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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

El reino de las tinieblas (4 page)

BOOK: El reino de las tinieblas
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Además de todo esto, Fidel distribuyó entre los presentes grandes piezas de telas, unas multicolores, otros transparentes como el cristal: cuchillos y brillantes espadas que se combaban como juncos sin romperse y estaban grabadas en oro; magníficos aparatitos que al apretarse se coronaban con una llamita (encendedores automáticos); cañitas de cristal (plumas estilográficas) que escribían sobre el pergamino sin necesidad de mojarse en el frasco de tinta…

Los dedos fuertes y toscos de estas gentes primitivas palpaban las delicadas muestras de la industria y la técnica terrestres con la timidez y el gozo de unos chiquillos grandes.

Mientras tanto habíanse ultimado los preparativos del banquete y todos pasaron a la sala contigua. Fidel se negó a ocupar la cabecera de la mesa, asegurando que correspondía a la princesa sentarse allí, y él ocupó un rústico taburete a la izquierda de la joven.

Fidel hizo repetidos esfuerzos para conducir la conversación hacia el punto que más le inquietaba; esto es, hacia Tomo y la brutal idolatría del pueblo de Saar. Pero los ministros y aun la misma Tinné estaban demasiado excitados por los regalos de los terrestres para mantener más de un minuto una conversación. Los individuos de la corte comían tiernas carnes asadas y bebiendo con abundancia y gran ruido un licor alcohólico. Constantemente había alguien en pie hablando a gritos a sus compañeros. El aparato magnetofónico amenizaba la comida con triunfales marchas. Los comensales miraban y remiraban de unos a otros manoseándolas con sus dedos sucios de grasa.

El nivel cultural de este pueblo, según Fidel pudo colegir, no difería gran cosa de los tiempos bíblicos terrestres. El palacio era una edificación baja y tosca, construida con sillares de piedra y grandes troncos sin desbastar que se combaban bajo el peso del tejado. Sus salones eran largos y sombríos, bajos de techo y escasos de luz en unas ventanas que más parecían saeteras. Largos años de una imperfecta iluminación a base de teas resinosas habían cubierto con una pátina negra techos y paredes. La higiene, como en la mayoría de los pueblos primitivos, no parecía preocupar demasiado a los indígenas. Los muebles eran pocos, muy pesados y de tosca manufactura. Se desconocía el uso de alfombras en los pisos y de cristales en las ventanas, tal vez debido al clima húmedo y caluroso de Saar, enclavado en plena zona tórrida del planeta.

Observó Fidel repetidamente la curiosidad de Shima y otros ministros hacia los fusiles atómicos que empuñaban los terrestres al llegar y que ahora mantenían cruzados sobre sus rodillas. Tras muchas dudas, Shima se decidió y preguntó:

—¿Qué son esas cosas que parecen cañas y de las que nunca os separáis?

—Estas son nuestras armas, Shima —repuso Fidel sonriendo—. Instrumentos de muerte que escupen truenos y relámpagos aniquilando todo a su alrededor.

—¡Como los espíritus de Tomo! —exclamó Tinné abriendo mucho los ojos.

El profesor Castillo, que ocupaba un asiento a la derecha de la joven, echó su busto sobre la mesa mirando a Tinné y preguntando:

—¿Has dicho como los espíritus de Tomo?

—¿Los habéis visto alguna vez? —preguntó Fidel sintiendo que una tenaza de hierro le apretaba el corazón.

—Hace muchísimos años que no les vemos —repuso Tinné—. En otros tiempos salían de cacería por nuestras tierras, pero desde que mis antepasados acordaron con ellos enviarles las víctimas que necesitan para su alimentación por el río Tenebroso, no han vuelto a molestarnos.

—Pero… —exclamó Fidel ronco de sorpresa —, ¿las víctimas no las inmoláis ante vuestro dios?

Esta vez fue Tinné-Anoyá quien miró al terrestre sorprendida.

—No —negó moviendo su áurea cabeza—. Si lo hiciéramos así los espíritus de Tomo u hombres de cristal no podrían comerlas. A ellos les gusta mucho la carne humana. Las víctimas escogidas por la suerte suben en canoas y almadías y descienden aguas abajo del río Tenebroso. Este río desaparece en una gran gruta y dicen que baja hasta el seno de la tierra, donde los espíritus de Tomo recogen a las víctimas y las guardan en establos para ir comiéndoselas poco a poco… Eso al menos, es lo que dice la leyenda. Nadie sabe lo que es de las víctimas una vez entran en la Gruta Tenebrosa… Nadie ha vuelto de allá para contarlo.

—¡Gran Dios! —exclamó Fidel saltando en pie, pálido como un difunto—. ¡Si al fin será verdad que existen los espíritus de Tomo y que la efigie de éste habla… como nuestros altavoces! —Ya os dijimos que Tomo habla —murmuró Chima—. Y también nos ve desde lo alto de la Colina Sagrada.

Todos los terrestres y también Woona, habíanse puesto en pie al ver levantarse a su jefe. Los indígenas, impresionados por la expresión del rostro del mago extranjero, enmudecieron de golpe. Y en este silencio, denso y sofocante, se escuchó el vibra-te latido de unos tambores.

—¿Qué son esos tambores? —preguntó Fidel a la princesa—. Son los tambores de la Muerte —repuso la joven poniéndose en pie lentamente—. Llaman al pueblo de Umbita al pie de la efigie de Tomo para proceder al sorteo de las víctimas. Quien sea elegido por la suerte y no posea un esclavo para mandarlo en su lugar, ni dinero para comprarlo, deberá emprender la Ruta Tenebrosa hacia el Reino de las Tinieblas.

Los españoles intercambiaron una mirada de inteligencia. —Creo que no debemos retrasar ni por un segundo más la visita a esa estatua de Tomo —murmuró Fidel recogiendo del suelo su escafandra de acero y cristal.

Capítulo 3.
El secreto de Tomok

I
ba a organizarse el cortejo real para subir, hasta la Colina Sagrada. Tinné-Anoyá, sobre un palanquín llevado a hombros de cuatro robustos esclavos y seguida de toda su corte, se trasladaba al pie de la estatua de Tomo para presidir el fatal sorteo de las víctimas.

Peto los terrestres no podían esperarla. Una duda atroz les empujaba fuera de palacio hacia la Colina Sagrada, para investigar sin pérdida de tiempo las sobrenaturales voces y miradas del horrible dios de las Tinieblas. Dejando a la corte muy atareada en los preparativos del cortejo real, los terrestres y Woona se lanzaron a la plaza con ánimos de volver al destructor y hacer en unos segundos el viaje en que el cortejo invertiría más de una hora.

Fidel Aznar, al frente de su grupo, cruzó el dintel de palacio y alzó sus ojos hacia la efigie de Tomóle. Esta consistía en un grotesco muñeco de formas remotamente humanas. Su cuerpo era un colosal triángulo con la base hacia arriba, dos ángulos que formaban lo que pudiera llamarse hombros y otro ángulo apuntando al suelo. En el centro de la base invertida del triángulo tenía la cabeza, una gran esfera de bronce con una de sus caras de cristal, muy parecida a las escafandras que los terrestres utilizaban contra los rayos ultravioleta y las bajas presiones de la estratosfera.

Tomok, como los seres humanos, tenía dos brazos y dos piernas, arrancando los primeros uno de cada ángulo superior y las segundas a ambos lados del vértice inferior o extremo del tronco. Los brazos eran articulados y estaban armados de sendas y poderosas pinzas. Los pies eran una especie de garras de ave de presa, con dos espolones hacia adelante y otro hacia atrás. Erigida sobre la cúspide de la colina próxima a la ciudad, chisporroteaba bajo los rayos del sol dominando el amontonamiento de casas extendidas a sus pies.

Umbita era una ciudad de 60.000 habitantes. El alto a Tomok, que obligaba a sus habitantes a tuna doble adoración a la salida y puesta del sol, había influido en sus edificaciones como en los pueblos árabes, viéndose casi todas provistas de azoteas para que sus moradores, sin abandonar sus casas, pudieran reverenciar al terrible dios de las Tinieblas.

Cuando los seis terrestres y Woona regresaron al destructor, los tambores hacían vibrar el aire percutiendo lúgubremente, llamando a los umbitanos al pie de la estatua que presidiría el fatal sorteo. Las víctimas, engalanadas con sus mejores ropas y mostrando coronas y collares de flores, dirigíanse en largas procesiones hacia el camino de la Colina Sagrada. Rehuían pasar por la Plaza Real, donde el destructor Navarra había venido a posarse, pero gran número de gente espiaba los movimientos de los terrestres desde prudencial distancia.

Apenas el último de los españoles hubo entrado en el destructor, el piloto que había quedado a la custodia del aparato cerró la portezuela y despegó. El destructor Navarra, como sus congéneres y el mismo autoplaneta Rayo que los exiliados de la Tierra utilizaran para llegar a este nuevo mundo, estaba construido de un metal exótico muy denso, con la propiedad de repeler la fuerza de atracción de las masas al ser inducido eléctricamente por sus poderosos motores atómicos.

El destructor Navarra se elevó suavemente en el aire, y voló sobre las casas de Umbita para posarse, sólo unos segundos más tarde, sobre la cima de la Colma Sagrada.

Los umbitanos, que no debieron preocuparse jamás del embellecimiento de su ciudad, llevaron, en cambio, grandes obras sobre la meseta de esta colina. El sanguinario dios de las Tinieblas estaba sólidamente afirmado sobre una peana de bronce que, a su vez, se asentaba sobre un pedestal mucho mayor, levantado con enormes sillares de granito que en sus cuatro caras laterales mostraban bajorrelieves con escenas de grandes cacerías, donde unos monstruos con forma de Tomok eran los cazadores y los seres humanos las bestias huidizas… La explanada era tan amplia que podía contener cómodamente varios miles de personas, estando pavimentada con grandes losas de mármol azulado y rodeada por un hemiciclo de grandes columnas a estilo de una acrópolis. Uno en cada ángulo del pedestal de granito veíanse cuatro recipientes de bronce donde ardía, esparciendo acres humaredas, un fuego de petróleo en bruto. Detrás del ídolo habían algunas edificaciones igualmente sólidas y lujosas; las casas de los sacerdotes guardadores del dios.

Había gente sobre la meseta. A ambos lados de la escalinata de acceso al pedestal de Tomok, varios músicos se preparaban para el concierto de música semisalvaje que servía de fondo a la ceremonia del sorteo. Una docena de timbaleros golpeaban sus grandes tambores, cuyos sonoros ecos descendían las laderas de la colina para flotar como un presagio de muerte sobre la ciudad atemorizada.

Estos tambores dejaron de sonar al aparecer el destructor Navarra. Cuando la aeronave fue a posarse con su suavidad característica sobre las Josas de la meseta, todos: músicos, timbaleros, sacerdotes y curiosos, se arrojaron de bruces en el suelo haciendo reverencias e invocando el nombre de su sanguinaria deidad.

Durante el breve trayecto, considerándolas un estorbo, los terrestres y Woona habíanse despojado de sus armaduras de titanio, recobrando su aspecto enteramente humano y la agilidad de movimientos. Al saltar del aparato, los españoles mostráronse ante los sorprendidos ojos de los indígenas vestidos con una especie de «monos» tejidos con fibra de acero. Al ser heridos por los rayos del sol, estos trajes chisporrotearon en reflejos azulados. Sin prestar atención a los indígenas, Fidel Aznar encaminóse rectamente hacia el ídolo y empezó a subir la escalinata seguido de los profesores Castillo y Ferrer y, algo más rezagados, Woona, Ricardo Balmer, el capitán Fernández y el doctor Gracián, estos últimos empuñando sus fusiles atómicos y mirando a diestra y siniestra con desconfianza.

Al llegar a la plataforma superior, Fidel se detuvo para echar la cabeza atrás y mirar hacia la altísima y colosal efigie. Luego se acercó a la peana de bronce, atraído por la curiosidad que en él despertaba esta pieza de fundición, demasiado enorme y bien hecha para poderse atribuir a la tosca manufactura indígena. Alargo la mano para tocar el metal, y en este momento alguien gritó con voz en cuello a sus espaldas:

—¡Detente, hijo del cielo…! ¡No toques ese metal si no quieres morir fulminado por un rayo!

La mano de Fidel no llegó a tocar el bronce. Volvióse el joven frunciendo el ceño y vio subir las escaleras a un anciano de grandes y níveas barbas que vestía una especie de camisón granate y se tocaba la cabeza con una tiara de forma octogonal. El anciano acortó la distancia que le separaba de los terrestres, vueltos hacia él con extrañeza, y se arrodilló en el último escalón repitiendo:

—¡Alejaos de Tomok, hijos de las estrellas! ¡Todo el que toca su divina efigie cae aniquilado por el rayo de la cólera!

—¡Farsante! —refunfuñó Fidel en español. Y en voz alta y en lengua indígena pregunto —: ¿Eres tú el Gran Sacerdote de Tomok? Ven, acércate.

El Gran Sacerdote se puso en pie y acercóse tímidamente a los extranjeros, deteniéndose a una respetuosa distancia de Fidel.

—Dices que todo el que toca las partes metálicas de Tomok cae fulminado por un rayo —dijo éste—. Seguramente tú, por ser sacerdote de su rito, puedes tocarlo invulnerablemente, ¿no es cierto?

—¡Jamás he osado alargar mi mano impía hacia ese metal! —aseguró el anciano—. Ni siquiera yo, con ser Gran Sacerdote, puedo poner mi mano sobre Tomok sin morir al instante.

Fidel hizo una seña a Ricardo Balmer y al capitán Fernández, que habían quedado uno a cada lado a espaldas del Gran Sacerdote. Los dos jóvenes asieron al anciano por los brazos y le empujaron hacia adelante. —Obligadle a tocar la peana de su fetiche —dijo Fidel—. Quiero ver qué le ocurre a un Gran Sacerdote anda toca con sus manos impías las divinas partes de Tomok.

El sacerdote ser revolvió como una anguila entre las manos de los terrestres. Sus ojos parecían desorbitados terror mientras gritaba como un condenado: —¡No…! ¡No! ¡Os lo suplico…, por favor…, por piedad…, tened compasión de mí…, ningún daño os hice…, no me matéis!

Ricardo y Fernández le empujaban hacia la peana. El viejo retrocedía debatiéndose desesperado entre las manos de sus aprehensores, intentando defenderse con uñas, pataleos y dientes.

—¡Alto! —ordenó Fidel alzando una mano—. Dejadle; su terror es demasiado grande para ser fingido.

—¡Oye, Fidel! —Protestó Ricardo dejando en libertad Gran Sacerdote—. ¡No te habrás tragado la bola de este fantoche fulmina a quien lo toca! ¿Quieres ver como lo hago sin que me ocurra nada? el intrépido e irreflexivo Ricardo avanzó hacia la a decidido a tocarla.

—¡Quieto, loco! —le gritó Fidel asiéndole de un hombro y echándole hacia atrás—. ¿No se te ocurre que toda esta estatua pueda estar fuertemente electrificada?

—¿Electrificada? —repitió Ricardo mirando a su amigo con estupefacción—. ¿Has dicho electrificada?

—Profesor Ferrer, vaya al aparato con el doctor y tráigase su equipo eléctrico —rogó Fidel. Y volviéndose hacia Ricardo añadió —: me da en la nariz que los milagros de este Tomok tienen una explicación bastante lógica. Esta gente asegura que ve, que oye y que habla, cosas todas ellas sobrenaturales para Tinné y sus crédulos súbditos, pero muy sencillas de resolver para nosotros.

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