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Authors: Charles Dickens

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Historia de dos ciudades (ilustrado) (36 page)

BOOK: Historia de dos ciudades (ilustrado)
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—No puedo encontrarla. ¿Dónde está? ¿Dónde está mi banqueta de zapatero? ¿Qué ha sido de mí trabajo? Me queda poco tiempo y he de terminar los zapatos.

En vista de que no recibía respuesta de los dos amigos, que se miraban apesadumbrados, volvió a insistir, suplicante, en que se le diera su banqueta, sus herramientas y su labor.

Era evidente que todo estaba perdido. El anciano y Carton se acercaron a él y hablándole suavemente le obligaron a que se sentara ante el fuego.

—Ha desaparecido nuestra última esperanza –dijo Sydney Carton. Lo mejor será llevar a ese pobre hombre con su hija, pero antes os ruego que me prestéis un momento de atención. No me preguntéis las razones que me mueven a poneros ciertas condiciones, ni el por qué de la promesa que he de pediros. Os ruego que cumpláis exactísimamente mis instrucciones, pues para ello tengo algunas razones y de mucho peso.

—No lo dudo. Hablad —dijo el banquero.

Carton hizo una pausa para recoger el abrigo del doctor que estaba a sus pies y, al hacerlo, cayó al suelo una cartera en que éste solía poner la lista de sus quehaceres diarios. Carton la abrió y vio que dentro había un papel doblado.

—Creo que podemos ver qué es eso —dijo. Y después de pasar la vista por el papel exclamó:

—¡Gracias, Dios mío!

—¿Qué es? —preguntó el señor Lorry.

—Un momento… Ya os lo diré. Ante todo —dijo echando mano a su bolsillo y sacando, un papel— aquí tengo un certificado que me permite salir de la ciudad. Miradlo. Está extendido a nombre de Sydney Carton, inglés.

El señor Lorry lo miró y Carton añadió:

—Hacedme el favor de guardarlo hasta mañana. Ya sabéis que iré a ver a Carlos y prefiero no llevar conmigo este documento. Ahora tomad también este papel del doctor Manette; es un certificado parecido, que le permite salir de la ciudad y de Francia en unión de su hija y de su nieta. ¿Lo veis?

—Sí.

—Probablemente se lo había proporcionado por precaución. Guardad esos dos papeles. Ahora es preciso tener en cuenta que pueden anular de un momento a otro este permiso para el doctor Manette y su familia. Tengo razones para creerlo.

—¿Corren peligro, acaso?

—Sí, y muy grande. La tabernera Defarge se propone denunciarlos. Lo he oído de sus propios labios. Cuenta con el testimonio de un aserrador que vio a Lucía haciendo señales a los presos. Eso puede ser la perdición de Lucía, de su hija y de su padre. Pero no me miréis con esa cara, porque vos podéis salvarlos.

—¡Dios lo quiera, Carton! Pero, ¿cómo?

—Voy a decíroslo. Depende exclusivamente de vos, y de nadie me fiaría con mayor tranquilidad. Esta nueva denuncia la harán probablemente pasado mañana o más tarde, tal vez. Ya sabéis que es delito grave llorar a los condenados a muerte. Lucía y su padre serán culpables de ello y esa mujer esperará a que ocurra eso para que la acusación sea más grave. ¿Seguís mi razonamiento?

—Con tanta atención y confianza —dijo el señor Lorry— que casi había llegado a olvidar a este desgraciado.

—Tenéis dinero y podéis comprar los medios de viajar con rapidez. Hace ya algunos días que teníais hechos los preparativos para la marcha. Tened los caballos preparados para mañana por la mañana, temprano, a fin de que puedan salir a las dos de la tarde.

—Así lo haré.

—Sois un noble corazón. No habría sido posible poner el asunto en mejores manos.

Esta noche decid a Lucía cuanto teméis y el peligro que corren ella, la niña y su padre.

Insistid en eso, pues ella con gusto dejaría caer su hermosa cabeza junto a la de su marido. Por la seguridad de su hija y de su padre hacedle comprender la necesidad de salir de París con vos, a la hora indicada. Añadid que estas fueron las últimas instrucciones de su marido y que del exacto cumplimiento de estas instrucciones depende mucho más de lo que se atreva a creer o a esperar. Creo que su padre, aun en el estado en que se halla, hará lo que su hija le indique.

—Estoy seguro.

—Tened, pues, hechos todos estos preparativos, en este patio, de manera que incluso todos ocupen ya su correspondiente asiento. En el momento en que yo llegue, me dejáis subir y emprendemos la marcha.

—¿Debo entender que he de esperaros suceda lo que suceda?

—Tenéis en vuestro poder mi certificado y me reservaréis mi sitio. No esperéis más sino a que yo llegue. Y luego a Inglaterra.

—Entonces —observó el señor Lorry estrechando la mano de Sydney— ya no dependerá todo de un hombre viejo como yo, pues a mi lado irá un hombre joven y decidido.

—Con la ayuda de Dios lo tendréis. Prometedme, tan sólo, que nada os hará cambiar en lo más mínimo lo que acabamos de convenir.

—Os lo prometo, Carton.

—Recordad estas palabras mañana. El más ligero cambio o retraso, cualquiera que sea la razón, puede comprometer la salvación de nuestras vidas y ocasionar el sacrificio inevitable de otras.

—Me acordaré de todo. Espero cumplir fielmente mi misión.

—Y yo la mía. Ahora, ¡adiós!

Llevó a sus labios la mano del anciano, pero no se marchó aún. Ayudó a levantar al doctor, le puso una capa sobre los hombros, diciéndole que iban en busca de la banqueta y de las herramientas. Acompañó luego a los dos ancianos hasta el patio de la casa en que estaba el corazón lacerado de ella, corazón tan feliz cuando él le abriera el suyo propio, y se quedó mirando la casa y la ventana de su cuarto, por la que se escapaba un hilo de luz. Y antes de alejarse le dirigió su bendición y su despedida.

Capítulo XIII

Cincuenta y dos

E
speraban su terrible suerte en la obscura prisión de la Conserjería los condenados de aquel día. Eran cincuenta y dos. Antes de que sus calabozos quedasen libres, ya se habían nombrado a los que debían ocuparlos al día siguiente. Los había de toda condición, desde el rico propietario de setenta años, a quien no podían salvar sus riquezas, hasta la costurera de veinte, cuya pobreza y obscuridad no podían evitarle la terrible muerte.

Carlos Darnay, encerrado en su calabozo, no se hacía ilusiones acerca de su suerte, pues sabía que estaba condenado y que nada podría salvarlo. Sin embargo, con el reciente recuerdo del rostro de su esposa, no le resultaba fácil prepararse para morir. Su vitalidad era fuerte y los lazos que le unían a la vida duros de romper. Además, tanto en su cerebro como en su corazón, sus tumultuosas ideas parecían unirse para impedirle la resignación. Y si, en algunos momentos, lograba resignarse, su mujer y su hija, que habían de vivir más que él, parecían protestar y hacer egoísta su renunciamiento.

Pero luego se dijo que en la muerte que le aguardaba no había nada de deshonroso y que, cada día, personas tan dignas como él la sufrían de la misma manera y así, gradualmente, se calmaba y podía elevar sus pensamientos en busca de consuelo.

Corno se le había permitido comprar recado de escribir, tomó la pluma y no la dejó hasta la hora en que se vio obligado a apagar la luz.

Escribió una larga carta a Lucía, diciéndole que nada había sabido de la prisión de su padre hasta que lo oyó de sus propios labios y que de la misma manera estuvo ignorante de los crímenes de su padre y de su tío, hasta que se leyó el documento del doctor Manette. Le explicaba, también, que la ocultación de su verdadero nombre fue condición impuesta por el doctor, condición que ahora comprendía perfectamente. Le rogaba luego que no intentase averiguar nunca si su padre recordaba o no la existencia de aquel documento en el escondrijo de la Bastilla y le recomendaba que consolase al pobre viejo, dándole a entender que nada tenía que reprocharse. Le hacía, además, protestas de amor y le rogaba que venciera su dolor dedicándose a su hija.

Escribió luego al doctor acerca de lo mismo y le recomendaba que cuidase de su mujer y de su hija, pues esto, indudablemente, contribuiría a levantar su ánimo y alejaría de su mente otros pensamientos retrospectivos que sin duda tratarían de recobrar su imperio en él.

Al señor Lorry le recomendaba a su familia y le explicaba el estado de sus asuntos, y después de algunas palabras de sincera amistad y de cariño, terminó. No se acordó de Carton, pues su mente estaba ocupada por el recuerdo de su familia.

Se tendió en la cama y pasó la noche muy, agitado, entre pesadillas. Al despertar no recordaba el lugar en que se hallaba, pero muy pronto se presentó a su mente la idea de que aquél era el día de su muerte.

Así había llegado al día en que habían de caer cincuenta y dos cabezas. Y esperaba y deseaba poder ir al encuentro de su fin con tranquilo heroísmo. Entonces empezó a preguntarse cómo sería la Guillotina, que nunca había visto; cómo se acercaría a ella y cómo pondría la cabeza; si las manos que lo tocarían, estarían teñidas en sangre…

Pasaban las horas que ya no volvería a oír. Sabía que su última hora serían las tres de la tarde, y, por consiguiente, se figuró que lo llamarían a las dos, pues las carretas de la muerte recorrían lentamente el camino hasta la Guillotina. Así, mientras estaba esperando su hora postrera, oyó la una, y dio gracias a Dios por el tranquilo valor que lo sostenía.

De pronto oyó pasos en el exterior y se detuvo. Una llave entró en la cerradura y dio la vuelta. Mientras se abría la puerta un hombre dijo en inglés y en voz baja:

—Él no me ha visto nunca. Entrad, Yo esperaré junto a la puerta. No perdáis tiempo.

Se abrió la puerta, se cerró rápidamente y apareció ante su asombrada mirada el rostro sonriente de Svdney Carton que se llevaba el dedo a los labios.

—Seguramente soy la última persona a quien esperábais ver —le dijo.

—Apenas creo que seáis vos —contestó Carlos—. ¿Estáis… preso? —añadió con cierta aprensión.

—No. Accidentalmente tengo cierto poder sobre uno de los carceleros y por eso he llegado hasta vos. Vengo de parte de ella… de vuestra mujer, Darnay.

El preso hizo un gesto de dolor.

—Y os traigo una petición de su parte. Atendedla, pues me fue hecha con el más patético tono de la voz que tanto amáis.

El preso inclinó la cabeza.

—No tenéis tiempo de preguntarme nada ni yo lo tengo de explicaros nada tampoco.

Limitaos a obedecerme. Quitaos vuestras botas y poneos las mías.

Carton hizo sentar al preso en una silla y se descalzó.

—No es posible una evasión, Carton —dijo Carlos—. Solamente conseguiréis morir conmigo. Es una locura lo que intentáis.

—Sería un loco si os recomendara escapar, pero no os he dicho tal cosa. Cambiemos de corbata y de levita. Mientras tanto os quito esa cinta que lleváis en el cabello y os lo desordenaré también.

Con maravillosa rapidez hizo lo que decía, en tanto que el preso, sin saber la razón de todo aquello, le dejaba hacer.

—¡Es una locura, querido Carton! —repetía—. Os ruego que no aumentéis con vuestra muerte la amargura de la mía.

—¿Os he pedido, acaso, que salgáis por la puerta? Cuando os lo diga, negaos, si queréis, Aquí veo papel y pluma. Escribid.

El preso se dispuso a obedecer sin conciencia de lo que hacía.

—Escribid exactamente lo que voy a dictaros. ¡Aprisa!

—¿A quién he de dirigir lo que escriba?

—A nadie.

—¿No he de poner fecha?

—No. Ahora escribid: «Si recordáis la conversación que tuvimos, hace ya mucho tiempo, comprenderéis fácilmente lo ocurrido. Sé que entonces recordaréis lo que os dije, pues vos no sois de las personas que olvidan pronto».

Al mismo tiempo, Carton retiró la mano de su pecho y, advirtiéndolo, Carlos preguntó:

—¿Tenéis alguna arma?

—No.

—¿Qué tenéis en la mano?

—Ya lo veréis enseguida. Seguid escribiendo, pues ya falta poco: «Doy gracias a Dios de que se haya presentado la ocasión de probar la sinceridad de mis palabras. Lo que hago no ha de ser causa de dolor ni de pesadumbre».

Y cuando pronunciaba estas palabras, que el preso escribía, se acercaba cada vez más su mano al rostro de Carlos, de cuya mano se cayó la pluma.

—¿Qué vapor es éste? —preguntó.

—No sé a qué queréis referiros. Aquí no hay tal vapor. Tomad la pluma y acabad. ¡Aprisa!

El preso se inclinó nuevamente sobre el papel.

—«De haber sido de otra suerte…» —dictó Carton.

Pero ya la pluma se había caído de manos de Carlos, ante cuya nariz estaba la mano de Carton. El preso le dirigió una mirada cargada de reproches y por espacio de algunos segundos luchó con Carton, hasta que se quedó sin sentido.

Sydney Carton se vistió apresuradamente la ropa que el preso dejara a un lado, se peinó el cabello y lo sujetó con una cinta. Luego se acercó a la puerta y, en voz baja, dijo:

—Entrad.

Inmediatamente se presentó el espía y, al verlo, Carton le dijo:

—Ya veis cómo el peligro que habéis de correr es muy pequeño.

—Mi peligro, señor Carton —contestó el otro—, está en que a última hora no os arrepintáis de lo hecho.

—Nada temáis. Cumpliré lo prometido.

—Es preciso que así sea para que no se descomplete el número de cincuenta y dos. Y vestido como estáis no tengo miedo alguno.

—Nada temáis. Pronto no estaré ya en situación de perjudicaros. Ahora llevadme al coche.

—¿A vos? —preguntó asustado el espía.

—A él, hombre. Sacadlo por la misma puerta por la que entré.

—Naturalmente.

—Al entrar yo estaba débil y angustiado. Es natural que la entrevista con mi amigo, que va a morir, me haya afectado extraordinariamente. Eso ha ocurrido ya muchas veces, demasiadas. Ahora pedid que os ayuden a sacarme.

—¿No me haréis traición?

—¿No os he jurado ya que no? —exclamó impaciente Carton—. Idos y no me hagáis perder estos momentos preciosos. Lleváoslo al patio, metedlo en el coche y entregádselo al señor Lorry, diciéndole que no le dé nada para hacerle recobrar el sentido, pues bastará el aire puro. Decidle que recuerde mis palabras de ayer noche y que no deje de hacer lo que le encargué.

Se retiró el espía y Carton se sentó a la mesa con la cabeza entre las manos. A poco regresó el espía con dos hombres.

—¡Caramba! —exclamó uno de ellos—. ¿Tanto le ha impresionado que su amigo haya sacado el premio gordo en la lotería de la santa Guillotina?

Levantaron el inanimado cuerpo, lo pusieron en una litera y salieron

—Poco falta ya, Evremonde —dijo el espía a Carton.

—Ya lo sé. Tened cuidado con mi amigo y dejadme.

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