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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (2 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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Pero no llegué a realizarlo.

Recibí la noticia del trabajo un lunes por la tarde y debía presentarme en un estudio determinado el miércoles por la mañana. Tenía el martes libre, así que despedí a mi doncella de color y a la cocinera hasta el miércoles. Quería toda la casa para mí, para estar sola, leer y escuchar discos.

El martes por la mañana me levanté tarde.

Me despertó la luz el sol que se colaba por entre las cortinas. Me desperecé. Era un día cálido y relajante, muy relajante. Eran casi las doce. Duermo desnuda, entre blancas sábanas de satén. Alargué la mano para coger el cenicero de la mesita de noche y encendí un cigarrillo. No había nada extraño en la habitación. Un viejo muñeco, un Koala polvoriento, yacía cerca de los pies de la cama. Los libros estaban encima de las mesas. La pantalla de la lámpara estaba ligeramente ladeada, tal y como yo la recordaba de la noche anterior. El despertador, al que no había dado cuerda, seguía en mi neceser. El cigarrillo no sabía bien, pero yo misma había querido encenderlo. Me eché de nuevo sobre las sábanas y volví a desperezarme. Luego giré mis piernas hacia el borde de la cama y deslicé los pies hacia el interior de mis zapatillas. Me cubrí con un batín de seda. Apagué el cigarrillo en el cenicero y fui al cuarto de baño para ducharme.

Recogí mi cabello hacia arriba, me deslicé del batín y corrí la puerta de la ducha para meterme dentro. A los pocos segundos estaba gozando del agua templada. Era un buen día, cálido y relajante, muy, muy relajante. Permanecí unos instantes con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, dejando caer el agua a lo largo de mi cuerpo. Luego cogí el jabón y empecé a enjabonarme.

Cuando apliqué la pastilla a mi muslo izquierdo, me sobresalté. Allí había algo que yo no había tocado antes.

Miré mi muslo llena de espanto.

Yo no había sentido ningún dolor.

Pero ¡aquello no estaba allí la noche anterior!

Ahora había una marca en mi pierna. En la parte alta del muslo. Media unos cuatro centímetros de largo y era una marca cursiva y graciosa. Estaba segura de que aquello no era el resultado de una herida producida naturalmente. A su manera era perfecta, bastante profunda y limpia.

Recuperé el aliento y me apoye en la pared para enderezarme. Como una autómata limpié el jabón de mi cuerpo y cerré el grifo. Salí del cuarto de baño todavía húmeda, y caminé descalza por encima de la alfombra para colocarme frente al gran espejo que había a un lado del dormitorio y así ver todo mi cuerpo. Allí me sentí desfallecer y de nuevo la habitación pareció apagarse a mi alrededor. Sobre el espejo, en el que yo aún no me había fijado, había otra marca dibujada con mi lápiz de labios más encarnado. Era la misma marca que lucía en la pierna, la misma señal graciosa y cursiva.

Me miré en el espejo sin poder dar crédito a lo que estaba viendo. Toqué de nuevo la marca de mi muslo y volví a mirar la señal roja dibujada en el espejo. Me contemple a mí misma.

No sabía casi nada de aquellas cosas, pero no cabía la menor duda sobre la hermosa y profunda marca grabada en mi muslo.

Todo se volvió negro y caí sobre la alfombra delante del espejo. Me desvanecí.

Me habían marcado a fuego.

2. EL COLLAR

No sabía cuánto tiempo había permanecido echada en el suelo sobre la gruesa alfombra.

Quizás hubiese transcurrido más de una hora a juzgar por la posición del sol que se filtraba a través de las cortinas.

Me incorporé, apoyándome sobre las manos y las rodillas, y me mire en el espejo llena de horror.

No pude reprimir un grito.

¡Estaba volviéndome loca!

Me lleve las manos a la cabeza y la sacudí.

Aferré mis dedos a la anilla que me rodeaba la garganta, para intentar quitármela del cuello. ¡Me la habían colocado mientras estaba inconsciente!

Alrededor de mi garganta, perfectamente encajada, había una delicada y brillante anilla de metal.

Con un extraño presentimiento busqué el cierre en la parte de atrás de mi cuello para soltarla. Mis dedos rebuscaron. No lo encontraban. La giré despacio y con cuidado, pues estaba muy ajustada. La examiné en el espejo. No había ningún cierre. Sólo una diminuta y resistente cerradura en la que debía encajar una llave pequeñísima. ¡La habían cerrado alrededor de mi garganta! Había algo escrito en ella, pero no podía leerlo. ¡La escritura estaba en una lengua que me resultaba desconocida!

La habitación comenzó a oscurecerse una vez más y también a girar, pero luche desesperadamente por mantenerme consciente.

Alguien estuvo en la habitación y colocó la argolla en mi cuello, y ese alguien podría seguir allí.

Con la cabeza baja y el cabello caído hacia la alfombra, andando a cuatro patas, sacudí la cabeza. No perdería el conocimiento. Permanecería consciente.

Mire a mí alrededor.

Mi corazón estuvo a punto de detenerse. La habitación estaba vacía. Me arrastré hasta el teléfono que estaba junto a la cama, sobre la mesilla de noche. Lo levanté con el máximo cuidado para no hacer ningún ruido. No había línea. El cable colgaba libremente. Los ojos se me llenaron de lágrimas.

Había otro teléfono en el salón, pero estaba al otro lado de la puerta. Me daba miedo abrirla. Miré hacia el cuarto de baño. Aquella estancia también me asustaba. No sabía lo que podía haber allí dentro.

Yo tenía un pequeño revolver. Nunca lo había disparado. Era la primera vez que pensaba en él. Conseguí ponerme en pie y me dirigí vacilante hacia el enorme armario de tres cuerpos que había a un lado del dormitorio. Hundí la mano bajo los pañuelos y la ropa interior del cajón y sentí su empuñadura. Grité de alegría. Miré el arma, sin poder creerlo. No pude ni hablar. Sencillamente no podía entender qué había sucedido. Casi en su totalidad se había convertido en un montón informe de metal. Era como si fuese un trozo de chocolate derretido. Lo deje caer de nuevo sobre la seda. Me erguí insensible y vi mi imagen en el espejo. Estaba indefensa. Pero mi terror no era un terror corriente.

Sentía que me había ocurrido mucho más de lo que podía ser explicado en los términos del mundo que me era conocido. Estaba asustada.

Corrí hacia las cortinas que cubrían el gran ventanal de mi habitación y las abrí de par en par.

Miré hacia la ciudad.

Allí estaba, oscurecida por los gases de la contaminación. Podía ver cientos de ventanas, algunas de las cuales reflejaban el sol, en medio de la dorada neblina. Podía ver los grandes muros de ladrillo, acero y cemento.

Era mi mundo.

Permanecí allí un momento, mientras el sol se posaba sobre mí a través del grueso y sucio cristal.

¡Era mi mundo!

Pero yo seguía desnuda tras el cristal, con la garganta rodeada por una anilla de acero de la que no podía desprenderme. Sobre mi muslo había una marca.

—¡No! —grite interiormente—. ¡No!

Me alejé de la ventana y, sigilosamente, me dirigí hacia la puerta del salón, que estaba un poco entreabierta. Hice acopio de valor y la abrí un poco más. Casi me desvanecí de alivio. No había nadie en la estancia. Todo estaba como yo lo había dejado.

Corrí a la cocina, que podía divisar desde el salón, y abrí un cajón a toda prisa. Saqué un cuchillo enorme. Me volví ferozmente, apoyando la espalda contra el mostrador de la cocina y blandiendo el cuchillo; pero allí no había nadie.

Con él en la mano me sentía más segura. Regresé al salón y fui hasta el teléfono. Juré para mis adentros al comprobar que el cordón había sido cortado.

Inspeccioné el ático. Las puertas estaban cerradas con llave. La vivienda estaba vacía y la terraza también.

El corazón me latía salvajemente. Pero me sentía mejor. Corrí al armario para vestirme, para salir de la casa y avisar a la policía.

Justo al llegar al armario, alguien llamó con fuerza a la puerta.

Me volví sujetando el cuchillo.

La llamada se repitió con más insistencia.

—Abran —ordeno una voz—. Policía.

Suspiré aliviada y corrí a la puerta, todavía con el cuchillo.

Al llegar me detuve, aterrorizada.

Yo no había llamado a la policía. Desde el ático no era fácil que alguien me hubiese oído gritar. No había intentado avisar a nadie al descubrir que los teléfonos estaban desconectados. Solo había querido escapar.

Quienquiera que estuviese al otro lado de la puerta, no podía ser la policía.

La llamada sonó más fuerte.

—Abran la puerta. Abran la puerta. ¡Policía!

Conseguí controlarme.

—¡Un momento! —contesté con tanta calma como pude lograr—. Ahora mismo abro. Me estoy vistiendo.

Las llamadas cesaron.

—Está bien —dijo la voz—. Dese prisa.

—Sí —respondí suavemente, sudando—. Ahora mismo.

Corrí al dormitorio y miré histéricamente a mi alrededor. Cogí algunas sábanas del armario de la ropa de cama, y las anudé nerviosa unas a otras. Corrí a la terraza. Sentí un mareo al mirar por encima de la barandilla. Pero unos cuatro metros más abajo había una pequeña terraza. Una de las muchas que sobresalían del edificio. Daba al apartamento de debajo. Al sol, con el aire que me irritaba los ojos, y partículas de hollín y cenizas cayendo sobre mí, anudé uno de los extremos de las sábanas firmemente a una barra de hierro que remataba el murete que rodeaba la terraza. El otro extremo cayó hacia abajo, a la pequeña terraza. De no haber estado aterrorizada, nunca hubiese tenido el valor para hacer algo semejante.

Las llamadas habían vuelto a comenzar. Notaba la impaciencia de los golpes.

Regresé al dormitorio para coger algo que ponerme, pero al entrar en la habitación oí que golpeaban la pesada puerta.

Advertí que no podía llevar el cuchillo conmigo mientras descendía por las sábanas, pues tendría que utilizar ambas manos. Tal vez hubiera podido sujetarlo entre los dientes, pero, con el pánico, no se me ocurrió. Estaba en la habitación cuando oí que la puerta comenzaba a ceder y a separarse de los goznes. Enloquecida, arrojé el cuchillo sobre la almohada y salí a la terraza. Sin mirar abajo, aterrorizada, con un nudo en el estómago, comencé a descender moviendo una mano después de la otra. Acababa de desaparecer de la barandilla cuando oí que la puerta saltaba y unos hombres entraban en el apartamento. En cuanto llegase a la terraza de abajo, estaría a salvo. Podía llamar la atención de los inquilinos de aquel apartamento o, si era preciso, con una silla o cualquier otra cosa romper los cristales y entrar.

Arriba, desde el interior del ático, me llego un grito de rabia.

Podía oír los ruidos de la calle, que me llegaban desde muy abajo. Pero no me atrevía a mirar.

Entonces mis pies tocaron las tejas de la terraza.

¡Estaba a salvo!

Algo suave, doblado y blanco se deslizo sobre mi cabeza y pasó ante mis ojos. Se introdujo en el interior de mi boca. Otro trozo de tela doblado pasó sobre mi cabeza. Alguien lo anudo firmemente en la parte posterior de mi cuello.

Intenté gritar, pero no pude hacerlo.

—¡La tenemos! —dijo una voz.

3. CORDELES DE SEDA

Me revolví agitadamente, sacudiendo la cabeza. Aquello era un mal sueño.

—No, no —murmuré retorciéndome, queriendo despertar—. No, no.

Parecía como si no pudiera moverme a mi antojo. Aquello no me gustaba. Estaba enfadada.

Entonces, de pronto, desperté. Grité, pero no emití ningún sonido.

Intenté sentarme, pero casi me estrangulé, y caí hacia atrás. Luché con todas mis fuerzas por liberarme.

—Está despierta —dijo una voz.

Dos hombres enmascarados permanecían al pie de la cama, mirándome. Oí a otros dos hablar en el salón.

Me revolví salvajemente.

Mis tobillos habían sido anudados juntos con unos cordeles de seda de bastante delgados. También habían atado mis muñecas, pero detrás de la espalda. Un lazo de hilos plateados había sido anudado alrededor de mi cuello, y con él quedaba sujeta a la cabecera de la cama.

Podía verme en el espejo. La extraña marca que habían dibujado con pintalabios en su superficie seguía allí.

Quise volver a gritar, pero no pude. Me di cuenta por el espejo de que mis ojos miraban enloquecidos por encima de la mordaza.

Seguí intentando liberarme, pero al cabo de unos momentos, al oír que los hombres regresaban a la habitación, me detuve. A través de la puerta abierta, vi las espaldas de dos hombres, vestidos de policías. No me era posible ver sus rostros. Los de las máscaras regresaron a la habitación.

Me miraron.

Yo quería hablar con ellos, pero no conseguía hacerme oír.

Encogí las piernas y me puse de lado, para cubrirme tanto como me fuera posible.

Uno de ellos me tocó.

El otro pronunció un sonido breve y abrupto. El primero se volvió para alejarse. Aquel sonido había sido, sin ninguna duda, una palabra, una negación. Era un lenguaje que yo desconocía.

Los hombres no habían saqueado el ático. Los cuadros permanecían en las paredes. Las alfombras orientales en los suelos. No habían tocado nada.

Vi cómo el hombre que se había alejado un poco, y que parecía un subordinado, extraía de su bolsillo una funda de piel que daba la impresión de contener una estilográfica. Lo desenroscó y me quedé paralizada. Era una jeringuilla.

Sacudí la cabeza violentamente.

—¡No! —grité.

Y él introdujo la jeringuilla en mi costado derecho, entre el pecho y la cadera.

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