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Authors: Helena Nieto

Tags: #Romántico

Un punto y aparte (8 page)

BOOK: Un punto y aparte
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—Está bien. A las diez.

8. Conflictos

Llegué a casa cerca de las once y media. Al día siguiente habíamos quedado en ir una hora antes a trabajar para terminar con los impresos que había que entregar como plazo máximo a las dos de la tarde.

Mi madre veía la televisión y los niños estaban ya en la cama. Pregunté por Vicky al no ver ningún rastro suyo.

—Vino a cambiarse de ropa y a coger el pijama para dormir en casa de Lucía. Dijo que tú le habías dado permiso —dijo mi madre.

—¿Yo? —exclamé—. Pero…

—Me dijo que había hablado contigo.

—¿Qué? Sí, sí… mejor dicho, no… habló conmigo, pero…

Marqué el móvil de mi hija pero lo tenía apagado. Ya hacía más de dos semanas que había empezado las clases en la Facultad de Derecho pero al parecer le importaba muy poco. Decidí llamar a casa de Lucía. Merche, su madre, me aclaró que dormirían allí pero no tenía ni idea de la hora en que pensaban regresar ya que habían ido a una fiesta de cumpleaños de un nuevo amigo.

No me gusta llamarla. Nunca me ha caído mal pero sé que no congeniaríamos en absoluto. Tiene una opinión desastrosa de mi, mujer divorciada con tres hijos y trabajando… eso es un caos familiar. Nunca me lo había dicho a la cara pero sé que lo piensa. Es curioso, a veces las mujeres nos volvemos contra nosotras mismas. Seguro que a sus ojos yo tendré la culpa de que Miguel se haya ido en busca de otra mujer, y también sería culpa mía que mi hija me desobedeciera y no tuviera control alguno sobre ella. Creo que ese fue uno de los motivos por los que me enfadé tanto.

—¿No te ha avisado de que estaban invitadas a una fiesta de cumpleaños? —preguntó.

Tuve que reconocer que no sabía nada de ninguna fiesta y colgué el teléfono irritada. Me fui a la cocina para intentar cenar algo.

Estaba calentando el plato en el microondas cuando mi madre entró y me miró con gesto de preocupación.

—¿Qué pasa? ¿Algún problema?

—Le dije que estuviera aquí a las diez. No le di permiso para que se quedara en casa de Lucía; te mintió.

—¿Y no estaba allí?

—No. Al parecer iban a una fiesta de cumpleaños, según me explicó Merche. No sé qué hago mal, mamá. Solo intento que esta familia funcione aun sin Miguel. No es fácil tener que hacer de padre y madre a la vez… pero ya ves el caso que me hace mi hija, pasa de mi…

—¿Quieres agua? —preguntó cambiando de tema, al ver que tenía el vaso vacío.

—Sí, por favor.

Fue a la nevera, sacó la jarra de cristal y la colocó sobre la mesa. Sabía que iba a intentar disculpar a su nieta como hace siempre.

—Sí sabes que está bien, eso es lo importante. No te enfades.

—Mamá —dije—, no quiero discutir contigo, pero comprende que si no pongo un poco de disciplina, esta familia terminará siendo un desastre, si no lo es ya…

—Tú haces lo que puedes, hija. Yo te entiendo…

—Pues entonces deja de defenderlos cada vez que les levanto la voz. No creo que les beneficie el hecho de consentirles todo.

—Yo no les consiento todo. No es verdad.

—¿Ah, no? Pues quién lo diría —le reproché mirándola—. Ahora ya estás defendiendo a Vicky aun sabiendo que me ha desobedecido. Si te parece bien que se burle así de mi… y para colmo te ha mentido. ¿Te parece normal?

—No, claro que no.

—¿Entonces por qué la disculpas?

—¿Yo?

—Sí, la disculpas. Siempre encuentras la forma de excusarlos, a los tres, hagan lo que hagan.

Torció el gesto y me miró muy seria.

—Está bien. Haz lo que quieras, es tu hija. Yo no me meto.

Salió de la cocina molesta y se fue al salón. Dejé de cenar. Se me había quitado el apetito. Ahora solo me faltaba enfrentarme a mi madre. Pensé en Vicky, me gustaría saber qué le pasa por la mente, tal vez piensa que le exijo demasiado. Siempre dice que las madres de Lucía, de Nuria o de cualquiera de sus amigas ceden y les permiten todo lo que quieren, mientras que yo no. Esa es la excusa que yo le daba a mi madre para que me dejara llegar más tarde, ir a algún sitio determinado, etc… Todo eso ya me lo sé.

Al día siguiente la llamé al móvil durante toda la mañana. No me contestó. Me negué a telefonear a Merche para preguntarle. No quería reconocer que mi hija no solo me había mentido, también había tenido la poca vergüenza de no dar señales de vida.

Sandra, al igual que mi madre, trató de restarle importancia al tema.

—Lo dices ahora que Támara solo tiene ocho años. Ya me dirás cuando pase de los trece, te aseguro que no es lo mismo, ni mucho menos…

—Pero si Vicky siempre ha sido muy formal y muy sensata.

—Ya lo veo. Se fue de casa a las ocho de la mañana de ayer y son las dos de la tarde. Ni se ha dignado a aparecer.

Sandra solo tiene una niña de ocho años. Le encanta que quedemos para poder estar con Alejandro, mientras que él dice detestarla. La acusa de ser una caprichosa e insoportable, y además niña. Hubiera preferido que Sandra tuviera un hijo varón con quien poder jugar al fútbol o a cosas de chicos.

Bajamos por la escalera y al llegar al portal vimos que empezaba a llover.

—Mira quién viene por ahí —murmuró Sandra.

Sergio se acercaba con una sonrisa. Nos saludó y luego propuso ir a comer los tres juntos como el día anterior.

—Yo no puedo —afirmó Sandra—, pero podéis ir los dos. Hasta luego.

Desapareció tan deprisa que no tuvimos tiempo de decirle nada.

Sergio me miró esperando una respuesta afirmativa pero yo estaba tan nerviosa por lo de Vicky que no me sentía con ánimos.

—Tengo mucho lío, Sergio. Lo siento. Tengo que ir a casa y hablar muy seriamente con mi hija.

Me miró sin comprender.

—¿Algún problema?

—Nada que no pueda solucionar. Adolescentes… ya sabes…

Él sonrió.

—Está bien, como quieras. ¿Te acerco hasta casa? Tengo el coche ahí aparcado.

Le devolví la sonrisa.

—Gracias, pero yo también he traído el mio.

—Pues nada.

Ninguno de los dos se movió. Nos miramos. Tuve la necesidad de decir algo agradable, no sé por qué.

—Sergio, si quieres quedamos para cenar, me vendría mejor.

A él se le iluminó el rostro y, poniendo una gran sonrisa, dijo:

—Por supuesto. Será un placer. ¿Te paso a recoger a la ocho y media?

—Perfecto. A las ocho y media, y gracias. Eres un encanto, Sergio.

Él volvió a sonreír.

Vicky no trató de excusarse por más que le pregunté los motivos de su comportamiento. Acabé por enfadarme al ver su pasotismo. Me miraba como si yo fuera idiota o le estuviera hablando en arameo. Me dijo que la dejara tranquila.

—¿Cómo? Te estoy dando una oportunidad para que te expliques.

Ni me contestó.

—No me dejas confiar en ti con esa manera de actuar, Vicky.

—Pues mejor —contestó sin levantar la cabeza del libro—. Ni falta que hace.

Me fastidia que pase tanto de mi.

Le advertí que no hiciera planes para el fin de semana porque se iba a quedar en casa.

—Tengo diecisiete años —exclamó—. Casi dieciocho.

—Y yo cerca de cuarenta.

Me miró sorprendida ante mi respuesta.

—Estoy intentado ser comprensiva, para que no me digas como siempre que las madres de tus amigas son un batallón de ángeles maravillosos que ceden ante todos los caprichos de sus hijas. Solo quiero una explicación…

—Ufff —exclamó—, qué pesada te pones.

—Vale. Allá tú. Pero el sábado te quedas en casa, ya lo sabes.

—Genial, mamá. Lo que tú digas… castígame como si fuera una niña pequeña.

«Dios, ¿qué estoy haciendo?», pensé. Sabía que estaba poniendo un muro entre las dos y que la relación sería peor ahora, pero estaba demasiado enfadada en ese momento.

¿Por qué Miguel no se ocupa por una vez de algo? ¿Por qué me lo deja todo a mí? Si quiero que esta familia funcione, no puedo dejar que cada uno haga lo que le dé la gana, por mucho que les moleste.

Miré el reloj, en media hora tenía que volver a la oficina, y por la noche cenar con Sergio. Ahora me arrepentía de haberle dicho que sí, no era el mejor día para irse de cena.

—La abuela me entiende mucho mejor que tú, para que lo sepas.

—Te puedo asegurar que cuando yo tenía tu edad, no era tan comprensiva como al parecer lo es ahora, ¿sabes? No tenía ni la mitad de libertad que tú tienes, y no se me ocurría contestar ni alzarle la voz, así que ¡quéjate! Que lo tenéis todo y aún os parece poco…

—Y papá me hubiera dejado…

—Ya salió… ¡«papá»! Sí, ya veo lo mucho que le interesa vuestra vida —dije con rabia dirigiéndome hacia la puerta.

Me paré y luego retrocedí volviéndome hacia ella.

—Es muy fácil ser el bueno de la película, Vicky. Llevaros algún que otro sábado a comer, pasar unas horas con vosotros y compraros todos los caprichos dos veces al mes, es lo más fácil. Me gustaría verlo aquí todos los días, peleando con vosotros y atendiendo vuestras necesidades no materiales —especifiqué con toda la intención—. Creo que eres lo suficiente inteligente para entenderlo —le aclaré—, y si no, empieza a madurar, que ya va siendo hora.

Me miraba fijamente sin pestañear. No hizo ni un solo gesto que me hiciera pensar que me entendía. Se estaba haciendo la dura. No sé qué me entristeció más, si su pasividad o mi irritación. Salí con paso ligero, con el corazón a mil por hora y los ojos llenos de lágrimas.

Mis hijos, los tres, pero sobre todo Vicky, desean que apruebe todo lo que hacen o dejan de hacer. Intento que crezcan con una serie de valores de respeto, responsabilidad… normas básicas de convivencia; que aprecien las cosas que reciben y que comprendan la importancia de los estudios. ¿Es pedir demasiado? No creo que sea mejor madre por darles todo lo que piden y no marcarles unas pautas de comportamiento o poner ciertos límites.

Sé que los tiempos han cambiado mucho, pero cuando yo tenía su edad ni se me ocurría contestar a mis padres o salir sin su consentimiento. Y no me puedo quejar porque fueron bastante benevolentes comparados con algunos de amigas y compañeras. Tampoco ni mi hermana ni yo fuimos del tipo de darles disgustos, por lo menos serios. Siempre fueron cosas sin mayor importancia.

Era muy distinto a lo que pasa hoy. Bastaba que mi madre nos mirara con gesto de enfado para que Maribel y yo enmudeciéramos. No nos atrevíamos ni a rechistar. Y aunque muchas veces amenazó con darnos una bofetada, jamás lo hizo. Mi madre era la que se encargaba de poner orden y disciplina. No se lo pensaba dos veces si consideraba que merecíamos un tortazo. Y aunque no llevamos muchos, alguno que otro nos tocó.

Si se lo digo ahora me dice siempre lo mismo: Eran otros tiempos, antes era así. No se puede comparar.

Cuando llamé más tarde desde el trabajo para avisar a mi madre de que no iría a cenar fue Vicky quien descolgó y a quien se lo dije.

—¿Vas con el tío ese que te invitó al concierto? —preguntó con curiosidad.

—Sí, con Sergio —respondí.

Se rio.

—¿Te vas a enrollar con él, mamá? —la oí reírse de nuevo.

Se suponía que estaba enfadadísima conmigo, no entendía a qué venía ahora tanta pregunta y tanta risita tonta.

—Vicky… —suspiré—, tengo que seguir trabajando. Díselo a tu abuela, ¿me oyes?

—Sí. Y ya sabes… —dijo con cierto retintín que me sonó a burla.

—¿Ya sé qué…?

—Ay, mamá. Que no me importa…

¿Qué no le importa? ¿Qué tiene que importarle?

—¿Qué quieres decir, Vicky?

—Que no me importa con quién vayas a cenar. No me interesa. Adiós.

Me quedé mirando el auricular sin entender nada. Primero me pregunta con quién voy y luego me dice que no le interesa saberlo… ¡Dios, qué paciencia!

9. El despertar de una ilusión

Sergio llegó puntual. Sandra, que no podía ocultar el gusto que le daba vernos juntos, se despidió en el portal con una sonrisa.

—Qué lo paséis bien —dijo con tono alegre.

Antes de ir al restaurante, él expresó su deseo de tomar una copa, pero yo prefería ir a cenar, no quería que la velada se alargara demasiado.

Sergio había reservado mesa en un conocido restaurante especializado en pescados y mariscos, decorado con sobriedad y buen gusto. Parecía todo muy cuidado, desde la vajilla hasta la mantelería, y con una espléndida vista al mar Cantábrico que lo hacía muy romántico. Pedimos ensalada de bogavante y lomo de merluza con salsa de ostras, acompañado de una botella de vino. Ninguno de los dos tomó postre.

—¿Café? —preguntó Sergio.

—Ya sabes que no puedo tomar café —le recordé—, no me deja dormir.

—Es cierto, pero tal vez otra cosa… ¿una copa?

Negué con la cabeza, pero luego acabé pidiendo una infusión.

La velada había sido estupenda. Habíamos vuelto a hablar de nuestros gustos y de nuestras vidas, tan ajenas y tan similares al mismo tiempo. Hablamos de los años de estudiantes. Me explicó que había estudiado en el colegio de los Jesuitas, donde permaneció hasta su ingreso en la Facultad de Derecho.

—Yo pasé de un colegio de monjas al instituto y fueron unos años fascinantes, tengo muy buenos recuerdos de aquella etapa.

—Humm… Apuesto a que tuviste muchos novios —afirmó sin perder la sonrisa.

—En absoluto, era muy tímida. Aparte de mi ex y un ligue de un verano, nada. Como ves no puedo presumir de un brillante curriculum en el terreno amoroso —dije con decepción.

—Y desde tu divorcio, ¿has salido con alguien?

—No —confesé—, aunque Sandra haya querido emparejarme con media comarca y parte del extranjero.

Nos quedamos callados unos instantes hasta que me preguntó sobre Vicky.

—¿Cómo le va con las clases de Derecho?

Me encogí de hombros.

—Creo que le interesan más los chicos que el Derecho.

Él se rio.

—Está en la edad.

—Sí, supongo.

Comentó que partiría de viaje al día siguiente y que estaría varios días fuera pero le gustaría llamarme en cuanto volviera para invitarme a salir. Asentí diciendo que me parecía estupendo.

Deslizó su brazo por encima de la mesa y tomó mi mano.

—¿Te apetecería salir conmigo?

Me sorprendí ante la pregunta.

—Eso estamos haciendo —contesté nerviosa a la vez que separaba la mano que tenía entrelazada entre sus dedos.

—No hablo de salir como amigos… hablo de salir en pareja —dijo.

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