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Authors: Javier Reverte

Corazón de Ulises (53 page)

BOOK: Corazón de Ulises
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Alejandro siguió hacia Asia y conquistó un imperio; pero la unidad de aquellos inmensos territorios a los que sometió, y cuya extensión sería más o menos igual a la mitad de Estados Unidos de nuestros días, se rompió al año siguiente de su muerte. Por el contrario, su proyecto de una cultura de integración, de un saber universal, sigue vivo, y ha cabalgado a trompicones sobre los siglos.

Por eso, quizá, Alejandría, la Alejandría de hoy, populosa, arruinada y decrépita, sigue pareciéndonos, incluso en su paisaje, un sueño de la razón.

Es cierto que todo cuanto se busca más allá de lo razonable supone audacia, coraje y un espíritu transgresor. Hoy contemplamos la civilización griega y el proyecto alejandrino como dos méritos de la historia del pensamiento y la cultura, un mundo de saberes e ideas al que llamamos clásico. ¿Nos hemos olvidado de lo que tuvo de exageración? Todo fue en exceso, al contrario de lo que se proponía en los consejos escritos en los templos de Delfos. Pero gracias a ese exceso, los europeos de hoy somos lo que somos, en todo caso los hijos inevitables de Grecia. ¿Sabremos alguna vez excedernos como ellos lo hicieron, sin temor de Dios y dispuestos a poner patas arriba aquello que parece razonable? Lo clásico comienza, siempre, cuestionando todo cuanto se tiene por clásico.

Al atardecer, la ciudad parecía revivir. En el centro de la plaza de Saad Zaghloul, la gente se arremolinaba en torno al pedestal de la gigantesca estatua que representa al líder nacionalista que da nombre a la explanada. Todas las noches sucedía lo mismo en Alejandría: bajo el fresco que llegaba del alto mar, niños y adultos se echaban a la calle, como si huyeran de escondidas madrigueras calientes, ávidos de aire.

El viento agitaba las cabelleras de las altas palmeras, y en las terrazas de los cafés de la Cornisa, repletas de clientela, olía a té de hierbabuena y al tabaco de los narguilés. Las luces de las farolas se reflejaban en el azul azabache del mar. Parejas de enamorados paseaban, con las manos enlazadas, junto al muro protector del malecón. El tráfico era tan caótico como en las horas diurnas y los ruidos estridentes de los bocinazos apagaban el dulce sonido de los cascabeles de los caballos de tiro.

Arriba de Saad Zaghloul, en la estación de tranvías, vendedores de cacahuetes, golosinas, relojes y mazorcas de maíz asadas formaban filas en las aceras. Uno de ellos atraía clientes con un halcón vivo, que mantenía atado a su lado y al que de cuando en cuando daba de comer un fruto seco.

Oí la música atronar en un piso alto de la plaza y vi gente que se afanaba en el portal tratando de subir. Me acerqué y, con amabilidad, sabiéndome extranjero, me abrieron paso. Arriba, en un enorme salón donde se apretaban medio millar de personas, una mujer bailaba una especie de danza del vientre sobre el escenario que cerraba la sala. A su lado, la orquestina hacía sonar una melodía alegre que el público acompañaba con sus palmas.

Era una celebración nupcial. Detrás de la bailarina, la pareja de recién casados se sentaba en dos tronos, flanqueados por los padres. Y parientes y amigos iban subiendo por turnos al estrado, pasando por detrás de la orquesta y la danzarina, para hacerse fotos con los novios.

Un grupo de chavales me sonreían, me guiñaban los ojos y señalaban con picardía a la mujer que bailaba. Era una hembra madura y gruesa, y se ataviaba con un sostén negro de lentejuelas, velo transparente a modo de falda y braga también negra con sus correspondientes lentejuelas. Más que danza de vientre era la suya danza de barrigón, aderezada con los enormes pechos que brincaban encima cual balones de fútbol bien inflados.

Cuando salí a la calle y caminé hacia mi hotel eran cerca de las once. Pero ningún alejandrino parecía haberse ido a casa y la calle continuaba llena de viejos, niños y mujeres. Los hombres jóvenes seguían consumiendo té en las terrazas y fumando sus pipas de agua.

Olía a vigoroso mar, a viento cargado de salitre y sudor de algas. Y nadie, salvo yo, parecía tener prisa por irse a dormir en Alejandría, en la ciudad irreal cercada por la oscuridad de la noche, bajo la lumbre tímida de una luna menguante.

Alejandro dejó Egipto en mayo del 331 a.C. Ahora llevaba con él 40.000 infantes y 7.000 jinetes, sin duda un poderoso ejército, pero muy inferior en número al que podía oponerle Darío III, que contaba con una fuerza de caballería de 30.000 hombres y más de 200.000 soldados de a pie. Tenían los persas, además, un buen número de carros de guerra, que llevaban fijados a los ejes de las ruedas afiladas hoces, un arma temible empleada para cortar las patas de los caballos del enemigo.

Alejandro cruzó el río Tigris sin oposición. Darío había decidido esperarle cerca de Babilonia, a campo abierto, y el 30 de septiembre, los dos ejércitos se avistaron cerca del pequeño pueblo de Gaugamela. Al siguiente día se inició la batalla.

Los persas comenzaron a rodear a los griegos y Alejandro les dejó hacer. Cuando vio su oportunidad, no dudó: al frente de su caballería se lanzó derecho a atacar el desguarnecido centro del ejército persa, donde se encontraba el rey enemigo. El ánimo de Darío flaqueó. Y emprendió la huida seguido de sus hombres. El joven rey macedonio había ganado otra vez, aunque no logró capturar y matar al rey enemigo.

Alejandro entró en Babilonia sin oposición, recibido por el sátrapa persa como rey legítimo. Pocas semanas después, los macedonios conquistaban Susa, que se entregaba también sin resistencia. Las riquezas confiscadas en las dos ciudades convirtieron a Alejandro en el hombre más rico de la Tierra.

El ejército invasor siguió hacia Persépolis, tras vencer a un ejército persa en un paso montañoso. Persépolis era el centro religioso y político del imperio de Darío y allí se encontraban las tumbas de sus reyes. Para los griegos, sin embargo, era la ciudad odiada, ya que en ella tuvo su palacio el rey Jerjes, que asoló Grecia en el 480 a.C. y prendió fuego a los templos sagrados de Atenas. De modo que, al entrar en Persépolis y pese a no encontrar resistencia armada, Alejandro ordenó su destrucción. En el palacio real encontró un fabuloso tesoro cuyo valor podría cifrarse hoy en miles de millones de pesetas. El macedonio había vengado a Grecia y tenía dinero más que sobrado para pagar a su ejército durante años.

Darío seguía huyendo hacia el este con su ejército y Alejandro mantenía firme su propósito de derrotarlo en una batalla final. Pero un sátrapa de una lejana provincia persa, llamado Besso, hizo prisionero a Darío y se proclamó rey.

Alejandro se dirigió a toda prisa hacia el lugar, acompañado por una pequeña tropa de caballería. Él era quien tenía el derecho de arrojar del trono a Darío, y no un traidor persa. Cuando llegó al lugar donde esperaba encontrarse con el sátrapa, halló el cadáver de Darío, a quien Besso había ordenado asesinar.

Alejandro llevó los restos del rey persa a Persépolis, ordenó un gran funeral en su honor y lo enterró junto a los otros monarcas de la dinastía. Perdonó a sus enemigos, e incluso nombró para muchos altos cargos de su imperio a nobles persas. Quería integrar, no sólo conquistar. Comenzó además a vestirse como los reyes persas y uniformó a sus soldados de caballería al modo de los jinetes de Darío. Trataba de mostrar que no era un rey macedonio, sino un verdadero y legítimo emperador de Persia.

Alejandro persiguió a Besso hasta el actual Afganistán y cruzó con sus hombres el río Oxus. Aterrados ante la inminencia de una batalla contra el macedonio, los seguidores del sátrapa se rebelaron contra él y Besso fue capturado por los macedonios. Alejandro lo entregó a los persas para que lo juzgaran y el sátrapa rebelde fue ejecutado.

Continuó hacia el este y alcanzó los límites del Imperio persa, en las orillas del río Jaxartyes, en el actual Tayikistán. En esos días, cerca de Samarkanda, Alejandro conoció a Roxana, hija de un noble de Tayikistán a quien sometió después de una breve revuelta, y se enamoró de ella de inmediato. Unos días después se unían en matrimonio.

En el verano del 327 a.C, Alejandro se preparó para invadir la India. Habían pasado siete años desde que dejara Macedonia y había conducido a su ejército a lo largo de 15.000 kilómetros. Llevaba con él 50.000 soldados, de los cuales 15.000 eran persas.

Al otro lado del río Indo le esperaba el rey Poro, al frente de un poderoso ejército que incluía doscientos elefantes preparados para la batalla. Alejandro, en lugar de enfrentar a su caballería con los elefantes, empleó la infantería, que se encargó de atacar con hachas y espadas a los paquidermos, hiriéndolos en las patas. Poro fue derrotado y hecho prisionero. Alejandro le perdonó la vida y le propuso ser su aliado, lo que el rey hindú aceptó.

Siguió el avance hacia el interior de la India. Pero sus hombres daban ya muestras de agotamiento. A pesar de que intentó convencerlos con sus arengas y promesas, los macedonios ya no querían continuar. En el 326 a.C. inició el regreso.

Camino de Babilonia, se detuvo en Susa. Y allí Alejandro tomó una de las decisiones más famosas de su biografía y más ingeniosas desde un punto de vista diplomático. Para fundir en una sola nación a los súbditos de su gran imperio, decidió que un buen número de sus mejores oficiales macedonios desposaran a mujeres de la nobleza persa. Quería así sellar la unidad de sus pueblos. Él mismo se encargó de ordenar los preparativos de aquella boda multitudinaria en la que se casaron noventa y dos parejas. Alejandro escogió para él una segunda esposa, Estatira, la hija mayor de Darío III. Su camarada Hefestión desposó a la más pequeña de las hijas del mismo rey, con lo que se convirtió en concuñado de Alejandro.

Los banquetes y fiestas duraron cinco días y el joven emperador no reparó en gastos. Dicen los historiadores que, al mismo tiempo, otros diez mil soldados macedonios se unieron a mujeres persas en matrimonio. Todos los oficiales y soldados que accedieron a casarse en aquella multitudinaria boda recibieron como premio considerables sumas de dinero.

En el otoño del 324 murió Hefestión, el firme compañero de Alejandro, a causa de una enfermedad. En pleno ataque de ira y desolación, el joven rey mandó ejecutar al médico, se afeitó la cabeza y ordenó cortar a todos los caballos de su ejército las crines y las colas, lo mismo que había hecho Aquiles a la muerte de su camarada Patroclo.

De regreso a Babilonia, ciudad que quería convertir en la capital de su enorme reino, organizó los funerales de su amigo. Fue construida una tumba de cincuenta metros de altura, se celebraron juegos y representaciones teatrales en las que intervinieron tres mil atletas y artistas, y se sacrificaron en honor de Hefestión más de diez mil vacas.

Alejandro se dispuso a preparar una nueva campaña. Esta vez pretendía conquistar Arabia. En la primavera del 323, su ejército estaba preparado para iniciar la marcha. Pero a finales de mayo, Alejandro caía enfermo y el 10 de junio falleció. No quedó muy clara la causa de su muerte, y algunos cronistas de la Antigüedad señalan que pudo ser envenenado.

No había cumplido aún los treinta y tres años. Pero el
Hijo del Rayo
vivió como quería vivir, siempre intensa, peligrosamente, como un Aquiles resucitado. El imperio que había conquistado no pudo, sin embargo, permanecer mucho tiempo unido, ya que sus generales se repartieron sus reinos.

Pero si aquel imperio se desvaneció como un pastel de clara de huevo bajo el soplo del aire, sus conquistas culturales permanecieron, cuando menos, tres siglos. El universo de su tiempo habló griego y pensó en griego durante los trescientos años que siguieron a su muerte. Los Ptolomeos, señores de Egipto, continuaron el sueño más noble de Alejandro, el sueño de la metrópoli universal capaz de recoger todos los saberes de la Antigüedad y el gran legado del helenismo.

Según sus cronistas, Alejandro dijo una vez algo muy griego, tan griego como él lo fue; tan homérico, tan milesio, tan aristotélico, tan pindárico, tan sáfico, tan ateniense, tan trágico y tan excesivo como esto: «Considero que no existen límites para los esfuerzos de un hombre de coraje».

La siguiente mañana eché un par de horas en visitar el Museo Arqueológico de la ciudad. Es pequeño, humilde, pero contiene algunas piezas de interés; en especial dos cabezas en mármol de Alejandro donde se aprecia esa leve inclinación de la cabeza que destacaba Plutarco. Me llamó la atención, también, la escultura de una «supuesta» Afrodita, según reza en el cartel explicativo, decapitada y con las piernas mutiladas. Era una hembra púdica, que con un brazo se cubría los pechos y con el otro intentaba subirse la túnica hasta tapar a medias el pubis. La escultura, desde luego, transmitía una llamarada de carga erótica, en ese que enseño pero no enseño. ¿Puede concebirse una Afrodita pudorosa? Desde luego que sí: en el pudor fingido hay siempre una gran carga de sensualidad y, sin duda, aunque careciese de cabeza, y sin ella de sonrisa, aquel torso del museo, el cuerpo a medio vestir del mármol, no podía ser otro que el de la eterna diva del amor.

Me asomé más tarde a las ruinas del teatro romano, donde quizá Cleopatra y Marco Antonio asistieron alguna vez que otra a las representaciones de las obras de los grandes trágicos atenienses. Es un descampado arruinado donde muerde el fuego del verano con hambre asesina. Así que busqué de nuevo las sombras de las frescas calles de la ciudad vieja. La gente se arremolinaba en un cruce de la avenida Horreya, en torno a varios coches de policía y dos ambulancias: sobre el asfalto brillaba un charco de sangre fresca y roja, en la que nadaban restos de masa encefálica. Sin duda era la sangre de uno de los hábiles toreadores de coches de las calles de Alejandría. Esta vez, para su desgracia, le había pillado el toro.

Dicen que la biblioteca de Alejandría, cuyo emplazamiento exacto se desconoce, pudo estar situada en la esquina de la calle Nabi Danyal con la avenida Horreya, y que se encontraría debajo de la mezquita de Abdel Rizaq el Wafai. Hay quien asegura que las dos columnas de mármol que flanquean la entrada del templo actual pertenecieron al Mouseion. Tal vez no son más que creencias populares, ganas de darle vueltas a lo que no se sabe con certeza. No obstante, en los alrededores de la mezquita, abundaban los vendedores de libros de lance, expuestos en el suelo, sobre alfombras: tomos escritos en árabe en su mayoría, y algunas novelas, en inglés o francés, de asunto policial o erótico. Nada que ver, desde luego, con lo que pudo ser el contenido de la gran biblioteca del Mouseion. Pero libros al fin y al cabo.

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