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Authors: Dora Heldt

Vacaciones con papá (34 page)

BOOK: Vacaciones con papá
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—Yo también tengo su móvil.

—Pues llámalo. O proponle quedar en algún sitio y se la llevas.

Me paré a pensar un instante antes de marcar el número. El corazón me latía cuatro veces por cada señal.

«Buzón de voz T-Mobile. El teléfono móvil 0171…»

Colgué. Probaría más tarde. Sin embargo, la decisión estaba tomada: llamaría a Johannes Sander. Y que fuera lo que Dios quisiera.

Marleen había propuesto que nos reuniéramos todos en el bar a las ocho.

«Celebraremos que hemos terminado con una cerveza y Hubert hará una parrillada de salchichas.»

Entretanto, yo ya había pulsado el botón de rellamada unas diez veces, ya me sabía el texto de memoria. Johann/Johannes no me había devuelto la llamada, de manera que seguía en las mismas.

Mi padre, enfundado en su colorista camisa de Norderney, Dorothea y yo fuimos juntos al local, que ahora sí podía llamarse bar. En la entrada, Dorothea dijo lo que yo pensaba:

—Es el bar más bonito de todos los que conozco.

En la parte de delante se veía el
lounge
, los sillones blancos en torno a la chimenea, entre ellos candeleros y mesitas; la parte posterior la ocupaba el restaurante.

—Es muy bonito. —Mi padre echó una ojeada satisfecho—. A mi juicio, ningún interiorista lo podría haber hecho mejor.

—Hemos tenido un interiorista.

—Ya, bueno, nuestro Nils. Pero con las buenas ideas que dimos nosotros. Hola, Kalli, ya has venido. Hemos hecho un gran trabajo, ¿no?

Los dos fueron primero a la parte de atrás, hasta la gran mesa que Marleen y Gesa estaban poniendo, y se sentaron juntos.

—¿Qué hay? ¿Todavía no podemos pasar? —preguntó Carsten detrás de nosotras.

—Sí. —Me hice a un lado—. Es que ha quedado tan bien que estamos entusiasmadas.

—Hombre —Carsten le dio una palmada en la espalda a Nils—, bien que me tocó aflojar la mosca por su carrera. Algo tenía que salir de ahí.

Fuimos viendo tranquilamente el fruto de nuestro trabajo de los últimos días. Había merecido la pena. Hubert cruzó la entrada lateral con un delantal y una fuente en la mano.

—Las primeras salchichas acaban de salir, ¿estamos todos?

—Sí. —Onno nos adelantó por la derecha, se sentó junto a Kalli y le tendió su plato a Hubert—. Dame una, anda.

—Eres el electricista más comilón que he visto en mi vida. —Mi padre le pasó la ensaladera—. ¿Qué vas a hacer cuando dejes de comer aquí a diario?

Onno ya masticaba.

—Otra obra. Eso haré.

La media hora siguiente fue apacible, todos comían, casi nadie hablaba, y el aparato de radio con el que nos habían torturado los últimos días había vuelto al sótano de Marleen. En su lugar, del nuevo equipo de música salían suaves acordes de piano.

—Y di —mi padre se quitó las gafas, señal de que había terminado de comer—, mañana, en la inauguración, ¿también vamos a escuchar este sonsonete o va a venir una orquesta?

En ese preciso instante un traqueteo familiar acalló el sonsonete.

—No, por favor, ¿qué quiere ése otra vez? ¿Está pidiendo a gritos que le den o qué?

—¡Dorothea! Mi padre tapaba la mostaza, que Onno le quitó acto seguido—. Gisbert es de la prensa. No puedes inaugurar un local y desatender a los medios.

Se volvió hacia la puerta, donde Gisbert von Meyer meneaba el casco.

—Gisbert, muchacho, pasa al salón, no seas tan tímido. Ya los conoces a todos.

—Por desgracia. —Onno cogió la quinta salchicha.

—Buenas noches. —Gisbert von Meyer hizo una torpe reverencia antes de sentarse con mi padre—. Marleen, enhorabuena una vez más, las flores llegan mañana. Corren de cuenta del periódico.

Dorothea se metió bajo la mesa para coger la servilleta.

Gisbert se sacó una libreta del bolso y dejó junto a ella un lapicero bien afilado.

—¿Hacemos ahora unas entrevistas o preferís dejarlo para mañana, cuando estén las personalidades, con la fiesta en pleno apogeo? Por cierto, también vendrá el alcalde. O al menos me lo ha prometido, naturalmente también le haré algunas preguntas incómodas.

Dorothea suspiró al asomar la cabeza de nuevo. Onno la miró primero a ella y luego miró a Gisbert.

—La verdad es que estamos descansando y queríamos un poco de tranquilidad.

—Pues entonces, nada. —Libreta y lápiz volvieron al bolso de Gisbert—. Me parece bien. De todas formas ya tengo el artículo en la cabeza. Voy a aglutinar los dos bombazos de Norderney de los últimos días, ¿sabéis?: el cazafortunas y la inauguración de este establecimiento.

—¡Gisbert! —Marleen ya estaba nerviosa—. Ya basta. Estamos hasta las narices de oír eso.

—No podéis mirar siempre hacia otro lado. Tenemos pruebas, mañana le entregaré todo el material a la policía, se postrarán a nuestros pies.

—Mi hermano es policía. —Onno tenía los ojos entornados—. Y no es de los que se postran.

—¿Tú qué sabes? No tienes ni idea de lo explosivos que son mis indicios.

—Indicios. Menuda ridiculez. Pero si las fotos de ese móvil absurdo se han borrado.

Kalli y Heinz intervinieron. A coro.

—Onno. Gisbert.

Los dos adversarios pasaron por alto la interrupción. A Gisbert se le enrojeció el cuello.

—La dirección es falsa, él ha mentido y engañado, miró descaradamente a nuestras informadoras, pero ¿para qué te cuento yo nada? No tiene ningún sentido. Electricista de pacotilla.

—Y ¿qué hay del nombre?

—¿Qué nombre? El tipo se llama Johann Thiess.

—Mal —repuso con aire triunfal Kalli—. Muy mal. Mi hermano y yo hemos puesto a buen recaudo sus papeles. Y no se llama así.

A Hubert se le cayó el tenedor.

—¿Cómo que no se llama así? Entonces, ¿cómo?

Onno se limpió la boca con la servilleta.

—Se me ha olvidado. Empezaba por M o P o algo así; en cualquier caso, Thiess no. Pero vi los papeles. Y Marleen también los ha visto. Chúpate ésa, escritorzuelo de pacotilla.

Todos los ojos se clavaron en Marleen, que preguntó impasible:

—¿Habéis terminado de comer? Pues voy a quitar la mesa.

Mi padre la agarró por el brazo.

—No, ahora no. ¿Cómo se llama? Di. Y ¿cómo es que has visto los papeles? ¿Por qué no nos lo has contado?

Marleen se zafó y empezó a apilar los platos.

—Se me ha olvidado el nombre, era algo complicado. Además, no volveremos a tocar este tema hasta después de la inauguración. Y la inauguración es mañana.

—¿Ruso? ¿O chino?

—¿Qué?

—¿Qué va a ser?, pues el nombre. —Mi padre se estrujaba los dedos—. ¡Haz memoria!

Marleen se inclinó sobre la mesa, con el rostro muy cerca del de mi padre, y habló con suma claridad e inquietantemente despacio.

—Heinz, amigo mío, no me pongas nerviosa. Mañana es la inauguración, después ya veremos. ¿Me has entendido?

Él bajó la cabeza y se retrepó.

—Claro. No pasa nada. Mañana, entonces. ¿Qué, muchachos?, ¿a alguno le apetece una partidita de tresillo?

Creo que todo vuelve a empezar

El despertador sonó a las cinco y media. Me asusté y lo tiré de la mesa. Enmudeció en el acto. Bajé las piernas y me quedé sentada un instante para despertar. Después miré el móvil, que tenía en silencio y estaba junto a la cama: ninguna llamada.

A mi padre le habíamos dicho que los de la floristería no llegarían hasta las nueve y media: Marleen temía que Heinz descubriera también un talento innato para las flores. Yo había intentado tranquilizarla.

—Marleen, es daltónico perdido, no distingue una rosa de un ruibarbo.

—Precisamente —respondió ella—, por eso no quiero correr riesgos. Además, supongo que no crees que se quedaría mirando las flores sin que se le ocurrieran ideas creativas. No, que venga cuando la decoración esté lista, mañana por la mañana no tendré tiempo para enzarzarme en discusiones.

Me puse unos vaqueros viejos y una camiseta y me metí en el baño. Tras una breve reflexión cogí el cepillo de dientes y me lo metí en el bolsillo de los pantalones. Prefería cepillármelos en la pensión a despertar a mi padre.

Cuando entré ya olía a café. En la cocina había termos llenos; cogí una taza del armario y me serví.

—Buenos días, Christine. ¿Lo has despertado?

—Buenos días, no. El despertador sólo ha sonado una vez, luego me lo he cargado. Heinz no ha oído nada.

Le pasé la taza a Marleen, que la cogió aliviada.

—Gracias a Dios. Así tendremos la fiesta en paz con las flores.

Oí un chasquido al sentarme, y me levanté de inmediato.

—¿Qué ha sido eso?

Me saqué el cepillo de dientes roto del bolsillo del pantalón.

—No quería hacer ruido en el cuarto de baño y he decidido cepillarme los dientes aquí. Se ha roto.

El mango ahora medía dos centímetros escasos, con él tal vez se pudieran limpiar las juntas del baño, pero desde luego los dientes ya no.

—Ahora te cabe en cualquier bolso; en mi baño hay uno sin usar.

Marleen me pasó el termo del café.

—¿Has conseguido hablar con él?

—¿Con quién? —Fue más la hora que mis dotes de actriz lo que me hizo preguntar eso.

—¿Con quién va a ser? Pues con Gisbert von Meyer, para tratar los detalles de vuestro compromiso… Con Johann Thiess.

—No, lo he llamado por lo menos veinte veces y siempre me salta el puñetero buzón. También le he dejado un mensaje diciéndole que me llame, pero nada. Ya no sé qué hacer.

—Ya te llamará. —Marleen se puso en pie—. Son las seis y cuarto, deberíamos ir al bar, las flores están al caer. Me llevo el café.

—Sí, pero yo aún tengo que cepillarme los dientes, voy ahora mismo.

—Vale, los cepillos están en el armario del baño, en el segundo cajón.

—No tardo.

Diez minutos después, cuando cruzaba el patio con el aliento oliéndome a menta, oí un silbido suave.

Pensé «que no sea un viejo», y me volví despacio.

Estaba sentado en las cajas vacías que habíamos apilado junto a la caseta y me miraba. Me sentí como si me hubiera dado un calambrazo, las piernas me temblaban, me dirigí hacia él con paso poco firme.

—Hola, Christine.

—Hola, Johann. Perdona, Johannes. Debí de entenderte mal cuando me dijiste cómo te llamabas.

Se levantó y avanzó hacia mí. Olí su loción para después del afeitado. Su voz era muy suave y muy baja.

—¿Vamos a la playa? Me gustaría explicártelo todo.

—¿Cómo me voy a ir? —Señalé el bar—. Dentro de cuatro horas llegarán los invitados. Te estuve llamando ayer sin parar y ni siquiera me contestaste, y ahora chasqueas los dedos y pretendes que lo deje todo.

¿Por qué me alteraba tanto ese hombre? Y ¿por qué él estaba tan tranquilo y seguro? Dio un paso atrás y sonrió.

—De acuerdo, pues lo dejamos para más tarde. Por cierto, te sienta bien esa camiseta vieja. Y hueles a menta. Bueno, pues hasta luego.

Me lanzó un beso y echó a andar hacia la entrada. O estaba muy curado de espantos o era lo mejor que yo había conocido en mucho tiempo.

—¿Johaaaaannnes?

Volvió la cabeza y me miró con esos ojos marrón claro.

—¿Sí?

—¿Y la cartera?

Se dio unos golpecitos en el bolsillo trasero del pantalón.

—Ya me la ha dado Marleen. Aquí la tengo, gracias.

Cuando dio la vuelta a la esquina, en el patio entró la furgoneta de la floristería. Le señalé el aparcamiento y me di cuenta de que me temblaban las manos.

Las dos mujeres que se bajaron del vehículo me dieron en el acto una caja con ramitos de rosas. De pronto vi a Marleen detrás de mí.

—Buenos días, Jutta, buenos días, Gudrun, sois superpuntuales. Christine, aparta, anda.

Me volví y me fui con la caja al bar, en la nariz el olor de la loción de afeitado de Johann. En la puerta me detuve y me pregunté dónde tenía que poner la caja.

—Christine, muévete y suelta eso de una vez. Hay que descargar toda la furgoneta.

—Así que tú también lo has visto. A Johann, me refiero.

—Sí, claro. Le he dado la cartera.

—¿Te ha dicho algo del nombre?

—No he tenido tiempo de preguntarle. Y ahora tampoco tenemos tiempo para hablar tú y yo. Por favor, si no, de un momento a otro se presentarán aquí Heinz, Kalli y Hubert y se pondrán a hacer coronas.

Tenía razón. Me fui a descargar.

A las nueve, con ayuda de Jutta y Gudrun, a las que tuve que volver a preguntar cómo se llamaban, el bar estaba decorado convenientemente con primorosos arreglos florales y un mar de rosas para la inauguración. Marleen dio un paso atrás y lo escudriñó todo con aire de satisfacción.

—Genial. Gracias a las dos, sois estupendas. Volvéis a las once, ¿no?

Jutta se limpió las manos en un paño y asintió.

—Claro. No nos lo perderíamos por nada del mundo. La verdad es que ha quedado precioso; enhorabuena, Marleen.

—Sí, si se tiene a la gente adecuada y las ideas adecuadas se tiene una mina.

La alegre voz de mi padre asustó a Marleen.

—Buenos días, Heinz. ¿Ya habéis desayunado?

—No, Hubert se lo está tomando con calma, así que se me ocurrió venir a echar una ojeada. ¿Van a quedar así las flores?

—¿Qué significa «así»? —inquirió Gudrun, perpleja.

Heinz vaciló.

—Bueno…, es que las veo algo desordenadas. Esas flores tan largas mezcladas con las cortas y…

—Así se quedan —replicó Marleen con determinación.

Heinz le puso una mano en el hombro en ademán conciliador.

—Me parece bien. La verdad es que es muy bonito. Y muy colorido. Al fin y al cabo, nuestro bar no es una iglesia. —Evitó nuestras miradas—. Como ya habéis terminado, me voy a desayunar. Seguro que Kalli no tarda.

Dio dos pasos y se volvió.

—Ah, Christine, aún tenemos que cambiarnos de ropa. Yo así no te llevo a la inauguración. Aunque no desentonarías con el revoltijo de flores.

Se llevó la mano a la gorra y se dirigió a la pensión. Gudrun lo siguió con la mirada sin dar crédito.

—Yo a ése lo he visto en el periódico. ¿No es el afamado guía?

—Algo por el estilo. —Marleen firmó la factura—. Es difícil de explicar en dos frases.

A las diez y media nos reunimos todos en el patio. Mi padre llevaba unos pantalones grises y una americana azul marino con botones dorados. Por la mañana yo había metido en la lavadora de Marleen la camisa de los caramelos. Heinz se enfadó, pero se puso una camisa blanca casi sin ofrecer resistencia. Kalli llegó con un traje azul; Carsten, con uno gris. Cuando Onno apareció con una chaqueta de pana, recibió miradas de escepticismo.

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