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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventura, Fantástico, Clásico, Romántico

Ella (36 page)

BOOK: Ella
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Ya no teníamos aceite, y nuestras lámparas, sin duda estarían hechas polvo bajo el pego del canto moviente. Ni teníamos tampoco una gota de agua para aplacar nuestra sed, pues el último trago lo habíamos bebido en el cuarto de Noot. ¿Cómo, pues, atravesaríamos este largo túnel todo sembrado de pedruscos?

No teníamos otro, remedio que confiamos a nuestro sentido, del tacto, y cuanto más a prisa mejor, para que el agotamiento no nos abrumase antes de salir de él, si es que salir podíamos, antes de que nos echásemos a morir donde estábamos.

¡Ay! ¿cómo contaré los horrores de este túnel? Caíamos y nos golpeábamos contra las rocas, de que estaba todo lleno, hasta que la sangre nos brotó por veinte heridas. No teníamos, otra guía qué la pared de la caverna que no cesábamos de tocar, y tan desorientados íbamos en la tiniebla que varias veces nos acometió la atroz idea de que habíamos, vuelto atrás, y que estábamos perdidos. Adelantamos así, cada vez más débiles durante muchas horas, parándonos a cada rato para descansar, porque nuestras fuerzas estaban agotadas. Una vez caímos y nos echamos a dormir, y aun creo que dormimos mucho, porque al despertar teníamos envarados los miembros y se había coagulado la sangre de nuestras heridas y magulladuras, formando costras secas sobre la piel.

Arrastrámonos de nuevo hasta que, al fin, cuando ya estábamos a punto de ser presas de la desesperación, contemplamos otra vez la luz del día y nos hallamos fuera del túnel en el pliegue rocoso del acantilado que, como se recordará, conducía a la caverna. Era la hora del amanecer, lo que conocimos por la dulzura del aire y el aspecto del bendito cielo que habíamos creído no ver más. Según nuestros cálculos habríamos, penetrado en el túnel como una hora después de la puesta del sol, de modo, que habíamos empleado toda la noche en arrastrarnos. Por aquella tripa atroz de la montaña.

—¡Un esfuerzo más, Leo! —murmuré. —Lleguemos a la falda adonde Billali aguarda ¡Vamos, no te rindas ahora!

El pobre joven se había echado de cara al suelo: No podía más.

Reanimóse a mi voz, sin embargo, y, ayudándonos mutuamente, bajamos, que sé yo cómo, los cincuenta pies poco más o menos, que tenía el acantilado. La verdad es que no puedo decir cómo llegamos abajo. Sólo sé que nos encontramos al pie de una montaña hechos unos inertes bultos y que nos arrastrarnos después andando con las rodillas y las manos en dirección al grupo de árboles donde
Ella
había ordenado a Billali que se retirase a esperarnos.

De este modo nos arrastraríamos unas cincuenta o sesenta yardas, cuando vimos salir de un grupo de árboles por la izquierda a uno de los mudos de Ayesba que estaría sin duda dándose un matutino paseo, y que vino corriendo hacia donde estábamos para reconocer qué clase de animales raros seríamos. Mirándonos estuvo un largo rato y al fin alzó horrorizado sus manos, y casi se cae al suelo.

Echó luego a correr al bosquecillo que estaría a una distancia de doscientas yardas. No es extraño que se horrorizara al vemos, porque, deberíamos ofrecer un aspecto atroz. Los rizos dorados de Leo se habían tornado blancos como la nieve, sus ropas estaban todas desgarradas y colgantes en harapos, y su rostro y manos eran masas de carne, indescriptibles llenas de contusiones, heridas, sangre y basura; era lamentable ver cómo se arrastraba penosamente en tierra y yo sin duda no estaba mucho mejor que él.

Cuando dos días después pude verme la cara en el agua no me reconocí a mí mismo. Nunca me distinguí por mi hermosura pero entonces encontré en mis facciones algo más que fealdad, y que aún hoy no he perdido: algo así como ese aspecto de susto con que se presentan las personas a quienes se las despierta de repente de un profundo sueño. Y lo cierto es que no debe asombrar esto a nadie, porque lo asombroso es que conserváramos la razón después de lo que nos había pasado.

Pero entonces vi para mi consuelo, que el viejo Billali corría a nuestro encuentro.

—¡Oh, Babuino! Babuino, hijo mío, ¿eres tú y es ese el León?... ¿cómo se tornó su melena rubia como los trigos, en blanca como la nieve?... ¿De dónde venís? ¿Adónde está el Puerco? Y
¿Ella... Quién debe ser obedecida?

—¡Ha muerto, muerto!.. —respondí. —¡Mas no me preguntes, danos agua, danos de comer! ¿No nos ves la lengua negra de sed?.. ¿Cómo hablaremos?.. ¡Danos agua!

—¡Ha muerto!.. ¡Eso es imposible!.. ¡Ella que nunca muere!

Pero se contuvo al ver que los mudos acudían corriendo y se ponían a observarlo, y les ordenó que nos cargasen y llevaran al campamento; lo que hicieron.

Afortunadamente encontramos al llegar un poco de caldo sobre una la hoguera y Billali mismo nos ayudó a tomar; estábamos muy débiles para tomarlo solos. Luego mandó a los mudos que nos lavaran la sangre y basura de cuerpo con paños mojados, y que nos tendieran sobre una cama de hierba aromática y caímos en un profundísimo sueño, exhaustos, como estábamos, mental y físicamente.

SOBRE LA MONTAÑA

Lo demás que recuerdo fue la sensación que tuve de la más atroz tiesura, y una especie de vaga idea que pasó por mi mente medio despertada de que yo era una alfombra que acababan de sacudir.

Al abrir los ojos, lo primero que me encontré delante fue la venerable fisonomía de nuestro anciano amigo Billali, que estaba sentado junto al lecho improvisado en que yo había dormido y que pensativamente se atusaba su larga barba blanca. Su vista me volvió al punto la recolección de cuanto había sucedido, cuya noción se robusteció al ver al pobre, Leo echado enfrente a mí con la cara toda hecha una miseria y sus hermosos rizos blanqueados. Volví a cerrar los ojos, y gemí

—Bien has dormido, Babuino, hijo mío —dijo el viejo Billali.

—¿Cómo cuánto tiempo, padre mío?

—Una vuelta del sol y una vuelta de la luna hijo mío; un día y una noche y el León lo mismo... Mira duerme aún.

—Bendito sea el sueño —exclamé, —pues borra el recuerdo.

—Dime ¿Qué te ha pasado?.. ¿Cómo es esa extraña historia de la muerte de quien no podía morir?.. Y piensa hijo mío, en que si esto es cierto, el peligro que corres tú y el León es muy grande entonces... La vasija está roja ya que os matará, y hambrientos los estómagos que os devorarán... ¿No sabes que estos amajáguers, mis hijos, te odian, a ti y a tu amigo?... Os odian porque sois extranjeros, y más aún por los hombres a quienes
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torturó por vuestra causa. Y de seguro que si saben que ya nada tienen que temer de Hiya de la terrible
Quien debe ser obedecida,
os matarán entonces con la vasija. Mas, cuéntame lo ocurrido, pobre Babuino.

Con esta súplica empecé a contarle no todo por supuesto cuanto pasó, sino lo que yo creí conveniente de ello, que era: cómo efectivamente
Ella
ya no existía por haber caído en un fuego extraño en el que se había abrasado. El no habría comprendido la verdad de los hechos. También le conté los horrores porque habíamos atravesado para escapar con vida y éstos le afectaron.

Pero vi que no creía en la muerte de Ayesha. Creía sí que nosotros nos figurábamos que había muerto de veras, mas él se explicaba que a
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le había convenido desaparecer por algún tiempo. En una ocasión —agregó, —durante la vida de su padre, había hecho lo mismo, y no se supo de
Ella
durante unos diez años y había una tradición en el país de que muchos siglos atrás había desaparecido durante una generación entera cuando de súbito se presentó de nuevo, y fulminó a una mujer que había ocupado su puesto de reina. A todo esto que me dijo, nade le contestó; pero moví tristemente la cabeza ¡Ay! Demasiado bien sabía Yo que Ayesba no reaparecería más: por lo menos, que Billali no la volvería a ver.

—Y ahora —concluyó él, —¿qué vas a hacer, Babuino?

—No sé, padre, mío, no lo sé. ¿No podríamos escaparnos de este país?

Movió la cabeza y contestó:

—Es cosa muy difícil. Por Kor no puedes pasar porque te descubrirían, y apenas te viera solo esta gente feroz... pues —dijo sonriendo y haciendo el ademán como de ponerse un sombrero. –Mas, existe un camino sobre este monte de que ya te hablé una vez, por donde se conduce el ganado para que paste por fuera. Y después de esos pastos hay tres días de camino a través de pantano, y más allá de ellos no sé lo que hay; pero he oído decir que a las siete jornadas se encuentra un gran río que corre hacia las grandes aguas obscuras. Si pudieras llegar a ellas quizá escaparías; pero ¿cómo llegarás?

—Billali —le dije; —una vez te salvé la vida. ¿Quieres pagarme ahora tu deuda, padre mío? ¿quieres salvarme a mí y al León? Cosa agradable sería para ti pensar en ello cuando tu hora suprema llegase: algo tendrías bueno para colocar en la pesa enfrente de los malos hechos que puedes haber cometido durante tu existencia si es que los has cometido. Y si es verdad que tienes razón, que
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volverá, entonces te premiará por tu acción.

—Babuino, hijo mío, no creas que yo tenga mal corazón. Bien recuerdo que me salvaste cuando aquellos perros se mantenían quietos mirando cómo me ahogaba Te pagaré punto por punto, y si salvarte, puedes yo haré porque te salves. Escucha: mañana por la mañana debes estar dispuesto, porque te haré atravesar el monte en litera y también los pantanos que están del lado de allá. Esto lo haré diciendo que es por orden de
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y el que no obedezca sus órdenes pasto será de las hienas. Y cuando hayas pasado los pantanos lo demás será de tu cuenta y si tienes suerte llegarás con vida a la orilla de las negras aguas de que me has hablado. Mira el León ya se despierta también y vais a comer los alimentos que tengo preparados.

La condición de Leo, al despertarse fue tan mala como era de esperarse de su aspecto, y ambos comimos tan abundantemente como lo necesitábamos. Dirigímonos luego a la fuente, donde nos bañamos y volvimos a nuestros montones de hierbas a dormir de nuevo hasta por la tarde en que despertamos, y entonces comimos, otra vez como por cinco hombres cada uno.

Billali estuvo ausente todo ese día haciendo, sin duda, los preparativos para nuestro viaje, pues que en medio de la noche nos despertó la llegada de un gran número de gente a nuestro pequeño campamento.

Al alba se presentó también el mismo Billali y nos contó que sólo usando el nombre de la temida
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había conseguido, aunque con alguna dificultad, los hombres necesarios para cargar las literas y dos guías que nos condujeran a través de los pantanos, y que nos aconsejaba que partiésemos desde luego, anunciándonos que él mismo nos acompañaría para protegernos contra alguna traición.

Me conmovió mucho este acto de bondad de tan astuto viejo bárbaro hacia nosotros, que éramos dos extranjeros absolutamente indefensos. Un viaje de tres días, de seis, mejor dicho, pues que tenía que volver, a través de aquellos mortíferos pantanos, no era cosa cómoda por cierto, para un hombre de su edad, pero él lo hacía de buena gana para atender a nuestra seguridad. Lo que quiere decir que, aun entre esos amajáguers, que son, en verdad, por su carácter sombrío y sus feroces y diabólicos ritos los más terribles salvajes de que yo he oído hablas se encuentran personas que tienen buen corazón.

Por supuesto que algún interés personal podría inspirar, quizá, su conducta. Creería probablemente, que
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reaparecería a pedirle cuenta de nosotros; pero, de todos modos, nos ofreció en aquella ocasión mucho más de lo que teníamos derecho a esperar de él, y afirmo que mientras viva guardaré la más afectuosa reminiscencia de mi padre adoptivo, el anciano Billali.

Comimos algo, luego montamos en nuestras literas y al cabo de algún rato empezamos a sentirnos en posesión de nuestra antigua energía física. Pero el estado de nuestras, mentes lo abandono a la consideración de los que lean.

Empezamos, pues la afanosa subida del monte.. A trechos, la ascensión era bastante natural, pero las más de las veces era por una senda en zigzag, practicada, sin duda, por los antiguos habitantes del país de Kor, Los amajáguers dicen que una vez al año llevan por allí a pastar afuera sus ganados excedentes y yo afirmo que ese ganado debe tener los pies muy seguros. Las literas para nada nos servían en esos peñascales y por supuesto que íbamos a pie.

Como hacia el mediodía llegamos a la meseta de la cima del monte acantilado, y desde ella obtuvimos un magnífico panorama de la llanura de Kor, en cuyo centro pudimos distinguir con bastante claridad los pilares de las ruinas, del templo de la Verdad por un lado, y por el otro, el interminable y melancólico pantano que debíamos cruzar.

Este murallón de roca habría sido, sin duda alguna el borde del cráter, y tendría milla y media de espesor, todo cubierto de peñas vitrificadas. Ninguna vegetación crecía en aquel lugar, y sólo distraían la mirada de la monótona uniformidad de aquella superficie, los charcos de agua de una reciente lluvia que se formaban en todos los huecos, y depresiones de las rocas. Atravesamos este plano superior de la muralla enormísima natural, hasta que empezamos la bajada del lado opuesto, que si no era tan penosa como fue la subida bastante comprometida era aún por lo abrupto de la vertiente, y esto nos ocupó hasta la caída del sol. Aquella noche vivaqueamos en las faldas inferiores del monte, que en ondulaciones iban a morir al gran pantano.

A la mañana siguiente, como a las once, continuamos nuestro camino por aquellos horribles pantanos que ya hemos descrito otras veces.

Y durante tres días más, entre hedores y lodazales y los miasmas de la calentura marcharon nuestros conductores hasta que llegamos, a un terreno abierto y ondulante y sellado, de caza de toda clase. En este lugar, a la mañana siguiente, nos despedirnos, y no sin cierta pena, del anciano Billali que, atusándose con una mano la barba blanca nos dio con la otra su bendición, solemnemente.

–¡Adiós, hijo mío, Babuino —dijo, —y adiós tú también, León! Nada más puedo hacer en vuestro obsequio. Pero, si tenéis la fortuna de llegar a vuestro país de regreso, que os sirva de advertencia lo que habéis pasado para que no os aventuréis de nuevo por tierras desconocidas; no sea que no podáis retornar y marquéis con vuestros blanqueados esqueletos los límites de vuestro camino... ¡Adiós, una vez más! A menudo os recordaré, y tú, Babuino, no me olvidarás tampoco, que tu corazón es bueno, aunque tu rostro es tan feo.

Volviónos entonces la espalda y se marchó y con él se marcharon los altos y sombríos conductores que fueron los últimos amajáguers que contemplamos.

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