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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (3 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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Me hizo daño, pero no sentí que me ocurriese nada anormal.

Le vi guardar la jeringuilla en su funda y ésta en el bolsillo interior de la chaqueta.

El hombre más corpulento miró su reloj. En esta ocasión se dirigió al más menudo, el que había tenido la jeringuilla, en inglés. Y habló con un acento muy marcado, aunque no supe localizar de dónde podía ser.

—Regresaremos después de medianoche —dijo—. Entonces será más fácil. Podremos alcanzar el punto P en cinco horas y hay menos tráfico. Y yo tengo otras cosas que hacer esta tarde.

—Muy bien —le respondió el otro—. Estaremos preparados.

No había el menor acento en la respuesta del hombre menos robusto. No me cabía ninguna duda de que el inglés era su lengua materna. Quizás tuviera alguna dificultad para seguir el otro idioma. Pero cuando el otro hombre le había increpado con brusquedad en aquella extraña lengua, él había obedecido prontamente. Supuse que tenía miedo del corpulento.

Noté como si mi visión del dormitorio comenzase a oscurecerse.

El hombre corpulento se detrás mío y me tomó el pulso apretando levemente una de mis muñecas.

Luego me soltó.

La habitación pareció estar volviéndose más oscura y cálida. Intenté mantener los ojos abiertos.

El más corpulento salió de la habitación. El otro se entretuvo un poco. Fue hasta la mesita de noche y tomó uno de mis cigarrillos, y, con una de mis diminutas y finas cerillas importadas de Paris, lo encendió.

Echó la ceniza en el cenicero. Me tocó de nuevo, esta vez más íntimamente, pero yo no podía gritar. Empezaba a perder el conocimiento. Echó el humo del cigarrillo en mis ojos y mi nariz, inclinándose sobre mi cuerpo. Luché débilmente contra las ataduras y para seguir consciente.

Oí la voz del hombre corpulento que hablaba desde la puerta, creo; pero a la vez parecía muy distante.

El hombre más menudo se apresuró a apartarse de mi lado.

El otro entró en la habitación y volví la cabeza débilmente para mirarle. Vi alejarse a los dos hombres que vestían de uniformes de la policía hacia la puerta del apartamento, seguidos por el menos corpulento quien, al salir, retiró la máscara de su cabeza. No pude ver su rostro.

El hombre seguía mirándome. Levanté los ojos hacia él, sin fuerzas, casi inconsciente.

Me habló con firmeza.

—Regresaremos después de medianoche.

Luché por decirle algo, rebelándome contra la droga, pero deseando tan sólo poder dormir.

—Querrás saber —prosiguió— qué te sucederá entonces…

Asentí.

—La curiosidad está reñida con las Kajiras.

No entendí de qué estaba hablando.

—Podrían golpearte por ello.

No lograba entenderle.

—Digamos simplemente —afirmó—, que regresaremos después de la medianoche.

A través del agujero de la máscara que se correspondía con su boca, vi que sus labios dibujaban una sonrisa. Sus ojos también parecían sonreírme. Siguió dirigiéndose a mí.

—Entonces volveremos a drogarte —añadió—. Y luego te prepararemos para el transporte.

Salió de la habitación.

Tiré de las cuerdas que me ataban, y perdí el conocimiento.

Desperté en la cama, todavía atada.

Había oscurecido. Pude oír los sonidos del tráfico nocturno de la ciudad a través de la puerta abierta de la terraza. Las cortinas estaban descorridas y eso me permitía ver los miles de rectángulos luminosos que eran las ventanas, muchas de las cuales seguían con luz. La cama estaba bañada en sudor. No sabía qué hora era. Tan sólo que era de noche. Rodé hasta la mesita para ver el despertador, pero estaba volcado.

Luché desaforadamente con mis ligaduras. ¡Debía liberarme como fuese!

Pero después de minutos de forcejeo inútil, me desplomé tan atada como lo había estado toda la tarde.

De pronto me vi bañada en sudor.

¡El cuchillo!

Antes de que los hombres irrumpiesen en el ático yo lo había echado debajo de la almohada.

De nuevo rodé y, al estar maniatada, aparté la almohada con los dientes. Suspiré aliviada. El cuchillo seguía donde lo había dejado. Intenté moverlo sobre las sábanas de satén, con la boca y la parte posterior de mi cabeza, hacia mis manos. Fue una tarea ardua y dolorosa, pero milímetro a milímetro conseguí moverlo hacia abajo. En un momento determinado se me cayó al suelo y no pude reprimir un grito de angustia. Conseguí recuperarlo deslizando los pies fuera del lecho y cogiéndolo con ellos. Me habían cruzado los tobillos y los habían atado con firmeza. Era extremadamente difícil recuperar el cuchillo. Se me caía una y otra vez. Maldije la cuerda que me sujetaba por el cuello al cabezal de la cama y lloré. A lo lejos mucho más abajo, en la calle, se oía el sonido de una sirena de un coche de bomberos. Luché, amordazada y atada, en silencio, atormentada. Finalmente conseguí llevar el cuchillo hasta el pie de la cama. Con los pies y el cuerpo logré subirlo hacia arriba y colocarlo debajo de mí. ¡Y entonces tomé el mango entre mis manos! Pero no conseguí llegar hasta las cuerdas. Podía sostenerlo pero incapaz de usarlo. De pronto, gritando como enloquecida para mis adentros, lo clavé contra la cama y lo aseguré con toda la fuerza de mi cuerpo. Empecé a serrar las ataduras con el filo. El cuchillo, cuyo mango resbalaba con el sudor de mi cuerpo, cayó cuatro veces, pero otras tantas lo puse en su sitio y volví a mi tarea. Y logré liberar mis muñecas. Cogí el cuchillo y solté de un golpe la cuerda que me ataba por la garganta y la de mis tobillos.

Salté de la cama y corrí a ver la hora. El corazón me dio un vuelco. ¡Eran ya más de las doce y media!

Retiré la mordaza y vacié mi boca: me habían colocado una especie de bola de sabor amargo. Me sentí enferma de pronto, caí al suelo de rodillas y vomité sobre la alfombra. Sacudí la cabeza. Tomé de nuevo el cuchillo y corté la mordaza que colgaba de mi cuello.

Corrí hacia el armario. Cogí las primeras prendas que me vinieron a mano, un par de pantalones de color tostado y una blusa negra anudada debajo del pecho.

Apreté ambas prendas contra mí, respirando entrecortadamente. Miré al otro extremo de la habitación. Mi corazón casi se detuvo de golpe. Allí vi, entre las sombras, en la tenue luz de la habitación, una chica. Estaba desnuda. Sostenía algo delante de él. Había una anilla de acero alrededor de su garganta. Sobre su muslo, una señal.

—¡No! —chillamos juntas.

Me ahogaba, la cabeza me estallaba. Enferma, aparté los ojos de mi reflejo en el gran espejo.

Me puse los pantalones y la blusa. Cogí un par de sandalias.

Eran treinta y siete minutos pasada la medianoche.

Volví corriendo de nuevo al armario y saqué una maleta pequeña. La eché a los pies del mueble y tiré dentro alguna ropa. La cerré de golpe.

Cogí un bolso y corrí, con la maleta, hacia el salón. Retiré un pequeño óleo y luché con la combinación de la caja fuerte. Solía tener en casa unos quince mil dólares y algunas joyas. Lo tomé todo de un zarpazo y la metí en el bolso.

Miré con terror las astillas de la puerta.

Me daba miedo atravesarla. Recordé el cuchillo. Volví al dormitorio y lo cogí, lo deslicé hacia el interior del bolso. Entonces, aterrorizada, salí a la terraza. Habían retirado las sábanas que usara al escapar del ático. Corrí de nuevo al dormitorio. Las vi caídas en un lado, como si fueran ropa sucia.

Miré hacia el espejo. Me detuve y abroché la blusa hasta lo alto de mi cuello, para ocultar la anilla de acero que rodeaba mi garganta. La marca dibujada con pintalabios seguía en el espejo. Tomé mi bolso y la pequeña maleta y me deslicé a través de la puerta destrozada. Me detuve delante del pequeño ascensor privado que había fuera, en la entrada.

Observé los indicadores que había sobre ellos. al interior del apartamento para recoger mi reloj de pulsera Con la llave que llevaba en el monedero, abrí el ascensor y bajé hasta el vestíbulo del piso de abajo, donde podría coger alguno de los ascensores comunes a todo el edificio. Pulsé todos los botones.

Observé los indicadores que había sobre ellos. Dos de ellos estaban subiendo ya, uno al piso siete y el otro al noveno. ¡Era evidente que no los había llamado!

Protesté.

Di la vuelta y corrí hacia las escaleras. Me detuve en lo alto. Muy distantes pude oír las pisadas de dos hombres que subían, resonando sobre los amplios escalones de cemento.

Regresé a los ascensores.

Uno se detuvo en mi piso, el veinticuatro. Me quedé de pie con la espalda apretada contra la pared.

Salieron un hombre y su esposa.

Me estremecí de la cabeza a los pies y pasé corriendo delante suyo.

Me miraron extrañados mientras yo presionaba el botón de la planta baja.

Mientras la puerta de mi ascensor se cerraba lentamente oí abrirse al contiguo. Al tiempo de cerrarse la puerta alcancé a ver las espaldas de dos hombres con uniforme de policías.

Despacio, muy despacio, el ascensor descendió. Paró en cuatro pisos. Me mantuve en el fondo, mientras tres parejas y otro hombre, con un maletín, entraban. Al llegar a la planta baja, salí despavorida del ascensor, pero al momento recuperé mi autocontrol, y miré a mi alrededor. En la entrada había algunas personas, sentadas aquí y allá, leyendo o esperando. Algunos me miraron con indiferencia. Era una noche calurosa. Un hombre que fumaba con pipa me miró por encima de su periódico. ¿Será uno de ellos? Casi se me detuvo el corazón. Volvía a su lectura. Tenía pensado dirigirme al aparcamiento del edificio, pero no desde la misma planta baja. Iría por la calle.

El portero me saludó tocando el ala de su sombrero cuando salí.

Yo sonreí.

Fuera en la calle me di cuenta de lo calurosa que era aquella noche.

Sin pensar qué hacía, toqué el cuello de mi blusa. Sentí el acero bajo ella.

Me crucé con un hombre que me miró.

¿Lo sabía? ¿Podía saber que había una anilla de acero alrededor de mi garganta?

Eché la cabeza atrás y me dirigí apresuradamente por la acera hacia la entrada del aparcamiento. Hacía tanto calor aquella noche.

Un hombre me miró detenidamente cuando pasé junto a él. Apreté el paso.

Anduve unos cuantos pasos y me volví. Seguía mirando.

Intenté hacer que siguiese su camino dirigiéndole una mirada fría, de desprecio.

Pero él no apartó la vista. Me sentí aterrorizada. Seguí mi camino apresuradamente. ¿Por qué no había conseguido librarme de él? ¿Por qué no había apartado los ojos de mí? ¿Por qué no se había vuelta, avergonzado de sí mismo, incómodo, y había seguido en dirección contraria? No lo había hecho. Permaneció mirándome. ¿Sabía que había una marca en mi muslo? ¿Lo intuía? ¿Acaso aquella marca me hacía ligeramente diferente a como era antes? ¿Podía apartarme de las demás mujeres de este mundo? ¿Es que ya no era capaz de alejar a los hombres de mi camino? Y si efectivamente ya no podía hacerlo, ¿Qué significaba esto? ¿Qué era lo que aquella pequeña marca había hecho? De pronto me sentí desamparada, y de alguna manera, por primera vez en mi vida, vulnerable y radicalmente mujer.

Entré en el aparcamiento.

Busqué las llaves en mi bolso y se las di apresuradamente, con una sonrisa, al vigilante.

—¿Ocurre algo, señorita Brinton? —preguntó.

—No, no —repuse.

Hasta él parecía mirarme de otra manera.

—Por favor, dese prisa —le supliqué.

Tocó, servicial, su gorra y se alejó enseguida.

Me quedé esperando y me pareció una eternidad. Conté los latidos de mi corazón.

En ese momento el Maserati, con su sonido perfecto, pasó de ir a todo gas a frenar en seco, y el joven salió de su interior.

Deslicé un billete en su mano.

—Gracias —dijo él.

Parecía preocupado, cortés. Volvió a rozar su gorra y mantuvo la puerta abierta.

Me sonrojé y pasé junto a él, lanzando mi maleta y mi bolso al interior del coche.

Me coloqué detrás del volante y él cerró la puerta.

Se inclinó hacia mí.

—¿Está usted bien, señorita Brinton? —preguntó.

Me pareció que estaba demasiado cerca de mí.

—¡Sí! ¡Sí! —le contesté.

Puse el coche en marcha y salí a toda velocidad para detenerme a unos metros de distancia.

Accionó al mando electrónico y subió la puerta. Salí de allí y me sumergí en el tráfico, en medio de aquella calurosa noche de agosto.

A pesar del mucho calor, el aire que me retiraba el cabello de la cara y pasaba sobre mí consiguió refrescarme.

Lo había hecho bien.

¡Había escapado!

Pasé junto a un policía y estuve a punto de parar para que me ayudase y me protegiese.

¿Pero cómo podía estar segura? Los otros también llevaban los mismos uniformes. Y podía incluso pensar que estaba loca. Además, podía arrestarme en la ciudad, que era donde estaban los otros. Podían estar esperándome. Yo no sabía quiénes eran. Podían estar en cualquier sitio. Por tanto, tenía que escapar, ¡escapar, escapar!

El aire me dio fuerzas. Me lancé en medio del tráfico, rápidamente, libre. Los demás conductores se veían obligados a frenar bruscamente en ocasiones. Hacía sonar sus bocinas. Yo dejaba caer la cabeza hacia atrás y reía.

En poco tiempo dejé la ciudad, crucé el puente George Washington, y tomé una de las carreteras rápidas hacia el norte. Poco después estaba en Connecticut.

Me puse el reloj mientras conducía. Miré la hora. Era la una cuarenta y seis.

No pude evitar ponerme a cantar para mis adentros.

Volvía a ser Elinor Brinton.

Se me ocurrió que tal vez no debería seguir por aquella carretera rápida, sino buscar vías menos transitadas. Dejé la vía rápida a las dos y siete minutos de la madrugada. Otro coche iba detrás del mío. No le presté mucha atención, pero al cabo de unas cuantas curvas todavía iba siguiéndome.

De pronto me sentí asustada y aumenté la velocidad. El otro coche hizo lo mismo.

Durante más de cuarenta y cinco minutos conduje por delante de mi perseguidor, a veces aumentando la distancia, a veces perdiendo terreno. En un determinado momento, patinando y derrapando por los arcenes llenos de gravilla, llegué a tenerlo a menos de cuarenta metros, pero conseguí poner tierra de por medio, palmo a palmo.

Finalmente, cuando estuve a más de doscientos metros por delante suyo, en una carretera cruelmente tortuosa, apagué las luces del coche y me salí del camino, adentrándome entre algunos árboles. Había muchas vueltas en la carretera, muchas curvas, pensarían que estaba en alguna.

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