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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

El reino de las tinieblas (9 page)

BOOK: El reino de las tinieblas
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El grupo alcanzó el lago, se metió en él con agua hasta la cintura y se introdujo en el destructor Navarra. La escuadrilla alzó inmediatamente el vuelo y puso rumbo al Sur, siguiendo desde poca altura el curso del río Tenebroso, por donde navegaban ya algunas canoas y almadías rodeadas de un flotante tapiz de flores.

No era larga la distancia. Dos kilómetros más abajo de Umbita, el río desembocaba en una segunda laguna, uno de cuyos lados estaba formado por un enorme acantilado de basalto. Bastó a Fidel una sola mirada a este acantilado para comprender la enigmática sonrisa de Tinné-Anoyá al decirle él que bloquearía la entrada a la gruta con sus aeronaves. La Gruta Tenebrosa no tenía una sola y angosta entrada como Fidel había supuesto, sino diez o doce. Todo el acantilado parecía estar hueco, alojando en sus entrañas parte de la laguna formada a su sombra.

—¡Válgame Dios! —exclamó el capitán Fernández—. ¡No vamos a poder cubrir todas las bocas!

—Fuimos unos tontos al no explorar antes esta gruta —refunfuñó Fidel—. De haberla visto antes hubiéramos traído algunos explosivos atómicos para volar el acantilado entero.

Por una ironía de la era súper modernizada que había producido estos destructores intersiderales, maravilla de la técnica, Fidel Aznar se encontraba ahora ante la imposibilidad de cegar aquella gruta, cosa muy sencilla de realizar con una simple bomba atómica o, a falta de ésta, con unos cuantos proyectiles-cohete de carga nuclear. Pero los destructores no llevaban cañones de este tipo. Su armamento consistía en proyectores de Rayo Z, dardos eléctricos con las mismas propiedades penetrantes de los rayos Láser y que sometían a los metales a una vibración tan violenta que dispersaba sus moléculas en breves segundos.

Para los modernos destructores intersiderales, creados para combatir en pleno vacío cósmico a terribles velocidades, un cañón que disparara proyectiles atómicos era un arma completamente inútil. Ningún proyectil salido de un cañón, ni siquiera un proyectil dotado de alta velocidad, podía competir en rapidez con los 300.000 kilómetros por segundo (la velocidad de la luz) con que se propagaban los mortales Rayos Z. Los mismos destructores eran tan veloces como un proyectil cohete de carga nuclear, con la ventaja de poder ir muchísimo más lejos. Únicamente las zapatillas volantes, pequeños y meteóricos aviones de caza, iban armados con dos cañones lanzacohetes de carga nuclear para objetivos situados en tierra firme en vuelo raso. Pero las zapatillas volantes estaban en la colonia, a más de 4.000 kilómetros de distancia, y la flotilla de devotos del dios de las Tinieblas se acercaba rápidamente a la laguna.

—¿Y si probáramos a hundirla con nuestros fusiles atómicos? —propuso el Capitán Fernández.

Las posibilidades de derrumbar aquella masa roqueña con los diminutos proyectiles atómicos eran muy remotas, pero no costaba nada probarlo. Fidel ordenó maniobrar al Navarra hasta quedar de costado y a respetable distancia del acantilado, abrió la portezuela y, echándose el fusil a la cara, disparó una corta ráfaga contra las bocas de la pavorosa gruta.

Un puñado de cegadoras llamaradas azules se abrió en un corto sector del gigantesco acantilado. Volaron enormes pedazos de roca y estalactitas que pesaban varias toneladas. Colosales bloques de basalto se desprendieron de lo alto chapuzándose en el lago con gran estruendo, alzando surtidores de agua de 20 metros de altura. Pero cuando Fidel dejó de disparar y miraron hacia el acantilado vieron que nada había conseguido, excepto agrandar una de las bocas de la gruta.

—Es inútil —murmuró Fidel con acento irritado—. Ese acantilado es de formación volcánica, y el basalto demasiado duro para nuestros proyectiles de pequeño calibre.

—Bien —suspiró Verónica—. En tal caso, ¿qué podemos hacer para impedir que estos desgraciados vayan al encuentro de Tomok? ¿Hundirles las canoas y almadías a tiro?

—¿Qué diferencia hay entre que les matemos nosotros o que los devoren los hombres de cristal? —preguntó Fidel—. Vedlos, ya están desembocando en la laguna. Nadie les detendrá. Amenazarles de muerte cuando van en busca de ella es estúpido; incluso es muy probable que prefieran morir a nuestras manos que a las de Tomok, y nosotros no podemos convertirnos en verdugos de veinte mil desdichados. Desde la altura en que se encontraban, los terrestres miraron hacia el río Tenebroso que, con sus 400 metros de anchura, vertía en el lago los primeros tapices de flotantes pétalos.

—Sólo podemos hacer una cosa —dijo Fidel. Y todos los ojos se volvieron hacia él—. Vamos a llamar por radio a las zapatillas y a meternos dentro con esa gente.

—¿Entrar en el reino de las Tinieblas? —preguntó Woona estremeciéndose de pies a cabeza.

—¿Por qué no? —apoyó Ricardo Balmer—. Una vez u otra tendremos que hacerlo y la oportunidad es magnífica. Podemos acompañar a los adoradores del dios en su peregrinación, y cuando los hombres de cristal salgan de sus madrigueras para cogerlos… ¡zis zas! Les hacemos polvo con nuestros fusiles atómicos. Esto convencerá a los indígenas de que los tales espíritus son unos farsantes.

El grupo contempló pensativamente a la flotilla indígena próxima a desembarcar en la laguna.

—Bien —dijo el profesor Castillo—. Por mí que no quede. Siento una tremenda curiosidad por ver cómo son esas criaturas de silicio y echar una mirada sobre su extraordinario mundo.

Capítulo 7.
Hombres de cristal

M
ientras la flotilla se dejaba caer sobre el lago Fidel Aznar utilizaba la radio para comunicarse con el autoplaneta Rayo, situado en una órbita de satélite a 2.000 kilómetros de altura. En el Rayo, el profesor Julio Valera, acudió al aparato. Fidel le dio cuenta de su resolución y añadió:

Ignoro las sorpresas que nos aguardan allí dentro, pero es fácil colegir que este río no llega hasta el mismo centro del planeta, o bien sigue un camino muy largo y tortuoso, difícil, si no imposible de seguir con nuestros destructores. Envíeme acá las escuadrillas de zapatillas volantes con sus tripulaciones equipadas con armaduras de vacío y bombonas de oxígeno, linternas eléctricas y provisiones para varios días.

Valera prometió hacerlo y Fidel cortó la comunicación para escuchar al profesor Castillo. Creía el eminente científico que los Hombres de Silicio recogerían a sus víctimas en un punto no lejano de la gruta. Dada la naturaleza de carbono, era lógico suponer que los hombres de silicio pondrían sus víctimas a salvo de su terrible sol guardándolos en lugares donde su vida pudiera prolongarse algún tiempo, consumiéndolos luego poco a poco según sus necesidades. El hecho de haber observado que los indígenas llevaban en el fondo de sus canoas algunas provisiones corroboraba la teoría del profesor. Aquellas provisiones, o estaban destinadas para nutrir a los peregrinos a través de un largo viaje o bien a alimentarlos mientras esperaban, hacinados en una gruta enorme, a que los caníbales hombres de silicio los fueran sacando para su macabra alimentación.

Mientras Castillo exponía sus ideas, la escuadrilla navegaba siempre hacia el fondo de la gruta arrastrada por la corriente. A sus espaldas se achicaban los agujeros de la luz que entraba por las bocas de la gruta. De pronto brilló la luz de una antorcha. Luego otra… y otras… Los elegidos de Tomok acababan de irrumpir en el lago interior y encendían sus antorchas, que reproducían invertidas sobre las tintas aguas sus sangrientos chisporroteos.

Un coro de voces rompió a cantar una melopea cadenciosa y triste, en cuyas estrofas se aseguraba, por contraste con el acento de los cantores, sentir gran alegría y felicidad por haber sido escogidos de Tomok para servir de alimento a su sagrado vientre. El eco multiplicaba hasta el infinito este coro de voces y repetía en los tenebrosos rincones sumidos en tinieblas las últimas palabras de cada verso. A medida que la procesión acuática se internaba en las lobregueces de la Gruta Tenebrosa parecía alargarse la línea de luciérnagas rojas, reproducida con fiel exactitud en el fondo de las aguas. Nuevas voces se unían al coro en competencia con el eco; pero el eco vencía siempre a las víctimas de Tomok agigantando su trueno en las profundidades insondables de la gruta. Un clamor largo y quejumbroso se arrastraba sobre las aguas teñidas de rojo por el medroso fulgor de las antorchas.

Transcurrían los minutos con exasperante lentitud. El lago interior parecía no tener fin y sus bocas de comunicación con el exterior iban quedando atrás, empequeñecidas por la distancia. De pronto, el Navarra tocó fondo haciendo tambalear a sus tripulantes. Fidel abrió una escotilla superior y sacó la cabeza y los hombros fuera de la nave. El resplandor que salía de la cabina le permitió ver el principio de un rápido cuyo sordo rumor llegaba hasta sus oídos por el eco. El joven volvió a la cabina y ordenó elevar ligeramente al Navarra.

El Navarra dejó oír el zumbido de sus motores atómicos y ascendió unas pulgadas. Entonces le cogió la corriente y lo lanzó a gran velocidad rápidos abajo, recorriendo en un minuto una gran distancia mientras las rocas del fondo arañaban su metálico casco con espeluznantes chirridos. El piloto hizo elevar más el destructor, y entonces el aparato golpeó con fuerza sobre un techo de roca. —¡Alto! —gritó Fidel.

El piloto cortó la corriente eléctrica que hacía elevarse al aparato, y éste volvió a caer en el río, siendo arrastrado nuevamente sobre el lecho de rocas hasta que el piloto dio marcha atrás. El Navarra se detuvo entonces venciendo a la fuerza de la corriente que le empujaba de popa. Lentamente, el destructor volvió atrás hasta el lago, donde se reunió con el Galicia, el León y el Aragón.

Cuando el Navarra volvía sobre el lago, la flotilla indígena alcanzaba el rápido y desaparecía a gran velocidad aguas abajo. Cada canoa y almadía llegaba atraída por la corriente hasta el punto donde encallara el Navarra, quedaba un momento inmóvil, y de pronto adquiría poderoso impulso lanzándose por la rampa acuática, donde el aire desplazado apagaba muchas antorchas.

—Será mejor no meter a los destructores por este camino —gruñó Fidel malhumorado—. Corremos el riesgo de quedar atascados, y si de todas formas los aparatos han de volver atrás, ¿para qué complicar la cosa? Embarquémonos en una almadía y acompañemos a los elegidos de Tomok como unos peregrinos más, al menos hasta que nos den alcance las zapatillas.

—¿Y si los cazas tampoco pueden pasar? —pregunto Fernández.

—Una zapatilla no es más grande que algunas de esas almadías —repuso Fidel—. Por donde pase una balsa de troncos pasará también una zapatilla voladora.

—Bien, sea como usted dice —dijo el profesor Castillo.

Fidel dio una llamada general a los restantes aparatos de la escuadrilla ordenándoles que salieran de la gruta y esperaran en el lago exterior la llegada de las zapatillas volantes. Entre tanto, Woona y el profesor Castillo —que era después de Fidel y Verónica quien mejor hablaba el idioma nativo— habían atraído a gritos a una gran balsa de troncos. La almadía estaba junto al destructor cuando Fidel regresó a la portezuela, y Woona y Ricardo Balmer habían saltado ya sobre los troncos. Les siguieron Verónica Balmer, el profesor Castillo, el capitán Fernández y el doctor Gracián, todos enfundados en sus armaduras de titanio, armados hasta los dientes y provistos de grandes linternas eléctricas. Fidel saltó también, el comandante del Navarra soltó la cuerda que les mantenía unidos al aparato y la pesada almadía derivó lentamente hacia el rápido, atraída por la voraz succión de la corriente.

Tripulaban aquella balsa una veintena de hombres y mujeres, todos jóvenes y pobremente vestidos, aun en esta ocasión en que todos lucían sus mejores galas. Esta gente acogió a los extranjeros con total indiferencia, como si en las proximidades de la muerte se nivelaran las diferencias de raza, de lenguaje y de creencias, tratándose todos con fraternal camaradería.

La balsa se precipitó velozmente por el rápido, obligando a sus ocupantes a asirse a las cuerdas y lianas que unían la trabazón de troncos para no ser precipitados al agua. Apuntando el haz luminoso de su linterna eléctrica hacia arriba, Fidel comprobó que estaban pasando por una gran hendidura horizontal. En algunos puntos, el techo de roca era tan bajo que obligaba a los hombres a agachar la cabeza. Jamás hubieran podido pasar por allí los destructores.

Después de un corto y veloz descenso, la almadía alcanzó un segundo lago interior, por donde volvió a navegar placenteramente, siempre impulsada por la misma corriente. Pasadas las peripecias del descenso, los «elegidos» de Tomok volvieron entonar su triste y cadenciosa melopea. La procesión acuática cruzó una enorme caverna a la fantasmagórica luz de las chisporroteantes antorchas. La misteriosa corriente llevó a la flotilla hacia un nuevo rápido.

Fue éste un descenso vertiginoso y fatal para muchas almadías. Algunas de éstas chocaron violentamente contra los espumajeantes escollos y se desbarataron ruidosamente, precipitando a sus ocupantes al agua, donde fueron recogidos por otras barcas y balsas más afortunadas.

La plataforma flotante que tripulaban los terrestres llegó bastante malparada al término del rápido. El río Tenebroso discurría ahora por un túnel. Sus aguas tranquilas, encajonadas entre los altos muros de roca, adquirieron gran profundidad.

El río serpenteó entre ellos paredones, ocultando frecuentemente a la vista de los españoles las luces de los que marchaban delante. Inesperadamente, al doblar un recodo, los terrestres vieron ante sí un vivo resplandor rojizo que iluminó las pétreas paredes del túnel. Esta luz brotaba de una caverna hacia la que se dirigía el río y procedía de unas hogueras a juzgar por el acre humo que flotaba sobre las cabezas de los terrestres.

—¡Atención! —avisó Castillo—. Si no me equivoco llegamos al término de nuestra excursión acuática.

—¡Cómo! ¿Tan pronto? —exclamó Verónica.

—Siempre he creído que el viaje por vía fluvial no podía ser muy largo. Este río llegará, tal vez, al centro del planeta para alimentar mares allí existentes, mas formando tal número de cascadas y rápidos que todos pereceríamos ahogados mucho antes de desembarcar en un mar.

Los españoles requirieron sus fusiles ametralladores y los empuñaron con decisión. La balsa salió del túnel y desembocó en una gruta plenamente iluminada por una serie de grandes fogatas que ardían a la izquierda, sobre una faja de arena. La gruta, en realidad, no era otra cosa que un ensanchamiento del callejón por donde discurría el río Tenebroso. La flotilla habíase detenido aquí. Una alta reja de acero, tendida de uno a otro lado de la gruta, les cerraba el paso.

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