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Authors: Christian Jacq

Tags: #Histórico, Intriga

La conspiración del mal (10 page)

BOOK: La conspiración del mal
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La magia de aquel ritual, la serenidad de aquellos hombres, la belleza de aquel lugar… ¡Qué radiante le parecía aquel porvenir!

Pero había ido demasiado lejos.

En su habitación tenía escondido el puñal con el que mataría a Sesostris. También Bina seguía siendo muy real y le recordaba su verdadera misión. Desdeñarla y olvidar a los infelices oprimidos por un tirano sería una insoportable cobardía.

—¿Te crees realmente capaz de asumir tus nuevas funciones? —preguntó Heremsaf.

—¿Me hubierais llamado de no ser así?

—¿Acaso no es la vida una sucesión de experiencias?

—¿A eso me reducís, a una simple… experiencia?

—Eso debes decírmelo tú, Iker.

El escriba navegaba por un espacio incierto. Añadiéndose a la calidez de aquellos aéreos momentos, el vino del banquete enmarañaba sus pensamientos. Heremsaf… ¿un protector que le abría la vía de los misterios o un enemigo que había jurado su perdición?

Pero el momento no se prestaba a las preguntas ni a las respuestas, sino a la comunión fraterna de los servidores de Anubis. En plena noche, Iker la degustó como un manjar único.

11

Cuando el jefe de todos los policías del reino montaba en cólera, era mejor guardar absoluto silencio, abrir de par en par los oídos, escuchar sus órdenes y ejecutarlas sin perder ni un segundo. Así pues, la investigación sobre la muerte del controlador Rudi se llevó a cabo adecuadamente. La identificación de los asesinos no dejaba duda alguna: se trataba de unos cananeos originarios de Siquem, la ciudad de los rebeldes severamente vigilada. Sin embargo, las precauciones eran insuficientes, puesto que los terroristas se habían infiltrado en Menfis para cometer un atentado allí. Era preciso relacionar con ello el descubrimiento de los cadáveres de unos cananeos con barba encontrados en una casa situada detrás del puerto. Evidentemente, se trataba de otro domicilio del mismo grupúsculo. Pero ¿por qué aquella matanza? ¿Se habían matado mutuamente, los había liquidado su jefe antes de huir? Parcialmente desmantelada, ¿se reconstruiría en otra parte la organización?

En cualquier caso, resultaba indispensable acabar con la fuente, peinar, pues, Siquem y endurecer la actitud de los militares egipcios en Canaán. Esas eran las conclusiones del informe de Sobek, entregadas al faraón que, de regreso en Menfis, reunía a los miembros de la Casa del Rey. Contaba con un nuevo elegido, el visir Khnum-Hotep, instalado en los vastos locales contiguos al palacio. Entre él y sus dos principales colaboradores, el gran tesorero Senankh y el Portador del sello Sehotep, se había establecido una corriente de simpatía. Khnum-Hotep se afirmaba ya como un visir riguroso, vinculado al servicio del Estado. Gracias a la ayuda de los dos dignatarios reclutaba escribas de élite y formaba una administración eficaz. Nadie envidiaba su posición, pues, día tras día, se vería confrontado a una miríada de dificultades.

—He mandado al general Sepi en busca del oro sanador —anunció Sesostris—. Junto con un pequeño grupo de buscadores explorará los lugares donde esperamos descubrirlo. Pienso que la unidad recuperada de nuestro país demorará la degeneración del árbol de vida, pero no bastará para salvarlo. Y seguimos ignorando la identidad del tribunal que lanzó el maleficio sobre la acacia y que intenta impedir la resurrección de Osiris; identificarlo sigue siendo una prioridad. Sin embargo, debemos enfrentarnos con otro peligro: a causa del asesinato del controlador Rudi a manos de unos cananeos, Sobek piensa que está incubándose una nueva revuelta. Debemos, pues, intervenir con vigor en el país de Canaán y en toda la región sirio-palestina. Ayer era imposible; hoy, estamos obteniendo los medios necesarios para hacerlo al crear un ejército en el que se integrarán las milicias de las provincias que han regresado al regazo de Egipto. Confío el mando de este ejército nacional al general Nesmontu, que lo organizará en el plazo más breve posible. Que esta fuerza no sea expresión de la brutalidad ciega, sino uno de los medios de luchar contra el desorden y la rebelión.

Al único al que le traía sin cuidado la gloria que su nombramiento le confería era al propio Nesmontu. Insensible a los honores y a las condecoraciones, el viejo general se preocupaba de formar su estado mayor con hombres de acción, disciplinados y valerosos, algunos de los cuales procedían de las antiguas milicias. Cada regimiento estaba formado por cuarenta arqueros y cuarenta lanceros, a las órdenes de un teniente asistido por un abanderado, un escriba de la intendencia y un escriba de mapas geográficos. Arcos, jabalinas, mazas, garrotes, hachas, dagas, escudos y brazaletes de cuero, producidos en gran cantidad por los talleres de Menfis, formaban la base del equipamiento. Y el propio Nesmontu inspeccionaba cada navío de guerra, examinando las hojas de servicio de los capitanes.

Al ritmo al que trabajaba el general no pasaría mucho tiempo antes de que el ejército egipcio fuera operativo e hiciera comprender a los cananeos que cualquier intento de revuelta estaba condenado al fracaso.

En cuanto estuvo redactado el decreto real referente a la creación de este nuevo dispositivo militar, Medes ordenó al servicio de correos que entregara una copia a todas las ciudades del reino. Como de ordinario, el trabajo se realizaría a la perfección, y Sesostris no tendría reproche alguno que hacer a la secretaría de la Casa del Rey.

Medes, de edad madura, aficionado a la buena carne y a los vinos fuertes, con los negros cabellos pegados a su redonda cabeza, con el rostro lunar, el pecho ancho, las piernas cortas y los pies gordezuelos, se convertía en uno de los más visibles altos personajes de la corte. Propietario de una soberbia villa en Menfis, esposo de una idiota rechoncha y perversa que se pasaba el día ocupándose de su belleza, era el vivo ejemplo del notable al que todo le salía bien.

Sin embargo, Medes se sentía insatisfecho y angustiado. Fascinado por el poder y la riqueza, no se consideraba honrado en su justo valor. Deseaba, pues, apoderarse del oro de Punt, país mítico al que consideraba como muy real. Aunque hubiese organizado el rapto de un joven escriba para ofrecerlo al peligroso mar,
El rápido
, fletado por él, había zozobrado durante una tormenta. Al tiempo que le daba acceso a importantes informaciones, su nuevo cargo le impedía, en lo inmediato, apoderarse de otro barco sin llamar la atención.

Desde que Sesostris había conseguido reunificar Egipto, ante la sorpresa general, al secretario de la Casa del Rey le costaba dormir. Unos meses antes esperaba desestabilizar al soberano, liquidarlo incluso. Ahora, aunque no había renunciado a ello, debía comportarse, sin embargo, con extremada prudencia.

Aún quedaba por cumplir el principal objetivo de Medes: desvelar los misterios del templo cerrado. A pesar de haber llevado a cabo hábiles sobornos y de haber pronunciado repetidos halagos, no obtenía de ningún sumo sacerdote la autorización para penetrar en la última parte del santuario. De allí, y especialmente de Abydos, recibía su poder el faraón. Y de allí, antes o después, recibiría Medes el suyo.

De momento, las puertas parecían cerradas. El nombramiento de Nesmontu a la cabeza del nuevo ejército nacional no parecía muy satisfactorio. El viejo soldado no sentía atracción alguna por la fortuna ni por los honores. A pesar de sus investigaciones, Medes no encontraba medio alguno de corromperlo.

—El inspector general de los graneros Gergu pide audiencia —le anunció su intendente.

—Llévalo a la pérgola y sírvenos vino blanco.

Manipular a Gergu no ofrecía dificultad alguna, siempre que de vez en cuando se le subiera la moral. Borracho, misógino, aquel vividor se sumía a veces en la depresión. Gergu, hombre egoísta que sólo buscaba su placer, era, sin embargo, un buen ejecutor.

Vaciada la primera copa, el inspector principal lucía una franca sonrisa.

—El contacto con el sacerdote permanente de Abydos se mantiene e incluso se refuerza —declaró con orgullo.

—¿Estás realmente seguro de que no se trata de una trampa?

—Gracias a él he adquirido el estatuto de temporal y he visitado una parte del dominio sagrado de Osiris, donde se han erigido capillas votivas, estelas y estatuas. Es un lugar impresionante… Hecho esencial, me ha revelado, en parte al menos, sus intenciones: vender objetos consagrados que nosotros sacaremos de Abydos.

Medes estaba pasmado. Se preguntaba incluso si Gergu no estaría burlándose de él, pero una exposición más detallada lo convenció.

—¡Qué amargado debe de estar ese sacerdote!

—No respira bondad, eso es cierto, pero es una suerte. ¿No soñabais con tener un aliado en Abydos?

—Sólo era un sueño…

—Pues se está haciendo realidad, y nos encontramos a dos pasos del éxito —afirmó Gergu—, pero el sacerdote formula una exigencia: saber quién es mi patrón y hablar con él.

—¡Imposible!

—Debéis comprenderlo: también él teme una trampa y quiere garantías. Si no se lo satisface, se retractará.

—Dada mi posición, no puedo correr semejante riesgo.

—Dada la suya, tampoco él puede hacerlo.

Medes se quedó desconcertado. O se limitaba a su alto puesto y olvidaba sus ambiciones, o intentaba la aventura con el riesgo de perderlo todo.

—Necesito pensar, Gergu.

Como todas las mañanas, la joven sacerdotisa acudió, al amanecer, al lago sagrado de Abydos, que manaba del
Nun
, el océano de energía del que había nacido la vida. Tras haberse purificado allí recogió en una jarra el agua destinada a la acacia de Osiris. Sintió una mirada que se clavaba en sus hombros desnudos y se volvió.

Uno de los permanentes la contemplaba.

—¿Qué deseáis, Bega?

—Agua pura. ¿Aceptáis llenar esas jarras?

—¿Eso no es trabajo de los temporales?

—Si lo hacéis, estoy seguro de que las libaciones serán más eficaces que de costumbre.

—¡No me atribuyáis tanta importancia!

—Pertenecéis al colegio de las sacerdotisas de Hator, y la reina de Egipto en persona os concede su estima. ¿No se abre ante vos un gran destino?

—Sólo aspiro a servir a Osiris.

—¿No sois demasiado joven para elegir tan árido camino?

—No veo en él la menor aridez, sino, más bien, una luz que fecunda todo lo que toca.

Bega pareció afligido.

—Hermoso pensamiento, pero ¿cómo pensar en el porvenir de Abydos? Si el árbol de vida se extingue, el paraje quedará abandonado y nos dispersaremos.

—No se han perdido todas las esperanzas —estimó la muchacha—. ¿Acaso no ha reverdecido una de las ramas?

—-Escasísima esperanza, me temo. Sin embargo, tenéis razón: lucharemos hasta el fin, cada cual en su lugar.

—Los temporales llenarán vuestras jarras —precisó ella, sonriente, antes de alejarse en dirección a la acacia, junto a la que estaba ya el Calvo.

Antes de derramar juntos el agua y la leche al pie del árbol, él quiso comunicarle la noticia que acababa de recibir.

—Un mensajero del correo real me ha traído una copia del decreto dictado por el faraón: los jefes de provincia se han unido todos a la corona, Egipto se ha reunificado, las Dos Tierras están fuertemente unidas.

Se levantaba una brisa muy suave. Las ramas de la acacia se estremecieron y, ante la mirada conmovida del Calvo y de la sacerdotisa, una nueva rama, aparentemente muerta, se tiñó de verde.

—Su majestad ha tomado la buena dirección —declaró el Calvo—. Voy a avisarlo de inmediato. ¿Y si reviviera el árbol entero?

En los siguientes días, por desgracia, no se produjo otra señal de renacimiento. El maleficio sólo se demoraba, no estaba eliminado.

—Acompáñame a la Casa de Vida —ordenó el Calvo a la joven sacerdotisa—. Si consigues cruzar su puerta, buscarás allí los antiguos textos que tal vez contengan indicaciones sobre el método que debe emplearse para curar la acacia.

Contigua a cada gran templo de Egipto había una Casa de Vida donde se conservaban las «Almas de la luz divina»
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, es decir, los archivos sagrados; dada la cantidad y la calidad de los textos preservados, la de Abydos resultaba de una riqueza excepcional.

Sólo el faraón concedía autorización para entrar en ella, de modo que la joven dedujo que el Calvo actuaba por orden suya.

Unos altos muros protegían el inestimable tesoro.

—He aquí un pastel en el que he inscrito las palabras «enemigos», «rebeldes» e «insurrectos», todos ellos gente de
isefet
, la fuerza destructora y negativa opuesta a Maat. Haz buen uso de él.

El Calvo empujó una pequeña puerta que daba a un estrecho corredor.

Y de inmediato apareció una magnífica pantera, la Dama del Castillo de Vida, cuyo lomo se adornaba con cuatro telas.

Con sus ojos negros observó largo rato a la intrusa y, luego, se dirigió hacia ella lentamente.

La muchacha no se movió.

Tras haberla olisqueado, la fiera posó la pata delantera izquierda en el muslo de su presa. Aunque descubiertas, las garras no laceraron la carne.

La sacerdotisa ofreció el pastel a la encarnación de la diosa Mafdet, guardiana de los archivos sagrados. La pantera devoró a los confederados de
isefet
, luego se acurrucó junto a la puerta y se durmió.

El camino estaba libre.

El universo que descubrió la muchacha la dejó atónita durante largos minutos. En los estantes de una vasta biblioteca había papiros y tablillas que trataban de todos los aspectos de la ciencia de los Antiguos: el gran libro que contenía los secretos del cielo, de la tierra y de la matriz estelar, el libro para comprender las palabras de los pájaros, de los peces y de los cuadrúpedos, el libro para interpretar los sueños, el libro de las formas secretas de las divinidades, el libro para apaciguar a Sejmet, la terrorífica leona, el libro de las transformaciones en luz, el libro del Nilo, las profecías, las Sabidurías, los tratados de alquimia, de magia, de medicina, de astrología, de astronomía, de matemáticas y de geometría, los diccionarios de jeroglíficos, el calendario de las fiestas secretas y públicas, los manuales de los ritualistas, el libro para preservar la barca divina, los manuales de arquitectura, de escultura y pintura, el inventario de los objetos rituales, la lista de los faraones y sus anales… ¡Sólo con leer los títulos, la cabeza le daba vueltas! Pero la sacerdotisa tenía una misión y no debía ceder a la embriaguez. Guiada por sus conocimientos y su intuición, seleccionó los manuscritos que trataban, más concretamente, de la energía creadora, el ka, y del modo de salvaguardarla.

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