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Authors: Lluís Hernàndez i Sonali

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Certificado C99+ (4 page)

BOOK: Certificado C99+
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—De acuerdo.

—«La bruja despreciada». Había una vez en un país muy y muy lejano un rey que no tenía hijos. El rey ya era mayor, y la reina, aunque no tenía la edad de su marido, empezaba a dejar atrás la juventud. Pronto les llegaría la edad en que ya no podrían tener hijos.

»Los súbditos estaban preocupados, porque se imaginaban que si el rey no dejaba un heredero de su linaje, cuando muriera habría guerra entre los nobles. De hecho, los nobles de la corte ya empezaban a hacer cálculos y a estudiar posibles alianzas entre ellos, aunque, por supuesto, se cuidaban mucho de ocultar al rey sus maquinaciones.

—¿Qué son maquinaciones, mamá?

—Quiere decir intrigas, las maniobras que empezaban a hacer para cuando el rey muriera, porque pensaban que se podrían repartir el reino entre ellos.

»El rey también estaba preocupado porque aún no tenía descendencia. Quería tener un hijo para dejarle el reino y para que no hubiera guerra cuando él muriera. Por eso, como era habitual en aquella época, llamó al castillo a todos cuantos pudieran ofrecerle algún remedio: adivinos, monjes, médicos, expertos en hierbas… Y ninguno parecía capaz de proponerle la solución… Incluso una vieja que vivía en el bosque y era conocida por su fama de conjuradora de espíritus y de adivina se presentó en el castillo. Pero el rey no quiso recibirla porque no le gustaban sus artes, que consideraba malignas. Además, todo el mundo decía que aquella vieja era una bruja…

—Mamá, este cuento no me gusta…

—Espera un poco más; si sigue sin gustarte, lo dejamos. Ten en cuenta que acabamos de empezar…

»Finalmente, cuando ya nadie lo esperaba y los nobles empezaban a pelearse entre ellos, la reina se quedó embarazada. El rey se puso muy contento, aunque temía que el embarazo no se desarrollara bien. Pero los nervios desaparecieron cuando tuvo un hijo, el heredero deseado. Todos se pusieron muy contentos, incluso los nobles, que en el fondo tampoco deseaban ir a la guerra. Para celebrar el nacimiento de su hijo y heredero, el rey organizó una gran fiesta y distribuyó monedas de oro entre sus vasallos, porque quería que todo el mundo participase de su alegría. Y entonces, en mitad de la fiesta, cuando todos los nobles rodeaban a su rey, a la reina y al niño recién nacido, en la puerta apareció la vieja del bosque, la bruja a la que el rey no había querido consultar.

»—Yo también le traigo un regalo al niño recién nacido —dijo.

»Y todos callaron, porque en el fondo le tenían miedo, a ella y a sus malas artes. La bruja avanzó lentamente y ya se acercaba a la cuna cuando la reina le cerró el paso, porque no quería que tocase a su hijo.

—Esta bruja no me gusta, mamá —insistió Marcos.

—Espera un momento, Marcos. Ahora hablará la reina, ya verás…

»—Todos te agradecemos el regalo de todo corazón —le dijo solemnemente la reina—. Participa de la fiesta con nosotros.

»Pero la vieja dijo con voz agria:

»—No olvido que hace unos meses no quisisteis escuchar mi consejo. Ni queréis que vea de cerca a vuestro hijo. Por eso le he preparado este regalo.

»Y le dio a la reina un paquete muy pequeño, muy bien envuelto en una tela de color púrpura oscuro. Y mientras la reina lo abría, la bruja dio medio vuelta, se echó a reír y salió del castillo. Dentro del paquete había un certificado, un C1, el más corto de todos… ¡Y era negativo! La reina gritó, llorando, y a lo lejos se oyeron otra vez las carcajadas de la bruja…

—¡No, mama, basta, no me gusta! ¡Quiero el de los cerditos! ¡La bruja no me gusta!

—De acuerdo, de acuerdo —concedió la madre finalmente, temiendo que Marcos se desvelara—. Ya lo volveremos a coger otro día,. Y que conste que acaba bien, y que al final la bruja…

—¡No, no lo quiero Saber, mama! Léeme el de los cerditos.

Y la madre, suspirando resignada, cogió otra vez el cuento de los cerditos y empezó a leer:

—«Había una vez en un país muy y muy lejano una madre cerdita que tenía que dejar a sus tres hijos cerditos solos en casa para ir al mercado…»

LEY ÚNICA DEL CERTIFICADO

Artículo 454

La ley establece pena de prisión en grado 2 para el delito de posesión de certificados que no correspondan a la persona que los lleve.

Artículo 455

La ley establece penas de prisión en grado 1 para el delito de tráfico o compraventa de certificados.

Artículo 232

La duración de la pena de prisión se establece de la siguiente manera, de acuerdo con la duración máxima del certificado penal que se pueda validar para la persona condenada:

a)
Grado 1: El 75% de la duración del certificado.

b)
Grado 2: La mitad de la duración del certificado.

c)
Grado 3: La tercera parte de la duración del certificado.

d)
Grado 4: El 15% de la duración del certificado.

Mike

Habían quedado citados en un bar que Frank no conocía. Primero pensó que Mike habría elegido un bar de su barrio, donde no faltaban los establecimientos con rincones discretos y salidas convenientemente disimuladas, pero quizás hubiera resultado demasiado novelesco. Aunque aún no tenía tanta experiencia en el mundo de los «negocios» como la mayoría de sus compañeros, Frank ya empezaba a comprender que la vida real no tenía nada que ver con lo que había visto en el cine.

El bar donde entró tenía más aspecto de cafetería familiar que de garito de contrabandistas, con una barra de acero inoxidable, unos taburetes a juego, la tele sin sonido y un par de máquinas tragaperras. Nadie fumaba, y la música de fondo no era excesiva.

Mike estaba sentado en una de las mesas del fondo, cerca de la puerta del lavabo.

—¿Ha traído el dinero? —dijo sin molestarse en saludar.

Frank se sentó tranquilamente, como si no le afectaran ni las prisas ni el nerviosismo del otro. Con la mano derecha dio unos golpecitos sobre el bolsillo del abrigo, como queriendo indicar el lugar donde llevaba el dinero, pero no respondió directamente a la pregunta.

—¿Y usted los tiene todos? —en realidad, Frank tenía más motivos para estar inquieto que su interlocutor, pero sabía controlarse mejor. Después de todo, Mike se dedicaba a negocios de este tipo, y seguro que hacía una o dos operaciones como aquella cada mes.

—¡Ya le dije que era muy difícil! Y más en sólo una semana. Imposible. Me falta uno.

De hecho, Frank, para hacer más creíble su petición y el dinero que estaba dispuesto a pagar, había incluido en la lista el nombre de una figura muy conocida, pues sabía con seguridad que a Mike le resultaría muy difícil conseguirlo. Pero, continuando con su papel, lo miró con cara de no querer disimular una decepción que en realidad no sentía:

—¿Cuál le falta?

—Aún no me ha dicho si tiene el dinero. Primero quiero ver el dinero.

Frank sacó del bolsillo interior de la americana un sobre y lo puso sobre la mesa, junto a los vasos. Mike se precipitó a cogerlo, como si sufriera por las manchas de licor que lo podían ensuciar, y con una nerviosa ojeada al interior tuvo suficiente:

—¡Falta dinero!

—Pues claro que falta. En eso quedamos. El precio era por todos los certificados, hoy. Y usted dice que no los tiene todos.

—Los tengo todos, excepto uno, ya se lo he dicho.

—Pero yo aún no los he visto, y no me ha dicho cuál falta.

—Supongo que ya se imagina cuál es el que falta. Lo tendré en un par de días —no era cierto. Ambos sabían que no lo podría conseguir ni en dos días ni en un mes, pero ninguno de ellos se entretuvo en eso.

Finalmente, Mike se decidió y sacó de debajo de la mesa un paquetito envuelto en papel de diario y lo acercó hacia Frank, que decía:

—Dentro de dos días ya no nos servirá. Déjelo estar. El trato era para hoy.

Pero Frank no estaba tan decepcionado como trataba de aparentar, y se le notaba en la voz mientras rasgaba uno de los lados del paquete. Cuando comprobó lo que había dentro, y lo hizo con una satisfacción que no ocultaba el temor que había tenido a que Mike hubiera intentando engañarlo, decidió que ya tenía suficiente.

—De acuerdo. Creo que con éstos nos arreglaremos —habló con un tono de voz más alto, como si quisiera que lo escucharan en todo el bar.

Mike se dio cuenta de pronto de que algo iba mal.

Y tenía razón, porque en un instante se encontró flanqueado por dos hombres que no sabía de dónde habían salido. Y oyó la voz de Frank, ligeramente sardónica, que le decía:

—Mike Arnolds, quedas detenido por tráfico y posesión de certificados.

Entonces, Mike vio que los dos hombres que lo sujetaban llevaban brazaletes con el distintivo de la Corporación del Certificado.

***

—¡Me han tendido una trampa! —exclamaba Mike un rato después, sin muchas esperanzas de ser creído. Le habían retirado las esposas, pero un policía de uniforme no le quitaba la vista de encima, preparado para usar una pequeña porra que llevaba colgando de la mano derecha.

Desde el otro lado de la mesa, Frank y otra policía, a la que Mike no conocía, lo miraban como perdonándole la vida.

—Esta vez te tenemos muy bien cogido, angelito —Frank le enseñó una grabadora que llevaba en el interior de la americana.

—Y, además —continuó—, teníamos dos cámaras en el bar. Dentro de poco te podrás ver… Me parece que eres muy fotogénico.

—¡Usted sabe que es una trampa! ¡No me pueden acusar de nada! —volvió protestar Mike, aunque sin mucha convicción—. ¡Quiero un abogado!

Entonces habló ella. Era joven, mucho más joven que Frank.

—Si quieres, haremos que venga un abogado… Pero puede que no lo necesites.

—¿Por que dice que no lo necesitaré?

—Te acusaremos de tráfico, de manipulación, de chantaje… —la voz de Frank era dura, insensible.

—O puede que no… —ella, claro, hacía de policía buena.

—¿Qué quieren? —se rindió Mike.

Frank dudó un momento, o tal vez se hizo de rogar:

—Hemos pescado un pez…, pero eres un pez muy pequeño… En realidad, pececitos como tú pescamos un par cada semana. Tus jefes ya cuentan con ello, me imagino…

—Nuestros jefes tampoco nos felicitarán extraordinariamente por haberte pescado. Ahora bien, si nos ayudas a pescar un pez más grande… A lo mejor te podríamos hacer algún favor a cambio…

Ahora fue Mike quien dudó:

—Si os ayudo, me mataran.

—Es posible. A no ser que nos ayudes tanto que te podamos conseguir una nueva identidad… Incluso podemos hacerles creer que has muerto…

—En cambio…

—…si no nos ayudas, te dejaremos libre dentro de unas cuantas horas…

—…y haremos correr el rumor de que nos has ayudado mucho, mucho… —la voz femenina, suave, había adoptado de pronto un tono de frío cinismo.

—¡No me podéis hacer eso! —gritó Mike, desesperado.

Ellos no respondieron; sólo lo miraban, como pensando ya en otra cosa. Finalmente, la mujer se sentó y cogió una libreta, dispuesta a escribir lo que hiciera falta.

Mike empezó a hablar.

Había perdido.

LEY ÚNICA DEL CERTIFICADO

Artículo 543

a)
En el caso de los certificados superiores a C25, mientras la tecnología disponible no permita mayor precisión, la Comisión podrá expedir un certificado con resultado NEUTRO.

b)
Cuando se haya expedido un certificado NEUTRO, la persona afectada podrá solicitar, en el plazo de 30 días, y sólo por una vez, la expedición de un certificado de categoría inferior al pedido en primer lugar, de manera gratuita.

Rosa y Fidel

Rosa acababa de hacer la maleta. De hecho, una maleta de ésas con ruedas y asa, y una bolsa que pensaba llevar colgada del hombro. Cuando se disponía a abrir la puerta de su apartamento se percató de que una de las muchas cosas que estaba a punto de dejar atrás era precisamente aquel lugar, las paredes que habían sido su casa durante los últimos cinco años. Casi seis, se corrigió mentalmente mientras dejaba la bolsa en el suelo, apoyada contra la pequeña maleta.

Volvió a sentarse en el sofá. Era una despedida, pero no era triste; se despedía de una casa que había sido agradable, de un entorno en el que había sido feliz, y lo hacía con ganas porque sabía que la verdadera felicidad de su vida aún la esperaba.

Con Fidel.

Rosa aún recordaba que cuando su amiga Elena se había casado, hacía unos meses, le parecía imposible que dos personas tuviesen tan claro que querían vivir juntas el resto de sus vidas. Le había preguntado a Elena, más de una vez, si no temía arrepentirse, y ella siempre le había respondido lo mismo:

—Se nota que nunca has estado enamorada.

No, Rosa nunca había estado enamorada, ni sentía envidia de Elena y su marido. En todo caso, una vaga curiosidad: «¿Cómo es posible que uno llegue a confiar tanto en otra persona?».

Ahora ya lo sabía. No sabía si lo que sentía por Fidel era aquel amor romántico, ciego e imprudente… Lo que sí sabía era que no quería vivir si no vivía con Fidel, y si tenía algún temor, era el de que él no la quisiera a ella de la misma manera. Pero no había motivo para el temor: Fidel la amaba.

De hecho, Rosa no entendía ahora como había sido su vida anterior. Lo mismo que cuando, de adolescente, pasaba horas mirando las fotos de su infancia y no se reconocía en ellas: «¿Cómo puede ser que aquella niña creída, ignorante, inocente… se haya podido convertir en la muchacha que soy ahora?». Y ahora, otra vez: «¿Cómo podía vivir sin este sentimiento que ahora tengo? No era yo, aún no era yo misma. Ahora, sí».

Se levantó del sofá. Con ganas. Dentro de una hora estaría con Fidel (habían hablado hacía un rato y él le había dicho que ya tenía sus maletas preparadas) y ya no volverían a separarse. Entonces reparó en el paquete con los certificados: estaba sobre la cómoda, ¡y había estado a punto de olvidarlo! Le parecía imposible no haber pensado en él. «Esto es el amor, que te hace olvidarte de las cosas», se rió de sí misma.

Y con esta idea, con esta sonrisa, metió los certificados en la bolsa de mano y cerró la puerta de la que hasta entonces había sido su casa.

***

Fidel esperaba. Se obligaba a esperar un rato más, porque si no llegaría al aeropuerto con demasiada antelación, y aún sería peor. Era mejor, sin duda, esperar en su casa, aprovechar para echar una última mirada a la vida que dejaba atrás… para ir en busca de una vida mejor. Sonrió. Siempre que pensaba en Rosa se le iluminaba la cara y se le ponían los ojos brillantes.

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