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Authors: Charles Dickens

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Historia de dos ciudades (ilustrado) (35 page)

BOOK: Historia de dos ciudades (ilustrado)
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Terribles clamores se levantaron en la sala del tribunal en cuanto se hubo acabado la lectura. Aquel drama excitaba las pasiones vengadoras de la época y no había cabeza alguna en la nación que no hubiese caído ante tan tremenda acusación.

Era inútil, ante aquel tribunal y ante aquel auditorio, tratar de averiguar por qué los Defarge se habían quedado con aquel documento, en vez de entregarlo con los demás que encontraran en la Bastilla, ni tampoco demostrar que el nombre de aquella odiada familia figuraba ya anteriormente en los registros de San Antonio, porque no había hombre capaz de defender a Darnay después de haber sido objeto de semejante acusación.

Y lo peor para el pobre acusado era que lo había denunciado nada menos que un excelente ciudadano muy conocido, su mejor amigo, el padre de su mujer. Una de las más caras aspiraciones del populacho era imitar las discutibles virtudes públicas de la antigüedad en sus sacrificios e inmolaciones ante el altar del pueblo. Por consiguiente cuando el presidente dijo que el buen médico de la República, merecería bien de ella por haber contribuido a destruir una odiosa familia de aristócratas y que sentiría una alegría sagrada al dejar viuda a su hija y huérfana a su nieta, su voz quedó cubierta por las aclamaciones y los rugidos de entusiasmo.

—¿Tiene mucha influencia a su alrededor, ese doctor? —preguntó la señora Defarge, sonriendo, a La Venganza—. ¡Sálvalo ahora, doctor, sálvalo! A medida que los jurados votaban, resonaban los rugidos de la multitud. Votaron por unanimidad contra aquel aristócrata de nacimiento y de sentimientos, enemigo de la República y notorio opresor del pueblo. Debía volver a la Conserjería para morir dentro de las veinticuatro horas siguientes.

Capítulo XI

Crepúsculo

L
a desgraciada esposa de aquel hombre inocente condenado a muerte se sintió agobiada bajo la sentencia como si hubiera sido herida de muerte. Pero no profirió un lamento, pues comprendió que ella era la única persona en el mundo que tenía que sostener a su esposo en su desgracia y no aumentarla todavía, de modo que haciendo un esfuerzo sobrehumano se levantó para resistir aquel terrible choque.

Como los jueces tenían que tomar parte en la manifestación pública, levantaron la sesión y aun no había cesado el ruido que hacían los que se marchaban cuando Lucía, tendiendo los brazos hacia su marido, le mostraba en su rostro su amor y su deseo de consolarle.

—¡Si pudiera llegar hasta él! ¡Si pudiera darle un solo abrazo! ¡Oh, buenos ciudadanos, si quisierais tener compasión de nosotros!

En la sala solamente quedaba un carcelero, con los cuatro hombres que prendieran la noche anterior a Carlos, y Barsad. La gente estaba ya en la calle y Barsad propuso a sus compañeros que les dejaran darse un abrazo, pues era cosa de un momento. Los demás asintieron e hicieron pasar a la pobre mujer por encima de los asientos hasta un lugar elevado, en donde él, inclinándose sobre la barandilla, pudo estrecharla entre sus brazos.

—¡Adiós, querida alma mía! Con mi despedida y con mi amor recibe mi bendición. Ya volveremos a encontrarnos, en donde podremos descansar de nuestras fatigas.

—Tengo fuerzas para resistir mi desgracia y la tuya, querido Carlos. Dios me presta ánimo. No sufras por mí. Bendice a nuestra hija antes de separarnos.

—Contigo le envío mi bendición, y mis besos. Dile adiós por mí.

—Un momento, Carlos mío —exclamó al ver que trataba de alejarse—. No estaremos separados mucho tiempo, pues conozco que esto va a destrozarme el corazón. Mientras viva haré cuanto pueda, pero quiera Dios dar a nuestra hija amigos fieles, corno me los ha dado a mí cuando me vea obligada a dejarla.

El doctor la había seguido y estaba a punto de caer de rodillas ante ellos, pero Darnay lo impidió, exclamando:

—¡De ninguna manera! Ninguna falta habéis cometido para que os arrodilléis ante nosotros. Sabernos ahora cuánto sufristeis al conocer mi origen y que tuvisteis que vencer vuestra antipatía por mi nombre, en obsequio de vuestra hija. Os damos las gracias de todo corazón y con todo el amor que os profesamos.

El anciano no pudo contestar y Carlos añadió:

—No podía ocurrir otra cosa. De tantos crímenes no podía resultar nada bueno. Consolaos y perdonadme. ¡Dios os bendiga!.

Cuando ya se alejó, su esposa se quedó mirándole con ojos radiantes y acariciadores, en tanto que le sonreía amorosamente. Luego, cuando desapareció el preso se volvió hacia su padre y cayó desmayada a sus pies.

Apareció entonces Carton, que había permanecido oculto y la levantó tembloroso de emoción y orgulloso de la carga que llevaba. La trasladó al carruaje que la esperaba y la dejó cuidadosamente sobre el asiento. A su lado se sentaron su padre y el señor Lorry, y Carton tomó asiento al lado del cochero.

Al llegar a la casa volvió a tomar a Lucía en brazos y la subió a su habitación, dejándola en un sofá, en tanto que su hija y la señorita Pross se quedaban llorando al lado de la pobre Lucía.

—No hagáis nada para que recobre el sentido —recomendó— porque está mejor así.

—¡Oh, querido Carton! —exclamó la niña abrazándole apasionadamente—. ¡Ahora que has venido sé que harás algo para ayudar a mamá y salvar a papá!

Él se inclinó hacia la niña, la besó y luego miró a la madre.

—Antes de que me vaya —preguntó—, ¿puedo besarla?

Se recordó luego que después de rozar con sus labios la mejilla de Lucía murmuró algunas palabras. La niña que estaba cerca de él, les refirió luego y repitió a sus nietos cuando era ya una vieja, que le oyó decir: «Una vida que amas».

Luego Carton se dirigió a la habitación cercana, se volvió al señor Lorry y al doctor Manette y dijo a éste:

—Ayer teníais grande influencia, doctor. Es preciso emplearla nuevamente.

—Ayer pude salvarle —contestó el doctor.

—Probadlo otra vez. Pocas horas quedan hasta mañana, pero habéis de probar. Sé que habéis hecho grandes cosas, aunque ninguna tan grande como la que os propongo, pero es preciso probar. Bien merece este esfuerzo una vida.

—Iré a ver —dijo Manette— al fiscal y al presidente y a otros, que mejor es no nombrar siquiera. Les escribiré también… pero no. Nada puede hacerse. Hoy es día de festejos y no podré ver a nadie hasta que anochezca.

—Es verdad. Se trata únicamente de una remota esperanza y poco se pierde con aguardar hasta la noche. Desde luego poco espero. ¿Cuándo podréis ver a esos hombres poderosos, doctor Manette?

—En cuanto anochezca. Dentro de una hora o dos.

—Perfectamente. Iré a visitar al señor Lorry a las nueve y así sabré el resultado de vuestras gestiones. ¡Os deseo completo éxito!

El señor Lorry siguió a Sydney Carton a la habitación exterior y le dijo:

—No tengo ya ninguna esperanza.

—Ni yo. Pero no os dejéis abatir. Di ánimos al doctor Manette solamente por saber que un día será un consuelo para Lucía saber que su padre lo intentó todo.

—Tenéis razón —contestó el señor Lorry enjugándose las lágrimas. Pero morirá, porque no hay esperanza alguna.

—Sí. Morirá. No hay esperanza —repitió Carton antes de marcharse.

Capítulo XII

Tinieblas

S
ydney Carton se detuvo en la calle, indeciso acerca de lo que debía hacer.

—A las nueve en el Banco Tellson —se dijo—, pero hasta entonces conviene dejarme ver, para que esa gente sepa que existe un hombre como yo. Es una buena precaución y una excelente preparación. Pero hay que andar con pies de plomo y pensarlo muy bien.

Reflexionó unos instantes y se decidió por seguir su primera idea. Y de acuerdo con ella tomó la dirección de San Antonio.

No le fue difícil encontrar la taberna de Defarge. Después de haberla visto, se fue a cenar y se quedó dormido. Por primera vez en muchos años, no bebió en abundancia. A cosa de las siete de la tarde se despertó con la cabeza clara y se dirigió de nuevo hacia San Antonio, no sin haberse arreglado ligeramente el cabello, la corbata y el cuello de su traje. Hecho, esto se encaminó directamente hacia la taberna de Defarge y entró.

Estaba casi desocupada. En un extremo Jaime Tres estaba bebiendo y hablando, al mismo tiempo, con el matrimonio, y La Venganza también tomaba parte en la conversación.

Cuando Carton, en mal francés, pidió que le sirvieran vino, la señora Defarge lo miró distraídamente al principio, pero luego con la mayor atención, hasta que acudió a su lado y le preguntó qué deseaba. Él repitió su petición y tan pronunciado era su acento, que la tabernera le preguntó:

—¿Sois inglés?

—Sí, señora, inglés —contestó en francés malísimo y después de escuchar con la mayor atención a su interlocutora como si le costase entender lo que decía.

La señora Defarge se alejó para servirle, en tanto que él se aplicaba a leer un periódico jacobino, como si tratara de descifrar lo que allí estaba impreso. Entonces oyó que ella decía:

—Se parece extraordinariamente a Evremonde.

Defarge le sirvió el vino y dio las buenas noches al parroquiano, el cual fingió que apenas entendía lo que le decían, aunque luego correspondió al saludo.

—Sí, se le parece algo —dijo Defarge junto al mostrador.

—Te digo que mucho.

—¡Bah, es que lo recuerdas tanto!… —observó La Venganza—. Y esperas el día de mañana para verlo de nuevo.

Carton fingía leer con la mayor aplicación y dificultad, en tanto que el matrimonio, Jaime Tres y La Venganza lo miraban desde el mostrador con la mayor atención. Luego reanudaron la conversación en voz baja.

—Tiene razón tu mujer —decía Jaime Tres—. ¿Por qué detenernos?

—Está bien —replicó Defarge—, pero hemos de detenernos en alguna parte.

—Cuando hayamos logrado el exterminio.

—Nada tengo que decir en contra —observó el tabernero—, pero ese pobre doctor ha sufrido ya mucho.

—Estoy segura de que si de ti dependiera, serias capaz de salvar a ese hombre —dijo la tabernera a su marido.

—Nada de eso —le contestó Defarge—, pero me daría por satisfecho y consideraría acabada mi obra.

—¡Ya lo oís! —exclamó airada la tabernera—. Esa raza maldita ya hace tiempo que figura en mis registros por crímenes que nada tienen que ver con la tiranía y la opresión.

—Es verdad —dijo Defarge.

—Cuando, después de la toma de la Bastilla, encontramos el documento del doctor, lo leímos aquí una noche y, terminada que fue la lectura, revelé un secreto a mi marido. Le dije que me había criado entre pescadores y que la familia tan ultrajada por los Evremonde era mi propia familia. Que la pobre muchacha y el desgraciado joven que cuidó el doctor Manette eran mis hermanos y el padre muerto de dolor era mi padre. Ya veis, pues, que tengo motivos más qué sobrados para vengarme y para procurar el exterminio de todos ellos.

La entrada de algunos bebedores interrumpió aquella conversación. Sydney Carton pagó el vino y salió de la taberna.

A la hora convenida se presentó en casa del señor Lorry, que lo esperaba lleno de ansiedad. Le dijo que acababa de dejar a Lucía y que no había vuelto a ver al doctor, pero seguía desconfiando de que sus gestiones condujeran a un feliz resultado. Hacía ya más de cinco horas que estaba ausente. ¿Dónde se hallaría?

El señor Lorry se volvió al lado de Lucía, en tanto que Carton se quedaba esperando, al doctor junto al fuego. Dieron las doce, pero no compareció y cuando volvió el señor Lorry, los dos amigos estaban ya muy preocupados acerca de aquella ausencia inexplicable.

De pronto oyeron pasos en la escalera y poco después entró el doctor; no tuvo necesidad de decir una sola palabra, pues por su aspecto se comprendía que todo estaba perdido.

No se supo si había visitado a alguien o si anduvo errante por las calles. Se quedó mirando fijamente a sus amigos y con apurada expresión les dijo:

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