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Authors: Javier Reverte

Corazón de Ulises (50 page)

BOOK: Corazón de Ulises
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Ernst Bloch, en su ensayo
Ulises no murió en Ítaca
, afirma que la figura del héroe errante ha influido en personajes posteriores de la leyenda y la literatura, como el exiliado rey Arturo de las sagas inglesas o como nuestro andante caballero Don Quijote de la Mancha, a fin de cuentas también un vagabundo y en cierta forma el contrapunto cómico del héroe homérico.

La psicología de Ulises, por otra parte, es tratada por Homero con una modernidad asombrosa. Es bravo en la batalla, como los otros héroes de la guerra de Troya, pero en ocasiones le acomete el miedo y no lo oculta. Agamenón y Diomedes, en dos ocasiones del poema le acusan de cobarde, cuando rehuye enfrentarse al enemigo sospechando que se encuentra en una situación desfavorable. «¡Ay de mí!», exclama en el canto XI del poema, viéndose rodeado de enemigos. «¿Qué me ocurrirá? Muy malo es huir, temiendo a la muchedumbre, pero peor aún es que me cojan».

Prudente y sabio en dar consejos, no duda, cuando le conviene, en ser embustero. También en la
Ilíada
, Agamenón le acusa de ser «versado en artimañas malignas y atento a la ganancia», mientras Aquiles se refiere a él como «el que piensa una cosa y dice otra».

En la
Odisea
, el poema donde ya Ulises es el personaje central, el héroe representa, sobre todo, el peso de la inteligencia humana, que desplaza al coraje en el combate, como la suprema virtud, a un segundo plano. Y alrededor de Ulises, el segundo poema homérico nos muestra otro cambio importante con respecto al primer poema: el papel de la mujer. En la
Ilíada
no abundan las mujeres, es un libro de hombres, y las que asoman en sus páginas tienen un papel pasivo, como Helena o Hécuba, o son parte del botín de guerra, o esclavas para el disfrute de los héroes cuando descansan de la lucha. Las mujeres de la
Odisea
, por el contrario, toman parte muy activa en el relato, son mujeres mucho más modernas. Así aparecen Circe, Calipso y la propia Penélope, tan truquista como su marido cuando urde el engaño del paño para demorar la elección de nuevo esposo. Nausícaa es fundamental en la salvación de Ulises cuando llega a Feacia. Y una deidad femenina, y casi feminista, la sabia Atenea, hace un papel casi de coprotagonista en la historia.

Lo que nos queda de Ulises, al fin, es el retrato vivo de un hombre singular, «el personaje completo», como decía Joyce, que lo tomó como modelo para el personaje central de su famosa novela. Lo verosímil de su humanidad es su característica esencial.

En un pasaje de
La República
, Platón cuenta cómo las almas de los héroes de la mitología, una vez muertos, escogen nuevas formas de ser para su reencarnación. Orfeo prefiere la condición de cisne, Tamiris la de ruiseñor, Agamenón elige la del águila y el bufón Tersites la de mono. Cuando le llega el turno a Ulises, Platón escribe: «El alma de Odiseo, que fue el último llamado por la suerte, vino también a escoger; pero recordando sus infortunios pasados y ya sin ambición, anduvo buscando por mucho rato, hasta que al fin descubrió en un rincón, como despreciada, la condición pacífica de un hombre común, que todas las demás almas habían dejado; y exclamó al verla que, aunque hubiera sido el primero en escoger, no habría nunca otra elección».

Lawrence Durrell dice así del héroe homérico: «Aunque cronológicamente estemos separados de Ulises por miles de años en el tiempo, todavía moramos a su sombra». Yo me quedo con su grito más humano, el que, cuando abrumado por tanta desdicha, ya solo y perdido en el océano, clama: «¡Aguanta, corazón!».

Hubo escandalera de tormentas durante la noche. Me desperté en varias ocasiones, sobresaltado por el furor de los truenos que estallaban sobre Ítaca o por el golpeteo de la lluvia cuando arreciaba. Lavada por el agua de la noche, la mañana del domingo asomó limpia, con un cielo muy hondo por el que cabalgaban nubes veloces y blancas, y un aire transparente y fresco, de filo de navaja. El mar entraba calmo en la bocana de Vathy, verdoso sobre las ondas sensuales. Conforme el sol trepó a lo alto, regresó el calor.

Eché el día en dar vueltas por Vathy y los alrededores con la motito. Iba a tomar el barco en la madrugada del día siguiente y creo que deambulaba de un lado a otro como un insecto atontado. Sentía la tristeza previa a la partida de un sitio que te gusta, casi como si se adelantase mi nostalgia de Ítaca. Olores carnosos, aguas claras, pescado fresco, vino joven y un buen amigo con quien conversar y beber: ¿se le puede pedir mucho más a un risueño lugar del mundo?

Sentía una especie de trémula ansiedad por retener en mi memoria el paisaje del puerto y los rostros de la gente que ya me eran familiares, por fijar en la retina las caderas del monte Aetos, guardar en mis narices el olor de los pinos y los jazmines, encerrar en mis oídos la salmodia de las cigarras de Ítaca… En el ir y venir con la motito pasé junto al busto de Byron, en el ayuntamiento. Me detuve a darle una oportunidad, como me sugirió Dimitris la noche anterior. Eso sí, miré antes el cielo y comprobé que ninguna de las nubes algodonadas tenía trazas de ir a descargar un chaparrón sobre la isla. Le tiré, pues, un par de fotos al melancólico poeta. Está bien combatir contra las supersticiones, me dije satisfecho. Y un cuarto de hora después, en una callejuela de Vathy, la motito derrapó en un charco y me di una costalada contra un coche aparcado. Por fortuna, marchaba a doce o quince kilómetros por hora. Al velomotor le quedaron una par de cicatrices en el frontal de plástico y a mí un chichón en la frente y unos cuantos rasguños en la pierna derecha. Maldije una vez más al lord.

Al anochecer, ya en la pensión, Dimitris me contó que, cuando era joven, había escrito un libro de versos, que no llegó a publicar. «Ahora, cuando me voy solo, al mar o a la montaña, tomo notas», añadió. «Quizá haga algo con ellas algún día. Me gusta la poesía de la vida, no la que se ensaya sobre el lenguaje. Homero, Cavafis, los trágicos…, todos aprendieron de la vida.» Luego, me preguntó por mi escritura y por mi suerte literaria. «Cuando se han ganado lectores», dijo después, «ya se está arriba, y siempre le comprarán sus libros, haga lo que haga. Pero es ahora cuando se verá si es usted un escritor o no lo es. No se copie a usted mismo. Siga adelante en aquello que cree. Un escritor debe creer en lo que dice y aventurarse siempre. ¿No lo ve en la
Ilíada
y la
Odisea
? Son dos libros estupendos, pero no se parecen en casi nada el uno al otro».

Yo debía madrugar y Dimitris, cuando no iba de pesca, solía dormir hasta bien entrada la mañana. De modo que nos despedimos aquella noche de domingo, bajo la luna gorda y amarilla, rodeados por el canto de los grillos. Fue un adiós sobrio. «Sé que volverá», dijo Dimitris. «Estoy seguro», respondí. Y subí a mi cuarto para dormir unas pocas horas. Todos los lugares que guardas en tu memoria, con un soplo de calor empapando el recuerdo, tienen siempre un rostro humano flotando entre paisajes.

La luna redonda reinaba sobre el cielo negro de Ítaca cuando, la madrugada de aquel lunes, Bettina me llevó en coche hasta el embarcadero donde atracaba el transbordador
Cefalonia
. A las siete, el barco se separó del muelle y navegó despacio saliendo de la bocana de Vathy, cuyas luces brillaban tímidas sobre la bahía. Doblamos hacia el este y bordeamos el sur de la isla, rumbo a la vecina Cefalonia.

Salí al puente de popa. Soplaba un aire fuerte y fresco. Miré las costas deshabitadas y me vino a la memoria aquel verso de Kipling: «Dios bendiga las islas hospitalarias que dan hogar a un hombre».

Luego, en el Oriente, los dedos de la aurora pintaron de rosa el cielo sobre el mar vinoso. Fue la más hermosa alborada que nunca he visto. Una mujer salió también al puente. Mirábamos los dos, separados unos metros el uno del otro, hacia el amanecer. El océano se iba tiñendo de una luz violácea con brochazos de plata, los islotes flotaban negros sobre las ondas marinas, las montañas del lejano continente se cubrían con un velo de suave azul y, en el cielo, antes de que el sol saltara a quemarlo todo con sus ardorosas llamaradas, los hilachos de las nubes desgarradas lucían rosados, grises y naranjas. Un poco después, mientras el sol trepaba más y más hacia la vida, pareció que el cielo se cubriese de brochazos de sangre y que una mano invisible hubiera hecho estallar contra la cortina del espacio una decena de calabazas.

La mujer y yo nos miramos, sonrientes. El viento nos alborotaba el pelo. «
Wonderful
», dije. «
Amazing
», respondió ella. «Nunca he visto nada igual», añadí luego, también en inglés. «Es el amanecer más bello de mi vida», respondió ella. Y seguimos allí, un buen rato, en silencio, hasta que el sol se echó sobre la tierra, quemando los perfiles de las cordilleras y haciendo al mar brillar blanco y celeste.

Y así me alejé de la patria de Ulises. «A Ítaca has de tenerla siempre en la memoria», nos ordena Cavafis. Y yo acepté, humilde, el gran mandato del poeta.

Capítulo XXII
El hijo del rayo

Hasta hace algo más de treinta años, cuando los emigrantes griegos en Egipto, y sobre todo en Alejandría, formaban una colonia de varias decenas de miles de personas, había frecuentes barcos que unían el puerto del Pireo y el de Patras con el litoral egipcio. Aquellos griegos emigrados comenzaron a llegar al norte de África, en sucesivas oleadas, huyendo del hambre y del yugo turco, desde los comienzos del siglo pasado. Formaron una próspera comunidad en Egipto, protegidos por los ejércitos británicos y sometidos, desde la lejanía, y no sin cierta tolerancia, al Imperio otomano. A mediados del siglo XX, bajo administración directa del Imperio británico, al menos cincuenta mil griegos habitaban en el país, y la gran mayoría de ellos vivían en Alejandría, la ciudad fundada por un emperador griego, Alejandro, casi dos mil trescientos años antes. Así que, no muy lejos ya del fin de siglo, volvió a cumplir Alejandría, por segunda vez en su historia, el sueño de su creador, el sueño del hijo del rayo: ser crisol de culturas y de etnias, de lenguas y creencias. Todo terminó cuando, en 1956, después de lograr la independencia del país, Nasser proclamó la nacionalización del canal de Suez y decretó que pasaran a manos de los egipcios la mayoría de negocios y de industrias que pertenecían a los «extranjeros».

El nacionalismo es siempre el gran enemigo de la convivencia entre los que son diferentes, y la mayoría de los griegos alejandrinos hubieron de hacer las maletas y emprender una nueva diáspora. Unos pocos regresaron a la tierra de sus orígenes y unos muchos se marcharon a Suráfrica, Estados Unidos y Australia. Algunos años después, apenas un par de miles de griegos vivían en territorio egipcio. Hoy, finalizado el siglo XX, son ya unos pocos centenares, casi todos ancianos, los que todavía sostienen, a duras penas vivo, el espíritu heleno de Alejandría.

Y claro, los barcos dejaron de ser rentables. La compañía griega de aviación Olimpic Airways mantiene, pese a todo, algunos vuelos semanales entre Atenas y Alejandría. Supongo que más en razón del orgullo nacional que por negocio. Desde luego, en aquel vuelo de un martes de primeras horas de la mañana, que tomamos una veintena escasa de pasajeros, seguro estoy de que había mucho dinero que perder y muy poco prestigio por ganar.

Tardamos hora y cuarto en llegar a las costas de Egipto y, allá abajo, la geografía adusta y parda de Alejandría, tendida a las orillas del mar, parecía la de una cochambrosa urbe crecida entre las arenas fatigadas del desierto, por más que el Mediterráneo luciera en un violento azul y, a esa hora, las siete y cuarenta y cinco según el reloj, el sol ya se hubiese encaramado en los altos del cielo, arrojando una luminosidad abrasadora sobre la tierra.

En un escorzo del avión pude ver, a través de la ventanilla de plástico cruzada de rayajos, las aguas del lago Mareotis, donde las barquichuelas de los pescadores, ayudados de pértigas en lugar de remos, navegaban entre los juncos. Luego, en otro giro del avión, asomó la garbosa cornisa que, en el puerto Oriental, daba frente al mar, engalanada de altos edificios que, desde el aire, adoptaban un aire suntuoso.

En mi memoria flotaban los días de Alejandro, de los reyes Ptolomeos, y de Cleopatra y Marco Antonio; y la sonoridad de los versos hondos de Cavafis, y también la sombra inaprensible de Justine, el mejor personaje del
Cuarteto de Alejandría
, que debemos a la pluma de Lawrence Durrell. Cuando te aproximas a una ciudad literaria es como si caminaras al encuentro de un fantasma. Me pregunté en ese instante lo que tantos otros se han preguntado: ¿existe en verdad Alejandría o es tan sólo un espejismo de la imaginación?

Yo creo que Alejandría existe, al menos quiero tener la certeza, como señalan mis cuadernos, de que estuve allí unos cuantos días. Por lo menos, el taxista espabilado que me recogió en el aeropuerto y me trasladó a la ciudad existía de pleno, en la seguridad de que un extranjero recién aterrizado no conoce las tarifas reales del lugar adonde llega. Me cobró veinticinco dólares por llevarme al centro, más del doble de lo que hubiera sido justo, y eso que regateé y bajé el precio de la cifra primera, que eran cuarenta dólares. Pero no me quedaba otra opción, ya que no había autobuses entre el aeropuerto y la urbe. No obstante, uno está ya algo bregado en lidiar por el ancho mundo con los chorizos de lance, y me negué en redondo a aceptar su sugerencia de alojarme en un hotel que conocía y que era «el mejor y de precio más justo de Alejandría». «Voy al Windsor, ya le he dicho», corté terminante al tercer intento del hombre por cambiarme la ruta.

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