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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Xaraguá (8 page)

BOOK: Xaraguá
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—Vamos, Capitán… —replicó el extremeño conciliador—. Es el maldito orgullo el que os impide aceptar un puesto junto a Ovando, puesto que oficialmente sois Gobernador de una provincia mucho más extensa y rica, en «Tierra Firme», pero vuestro nombre aún abre muchas puertas, no como el mío que las cierra a cal y canto.

—Se cierran porque habéis hecho que se cierren —le hizo notar Ojeda—. No queda hombre en esta isla a quien no debáis dinero, ni mujer a quien no prometierais matrimonio. Sois el mayor embaucador, pendenciero, vago, borrachín y putañero que haya dado el reino, lo que es decir demasiado.

—Admito que nunca fui dechado de virtudes —replicó el inculpado—. Pero no es mérito mío, sino a la púnica herencia que me dejó mi padre. —Hizo un gesto con la mano como alejando un tema demasiado molesto—. Dejemos un negocio que no viene al caso, pues lo que en verdad importa es hacer algo en provecho de la Princesa. Si no recuerdo mal, ese tal Capitán Castreje, al que acaban de nombrar Asesor Militar del Gobernador, sirvió a vuestras órdenes.

—En efecto. Pero como militar es un tarugo, y como hombre un castrado que sólo se mueve por dinero.

—Pues lo que es dinero, poco hay —admitió
Cienfuegos
—. Que lo que Ingrid tenía se acabó, e imagino que la gente del Gobernador habrá dado buena cuenta del oro de Anacaona.

—¡El oro de Anacaona…! —exclamó Ojeda sonriendo como si se burlara de sí mismo—. Recuerdo cuando se presentó cubierta de joyas de los pies a la cabeza y yo, ¡loco de mí!, las tiré al mar para demostrarle que la quería por ella misma, no por sus riquezas.

—¿Que las tirasteis al mar…? —repitió Balboa estupefacto—. ¡Bromeáis!

—¡Qué más quisiera yo! —replicó el otro en tono pesaroso—. Había collares, brazaletes, pendientes y, sobre todo, un peto repujado de piedras preciosas que valía un imperio. ¡Dios Bendito! —añadió—. En aquel momento se me antojó un gesto romántico, pero ahora reconozco que no fue más que una estúpida pedantería. Tal vez si ahora las tuviera, Anacaona podría comprar su libertad.

—¡Y luego dicen que soy el tipo más chiflado de la isla! —se lamentó el extremeño—. ¡Bien! —añadió—. En el mar están, y en el mar seguirán. Olvidémoslo y vayamos a lo que importa. ¿Qué se os ocurre para presionar a Ovando?

—Nada.

—No es mucho.

—Yo soy hombre de acción, no de antecámaras —puntualizó el conquense—. Si hubiera sabido desenvolverme en ambientes palaciegos ahora viviría en el Alcázar, y no en esta choza. Repito lo dicho: ¿Qué puedo hacer por los demás, si no acierto a hacerlo por mí mismo?

—Tragaros vuestro orgullo.

—¡Medid vuestras palabras, Balboa! —se indignó Ojeda a punto de saltar—. No quisiera tener que enseñaros cómo se maneja una espada.

—Admito que aún seríais capaz de enseñarme algo a ese respecto —replicó el otro—. Ya que sin duda seguís siendo el mejor «matachín» sobre la Tierra, pero a cambio yo podría enseñaros humildad cuando viene al caso, y ningún caso se me antoja mejor que salvar a una Princesa de la horca.

—En verdad que me enferma la idea —masculló Ojeda, esforzándose por recobrar la calma, para volverse luego al gomero—. Y Vos,
Cienfuegos
—inquirió—, ¿también opináis que mi presencia serviría de algo?

—Lo ignoro —reconoció con absoluta sinceridad el aludido—. Lo que sí sé es que decir «Ojeda», es decir mucho, pero no el Ojeda que ahora veo, sino el que hace volar las fantasías.

—Pues no hay más cera que la que arde —fue la desabrida respuesta—. Treinta batallas, miles de aventuras por mares desconocidos y tierras de salvajes, y cientos de victorias espada en mano, me han traído hasta aquí, y lo que está a la vista es cuanto tengo.

Resultaba en cierto modo obligado aceptar que, en efecto, aquel hombrecillo de apenas metro y medio de estatura, escuálido, andrajoso y acosado por el hambre y la miseria, no constituía la representación idónea del mítico caballero andante capaz de rescatar a una princesa de las garras de un dragón, sino más bien la de un triste mendigo necesitado de la compasión de esa princesa, y, por unos instantes, el desaliento se adueñó del indomable espíritu del cabrero.

—¡Mierda! —exclamó al fin—. Me gustaría saber si todas las historias que se cuentan sobre héroes, villanos, conquistadores y princesas, tienen un origen semejante. Aún no puedo creer que hubo un momento en que Anacaona era una famosa reina cubierta de joyas, y Vos el fogoso y altivo enamorado que las tiraba al mar.

—Pues así fue, pero de eso hace ya casi diez años.

—¿Y dónde tirasteis esas joyas?

—Al mar.

—Sí. Eso ya lo habéis dicho —masculló
Cienfuegos
—. Al mar… ¿Pero dónde?

—En la antigua capital: en Isabela.

—¿Recordáis el lugar?

—Cerca de una cueva, a media legua al oeste de la hacienda de
Doña Mariana
.

—¿Arena o rocas?

—Ambas cosas.

—¿Muy profundo?

—¡Y yo qué sé! —replicó impaciente el otro—. ¿A qué viene este absurdo interrogatorio? ¿Acaso se os pasa por la mente la idea de ir a buscarlas?

—Si creyera que con ello salvaría a la Princesa, desde luego.

—¡Estáis loco!

—¿Quién está más loco? —quiso saber el gomero—.

¿Quién tira una fortuna, o quien pretende recuperarla?

—Ha pasado mucho tiempo.

—No para el oro. El oro no sabe de años. Puede que esté allí, y puede que no esté, pero dondequiera que se encuentre sigue valiendo lo mismo… ¡O más!

—¡Existe! —exclamó Ojeda apuntándole con el dedo y soltando una corta carcajada—. Llegué a dudar de cuanto
Doña Mariana
contaba de Vos, pero ahora veo que existís y sois lo que ella decía: un maravilloso iluso capaz de creer que va a Sevilla y venirse a Las Indias, y capaz de imaginar que puede recuperar lo que el mar se tragó.

—Prefiero ser un iluso que sueña imposibles, a un héroe que disfruta llorando fracasos. —Resultaba evidente que la intención, tanto de
Cienfuegos
como de Balboa, era obligar a reaccionar a un hombre que, recién cumplidos los treinta y tres años pretendía transformarse de mito viviente en olvidada reliquia del pasado—. Ser valiente y brillante cuando todos te aclaman porque eres el más hábil con la espada, resulta muy sencillo —añadió en el mismo tono el gomero—. Pero salir de abajo cuando nadie te mira, y demostrar que se tienen agallas para algo más que abrirle las tripas a un rival, algo muy diferente.

Alonso de Ojeda apretó con fuerza los dientes y alzó los ojos al cielo como dando a entender que aquélla era una más de las muchas pruebas con las que el destino le castigaba en los últimos tiempos, pero por fin se volvió a contemplar con afecto a la indígena que había escuchado tan inmóvil como una esfinge la larga charla, para inquirir dulcemente:

—¿Tú qué opinas?


Flor de Oro
es la luz que ilumina mi pueblo —fue la sencilla respuesta.

—¡Vaya por Dios! —exclamó el conquense—. ¡Lo que faltaba! —Alzó el rostro hacia el canario—. ¿Qué pretendéis que haga exactamente?

—En primer lugar arreglaros la barba, cortaros el cabello y daros un buen baño con estropajo y abundante jabón.

—¡Un baño! —se horrorizó el otro—. ¿Qué diantres tiene eso que ver con el negocio que nos ocupa?

—Que cuando estéis limpio y reluciente os compraré el mejor jubón y las botas más costosas que haya en la isla, y con un buen sombrero y capa de seda os presentaréis ante Ovando para discutir con él de igual a igual.

—¿De igual a igual? —repitió el otro incrédulo.

—¡Naturalmente! —insistió el cabrero—. Como Gobernador que sois de una extensa provincia en «Tierra Firme», debéis tratar con Ovando un delicado asunto que afecta a la política de la Corona en Las Indias, ya que la ejecución de Anacaona puede repercutir de forma harto desfavorable sobre el destino de los futuros asentamientos en el Continente.

—Me mandará al infierno.

—Es muy probable —admitió el otro—. Pero si en un determinado momento le recordáis que por no escuchar a Colón y Juan de la Cosa, que tenían gran experiencia en asuntos de mar, se perdió la Gran Flota y una inmensa fortuna, de igual modo, quizá por no escuchar a quien tiene mayor experiencia que él en el trato con los nativos, corre el riesgo de provocar un segundo desastre que los Reyes jamás le perdonarían.

—¡A fe que sois retorcido! —exclamó Balboa entusiasmado—. Cuanto más os conozco, más me asombráis con vuestra infinita capacidad de enredar las cosas. ¡Tenéis toda la razón! —añadió convencido—. ¡Nada de intermediarios! Tiene que ser el propio Ojeda el que se plante ante el Gobernador y le cante las verdades.

—¿Y mientras yo canto, qué haréis Vos? —quiso saber mordaz el de Cuenca—. ¿Tocar el laúd? Porque os recuerdo que acabo de salir de una mazmorra y no tengo el menor interés en volver a ella.

—Si creéis que puede servir de ayuda, con infinito placer os acompañaré, pero temo que si os presentáis con semejante escudero nos arrojan a ambos escalera abajo.

—¡Bien decís, que mejor me apaño solo que mal acompañado!

—¿Entonces…?

El noble hidalgo, Capitán Alonso de Ojeda, héroe de Granada, descubridor de Venezuela, a la que diera nombre, conquistador de pueblos y tierras, vencedor en más de ciento treinta duelos en los que jamás recibió ni siquiera un rasguño, devoto de la Virgen y espejo de virtudes, meditó largamente y por último sonrió con ternura a la bella india Isabel, para musitar con desgana:

—Busca unas tijeras y arréglame la barba y el cabello. —Por último lanzó un hondo suspiro de resignación—: Y prepárame un baño.

Tal como
Cienfuegos
predijera, apenas dobló el cabo de San Miguel, que era la punta más occidental de La Española, el navío del Gobernador se enfrentó a vientos contrarios y a una suave corriente que convirtió su avance hacia la capital en un agónico zigzaguear sin apenas progreso, debido en parte al cuadrado velamen del pesado armatoste de escaso calado, y en parte también a la excesiva prudencia de un capitán que no deseaba perder de vista la costa por miedo a adentrarse en la inmensidad del desconocido Mar de los Caribes.

Mediada la mañana, incluso la ligera brisa se calmaba, las velas colgaban fláccidas, tan inútiles como los cortinones de un viejo teatro, y un calor húmedo y agobiante obligaba a maldecir la mala hora de haber tomado la decisión de emprender aquel incómodo viaje.

Sentado a la sombra del castillo de popa, sudando a chorros y soportando a duras penas la desagradable sensación que produce en las personas poco habituadas al mar el paso previo al auténtico mareo, Fray Nicolás de Ovando dejaba transcurrir las tórridas horas contemplando la lejana silueta del País de las Montañas, y envidiando a los miembros de una tripulación que pululaba tranquilamente por cubierta, o tomaba asiento en un rincón a devorar un plato de lentejas.

En esos momentos desviaba la vista al sentir arcadas, e iba a clavarla en la figura de la altiva mujer que se sentaba junto a la base del palo de trinquete, y cuyos negros y acusadores ojos le inquietaban cada vez que se cruzaban sus miradas.

Estaba allí, ya era su prisionera, y con su captura había concluido toda esperanza de revuelta en la colonia, pero pese a lo rápido y eficaz de su victoria, el Gobernador de La Española no se sentía satisfecho de sí mismo, pues tenía plena conciencia de que no era aquélla una hazaña de la que un Caballero de la Orden de Alcántara pudiera mostrarse orgulloso, ni un acto que diera mayor lustre a su nombre.

Se trataba de una infame y sucia traición desde cualquier ángulo que se la mirase, y en su descargo no cabía más que alegar el hecho de que se había Visto obligado a cometerla para evitar un bárbaro derramamiento de sangre.

—Eso o la guerra —había señalado sin vacilación su asesor militar, quien era de la opinión de que un asalto frontal al selvático reino de Xaraguá hubiese desembocado en un auténtico fracaso—. Siempre es preferible un golpe de mano a una batalla en la jungla.

A Ovando le costaba aceptar que apoderarse por la fuerza de una mujer al final de una fiesta en la que les había ofrecido una exquisita hospitalidad, pudiera considerarse «Un Golpe de Mano», y durante las lentas horas de la abominable travesía se preguntó más de una vez qué denominación daría la Historia en los siglos venideros a los hechos que habían ocurrido en un minúsculo reino de salvajes desnudos.

—«La Historia la suelen escribir los vencedores —aseguraba siempre su viejo profesor de Salamanca—. O sea, que lo que en verdad importa es ganar.»

Resultaba evidente, que ni aquella descocada «Princesa», ni sus analfabetos súbditos estarían nunca en condiciones de escribir esa Historia, y dudaba mucho que nadie en Europa tuviera el más mínimo interés por saber qué era lo que en verdad había ocurrido en aquel perdido rincón del Nuevo Mundo.

Lo más probable sería, por tanto, que el feo incidente quedase olvidado sin transcender siquiera a los límites de la isla, pero Fray Nicolás de Ovando sabía a ciencia cierta que, pese al vacío en que pudiese caer por parte de todos, él continuaría soportando tan pesada carga de conciencia hasta el día de su muerte.

Pronto o tarde los Reyes le sustituirían en la gobernación de la colonia, obligándole a regresar a su vieja mansión familiar cerca de Olmedo, donde tendría que limitarse a dejar pasar los años recordando unos tiempos en que se vio obligado á tomar decisiones de las que dependían las vidas de incontables seres humanos.

¡Tantos se habían ahogado porque él no fue capaz de aceptar que nada sabía sobre la auténtica furia de los mares y los vientos…!

A menudo se despertaba a media noche asaltado por terribles pesadillas en las que un coro de desgarradas voces le pedía cuentas por tan terrorífico error, y cada amanecer se preguntaba si era aquél un suplicio que habría de acompañarle hasta la tumba, por duras que fueran las penitencias que se había impuesto a sí mismo desde entonces.

No había vuelto a probar carne, se flagelaba dos veces por semana, y a diario rezaba un Avemaría por cada una de las víctimas del horrendo naufragio.

Y por él rumbo que tomaban los acontecimientos le constaba que pronto tendría que rezar una más.

Contempló de nuevo la esbelta figura de la salvaje, y aunque casi desde que tenía uso de razón había desechado cualquier tipo de relación con las mujeres, no pudo negar la evidencia de que aquella agresiva criatura le impresionaba, no desde un punto de vista sexual, cosa que estaba muy lejos de su mente, sino más bien como un elemento absolutamente diferente en su vida; como si cuando se encontraba cerca de ella penetrase en una tercera dimensión o se tratase de un ser de otro planeta.

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