícate.

Sobek dejó su torta, que un perro, de patas cortas pero excelente observador, acechaba desde hacía largo rato. El animal se apoderó de su presa y corrió para degustarla en algún rincón tranquilo.

—Habéis visto, jefe…

—Estoy esperando.

—Bueno, es un incidente menor. El peluquero oficial de palacio entró anoche, un poco antes de que se pusiera el sol, y nadie lo ha visto volver a salir. Normalmente, debería haber terminado sus servicios antes del desayuno.

—¡Se ha ocultado, pues!

—Tranquilizaos, tengo su material. Nadie está autorizado a circular por palacio con una arma o un objeto peligroso.

—¡Imbécil, habrá escondido una navaja en alguna parte!

Sobek y su adjunto corrieron hacia los aposentos de Sesostris. En el corredor que llevaba a éstos, el adjunto descubrió al peluquero.

—¡Es él!

El hombre se detuvo, aterrorizado; en la mano llevaba una pequeña bolsa de cuero. Sobek se abalanzó sobre él y lo tiró al suelo. El adjunto le ató las manos y los pies con una cuerda que se hundió en sus carnes.

—¡De modo, muchacho, que querías asesinar al rey!

—¡No, no, os juro que no!

—Vamos a verlo.

Sobek abrió la bolsa. En el interior no había una navaja, sólo un soberbio escarabeo de cornalina.

—¿Lo has robado?

El peluquero agachó la cabeza.

—Sí, es cierto.

—¿A quien?

—A una camarera.

—¿Y te has ocultado, esta noche, para llevar a cabo tu fechoría?

—Pensaba que nadie me vería. Tenéis que perdonarme, yo…

—Te prometo el máximo de años de cárcel.

Mientras Sesostris examinaba el plan de ataque del general Nesmontu, Sobek los avisó de que dos exploradores heridos, acababan de llegar a la primera línea de infantería. Desconfiado, el jefe de la policía pidió a Nesmontu que identificara a esos hombres antes de que comparecieran ante el faraón.

Uno de los dos jóvenes tenía una punta de flecha clavada en el hombro izquierdo; el otro, la pierna derecha ensangrentada. Orgullosos de haber cumplido con éxito su misión, se negaron a ser curados antes de hablar con el monarca y el general, que los escucharon con atención.

Nesmontu los felicitó y los ascendió al grado de oficial. Los dos héroes no pudieron contener una lágrima cuando el rey, que les sacaba más de una cabeza, les dio un abrazo.

Una vez hubieron sido transferidos al hospital militar, Sesostris reunió a su consejo restringido compuesto por los generales Nesmontu y Sepi, el Portador del sello real Sehotep y Sobek el Protector.

Con gravedad, Nesmontu resumió las informaciones recogidas. Un largo silencio siguió a su exposición.

—El dispositivo de Khnum-Hotep es infranqueable —juzgó Sepi—. Necesitaríamos un ejército tres veces más importante para derribarlo, a costa de gravísimas pérdidas. Y, en el actual estado de nuestras fuerzas, no hay posibilidad alguna.

—Reconozco que esta operación será delicada —admitió Nesmontu—. Sin embargo, no se trata de retroceder. Me pondré a la cabeza de mi unidad de élite y atravesaremos las defensas del adversario.

—Te batirás con valor —concedió Sehotep—, pero perderás la vida. Cuando nuestros mejores soldados hayan desaparecido, ¿qué esperanza nos quedará?

—Conocer las posiciones del enemigo nos procura una considerable ventaja. Si sabemos aprovecharla, tal vez el destino nos sea favorable.

—¡Vano sortilegio! —protestó Sobek—. Tú mismo acabas de explicarnos por qué estábamos vencidos de antemano.

—Intentemos negociar aún —propuso Sehotep—. Me considero capaz de domesticar a Khnum-Hotep.

—Te tomará como rehén —predijo el general Sepi—. La cabeza de ese jefe de provincia es más dura que el granito. Khnum-Hotep no negociará, pues no cederá ninguna de sus prerrogativas.

Nadie contradijo a Sepi.

—No tenemos elección —afirmó Nesmontu—. Sean cuales sean los riesgos, debemos atacar. De lo contrario, el prestigio del faraón quedará mortalmente herido.

—Yo abogo por el statu quo —dijo Sehotep—. Aislemos a Khnum-Hotep, condenémoslo al hambre y obliguémoslo a rendirse.

—¡Pura utopía! Su provincia es lo bastante rica para alimentarlo durante meses, años incluso. Si renunciamos a actuar, actuará él.

—La seguridad del rey es prioritaria —recordó Sobek el Protector—. Durante la ofensiva, su majestad no deberá exponerse.

—Así lo creo yo —asintió Nesmontu—; yo me pondré a la cabeza de mis soldados. Sesostris se levantó.

—La decisión última me corresponde tomarla a mí. La conoceréis mañana por la mañana, tras la celebración del ritual en el santuario de Tot.

7

Vestida con una túnica plisada de manga corta y un corpiño beige, la joven sacerdotisa saludó al árbol de vida y tocó para él el arpa portátil, aunque fuera muy difícil hacerla sonar armoniosamente. El instrumento, hecho de madera de sicomoro y de unos cincuenta centímetros de largo, estaba provisto de cuatro cuerdas. La intérprete apoyaba el extremo inferior en el hueco del hombro y lo mantenía horizontal, para obtener un perfecto equilibrio, bajo la protección de dos pequeñas estatuillas que decoraban el arpa: un nudo mágico de Isis y una cabeza de Maat.

Hizo sonar una melodía muy lenta, pero con mucho ritmo, que apaciguaba las angustias y procuraba serenidad.

Antes de proceder a la libación, el Calvo aguardó a que se apagaran las últimas notas.

—El cielo y las estrellas tocan música en honor del árbol de vida —recordó—. Sol y luna cantan sus alabanzas, las diosas danzan en su favor. Un verdadero músico conoce el plan del Creador, percibe el modo como ordena el universo y pone en consonancia sus componentes.

De este orden nace una música celestial de la que podemos convertirnos en modestos intérpretes. Que tu arte sea un rito.

Al llegar a Abydos, Gergu se sentía deprimido. Testaferro del rico y poderoso Medes, secretario de la Casa del Rey, Gergu había sido ascendido a inspector principal de los graneros. Por este motivo, viajaba por todo Egipto y sometía a chantaje a algunos propietarios, amenazándolos con represalias fiscales si no le concedían, con perfecta discreción, parte de sus bienes.

Gordo, gran bebedor y comedor, aficionado a las mujeres y tres veces divorciado, Gergu debería haber sido encarcelado por haber maltratado a su última esposa, pero Medes lo había sacado de aquel mal paso, y le había ordenado que sólo tratara ya con profesionales.

Gergu era supersticioso, temía los poderes ocultos de las divinidades y los magos, y no viajaba nunca sin una buena cantidad de amuletos. Sin embargo, al poner el pie en el embarcadero del territorio sagrado de Osiris se consideraba expuesto a las agresiones de lo invisible.

Buen marino y experto cazador, detestaba el riesgo inmoderado, pero Medes se lo imponía al enviarlo allí de nuevo. Como nada podía negarle a su protector, regresaba con el pretexto de proporcionar a los sacerdotes géneros que figuraban en una lista oficial.

El verdadero objetivo de su misión era, sin embargo, muy distinto: volver a ponerse en contacto con uno de los permanentes, corromperlo y transformarlo en un aliado seguro con la esperanza de apoderarse de los tesoros de Abydos.

Como consecuencia de su último encuentro, Gergu pensaba que la empresa era factible. Pero, cuanto más pensaba en ello, más presentía que aquel sacerdote estaba tendiéndole una trampa.

Sin embargo, ningún argumento disuadió a Medes de insistir. Y sólo varios litros de cerveza fuerte incitaban a Gergu a salir de su camino.

Como en su anterior visita, le impresionó el despliegue de las fuerzas de seguridad encargadas de vigilar el paraje. ¿Qué ocurría en Abydos? Cada recién llegado era cuidadosamente registrado; cada barco, examinado de arriba abajo.

Gergu no escapó al reglamento. Al ver que se acercaban a él un oficial y cuatro fortachones provistos de garrotes comenzó a sudar. ¡Iban a detenerlo, a encerrarlo en una mazmorra y a interrogarlo!

—Documentos —exigió el teniente.

—Aquí están.

Temblando, le tendió un papiro al militar, que se tomó el tiempo de leerlo.

—Inspector de los graneros Gergu, en misión oficial, con un barco de mercancías perecederas… Verifiquemos si el contenido es el adecuado.

El teniente lo miró con ojos extraños.

—No parecéis sentiros muy bien.

—Debo de haber comido algo en mal estado.

—Hay un médico de guardia en el puesto de mando. Si empeoráis, no vaciléis en consultarle. Mientras mis hombres examinan la carga, os llevaré a mi despacho.

—¿Por qué?

—Porque he recibido consignas especiales sobre vos.

Gergu sintió que las piernas le temblaban, pero consiguió mantenerse en pie. Su suerte estaba echada, era evidente. Dado el número de soldados era imposible huir. Resignado, siguió al oficial hasta una vasta sala donde trabajaban una decena de escribas.

El teniente tomó una tablilla de madera puesta en un anaquel y se la entregó a Gergu.

—Dada la frecuencia de vuestras visitas a Abydos, he aquí vuestra acreditación temporal, aprobada por el responsable de los contactos con el exterior. Llevad siempre este documento encima cuando os desplacéis por el paraje. No os autoriza a circular por el territorio prohibido a los profanos y no os dispensa de control alguno, pero una cara conocida facilita el procedimiento.

Incapaz de decir una sola palabra, Gergu se limitó a esbozar una sonrisa bobalicona.

—Os conduciremos al lugar de vuestra cita.

Pasmado aún, a Gergu le complació esperar en el lugar habitual. Aquella espera le permitió recobrar el ánimo untes de su encuentro decisivo con el sacerdote permanente que parecía dispuesto a la traición.

La duda lo asaltó de nuevo: ¿y si otro ritualista salía del templo cubierto para acusarlo de corromper a uno del os miembros de la cofradía más cerrada de Egipto?

Gergu tenía la boca seca, y se atragantó al beber un poco de agua.

Y el hombre apareció. Era el mismo sacerdote, siempre tan severo y desagradable.

Amargado al no haber sido nombrado superior de los permanentes de Abydos, Bega deseaba vengarse del principal culpable de su estancamiento, el faraón Sesostris. Pero para conseguirlo necesitaba aliados, y ¿cómo encontrarlos si permanecía confinado en el dominio de Osiris?

La llegada de Gergu había sido un verdadero milagro. A pesar de su mediocridad, Bega lo consideraba el emisario, le un poderoso personaje, decidido a conocer los misterios de Abydos, que enviaba a Gergu para saber si existía alguna grieta por la que pudiera introducirse.

Y esa grieta era él, Bega.

Negociaría, pues, los servicios obteniendo su valor máximo y se enriquecería mientras llevaba a cabo su legítima venganza.

—Vuestro estatuto de temporal facilita nuestros contactos —reveló a Gergu—. Naturalmente, continuaré entregándoos listas de género que me habéis de proporcionar y vos seguiréis cumpliendo celosamente esa tarea.

—Claro está —asintió Gergu.

—Antes de que llevemos a cabo nuestra colaboración, me gustaría basarla en una certeza: ¿sois realmente capaz de procurarme las conexiones necesarias para dar salida a lo que tengo para vender?

—Sea cual sea la naturaleza de la mercancía, no hay ningún problema.

—Así pues, sois un dignatario muy influyente, Gergu.

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